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La
Inmaculada Concepción
Abad
Paul Delatte, Monasterio de Solesmes
Aspecto
negativo
El modo de desarrollarse el Adviento... La octava de la Inmaculada
Concepción coincide con la homilía del Missus est. Las propias
circunstancias nos invitan a que nos detengamos a contemplar la santidad
sobrenatural de la Virgen.
La santidad sobrenatural viene de Dios: «Él da a cada uno según le
place» (1Co 12,11). Es soberano. Tan imposible es para nosotros saltar
por encima de nuestra sombra como sobrepasar las fuerzas sobrenaturales
que se nos han dado.
A Dios le corresponde la iniciativa. Es cierto, nosotros nos quedamos
siempre más acá, pero esto no tiene por qué ponernos tristes. Después
de todo, cuando somos caritativos no hacemos sino poner en obra lo que
nos viene de Dios. La cantidad de gracia habitual, la fisonomía
sobrenatural de nuestra alma e, incluso, el uso de sus energías
sobrenaturales vienen de Dios,
–porque todo acto viene de Él,
–porque las obras sobrenaturales no pueden hacerse sin Él. Hay, sin
embargo, leyes que Dios observa: «Él ha hecho de nosotros dignos
ministros de la nueva alianza» (2Co 3,6).
No hay dignidad que sea comparable a la de la Maternidad divina:
–La de los Apóstoles reside en sembrar la doctrina y la vida;
–la de los Serafines en ser «Espíritus al servicio de Dios. –¿A
qué Angel dijo Dios alguna vez: Hijo mío eres tú...»? (Hb 1, 14.5).
Esta consideración única, muy común en la teología, está tomada de
este principio de armonía, de continuidad, que rige las obras de Dios;
Dios no se contradice a sí mismo. No hay en sus obras más que armonía:
«Creó en el cielo los ángeles y en la tierra los pequeños
gusanillos; no es más grande en aquéllos ni más pequeño en éstos».
Estas palabras son verdaderas si tenemos en cuenta el esfuerzo empeñado,
el cuidado con que todo es hecho en proporción; serían mal
interpretadas si creyéramos que el Señor no hace resplandecer su
belleza en un nivel superior. Él está en todas partes, pero se revela
de una manera particular en aquellas obras más altas que guardan una
relación inmediata con Él:
–la Unión hipostática,
–la Maternidad divina,
–la Visión intuitiva.
Es en ellas, sobre todo, donde aparecen las riquezas de Dios. Él las ha
condensado todas en la Santísima Virgen:
–¡una belleza solamente inferior a la de Dios!
–una alegría filial del Verbo de Dios en hacerla de tal modo que
pudiera complacerse en ella...
Dejo de lado esta predestinación que no es más que un programa mental,
para llegar a la orden de ejecución, a la concesión real e histórica
de las gracias de Dios. Observamos la aplicación de este doble
principio:
–la soberanía de Dios,
–la fidelidad de Dios.
Ningún mérito de parte de la Santísima Virgen. Esta predestinación
es gratuita. Ella no mereció ni sus gracias ni sus privilegios. Está más
en deuda con Dios. Ella puede, ella debe ser, ella es, no solamente la más
alta, sino también la más humilde de las criaturas: «Puso los ojos en
la humildad de su esclava (Lc 1,47); He aquí la esclava del Señor...»
(Lc 1,37). Es la condición de toda criatura, y ni que decir tiene que
hay algo de envidiable en esta humildad
–para que haya atraído a Dios,
–para que Dios la haya deseado,
–y que, por María, se haya hecho obediente, obediencia.
La gracia de la Inmaculada Concepción
Lo que casi no podemos dejar de ver aquí es la liberación de todo lo
que nos envilece, el torrente de la impiedad deteniéndose delante de
ella, la circulación del mal deteniéndose frente a este cuerpo y este
alma. Y ciertamente hay ahí algo infinitamente valioso, y es de este
elemento simplemente negativo del que la Iglesia parece haber sacado el
concepto, la idea, el nombre de esta primera fiesta. La Inmaculada
Concepción:
–sin mancha,
–una redención anticipada,
–Dios, utilizando los méritos de su Hijo para arrancar a su Madre del
enemigo.
El Señor no debe nada,
La Virgen tenía una deuda. Aparte de esta diferencia, la Inmaculada
Concepción está verdaderamente calcada de la Encarnación. La Santísima
Virgen no perteneció jamás al enemigo, ni a sí misma.
–Jamás una falta,
–jamás un movimiento desordenado,
–jamás un placer, incluso no deliberado, que no fuese de Dios.
El ejercicio de todas las facultades sometidas a la razón; la armonía
interior, la soberanía, la modestia, su mesura y calma perfectas, la
plena posesión por parte Dios, la conducta tranquila y grave de una
criatura que está en las manos de Dios.
Allí había ya como una preparación de todas las obras de su vida. Su
fe no vaciló jamás. Había un inmenso mérito. Había un aspecto de la
Inmaculada Concepción que ha sido poco estudiado. Nos hemos
acostumbrado a ver en ello un privilegio que Dios se debía a sí mismo
en la persona de su Madre.
La pureza, la ternura
Era necesario que la carne de María, que debía ser la carne de Cristo,
fuera pura como el cristal. Convenía que la ternura de Dios creara la
belleza de su Madre. Como Dios y como Hijo, Él le debía o, mejor, se
debía a sí mismo otorgarle este privilegio. No temo decir que él se
lo debía a su Madre. Si hay una vida donde se juntan a la vez todos los
extremos de las cosas humanas, ésa es la vida de la Virgen, calcada
sobre la de su Hijo. Él era el viador y el comprensor, el que vivía
con Dios y con la creación, en el esplendor de la visión y en la
humillación y el sufrimiento de la vida mortal: todos los contactos
dolorosos... La tierra apenas fue clemente para el Hijo de Dios: «¿Y
esas heridas que hay entre tus manos? –Las he recibido en casa de mis
amigos» (Za 13,6). La espada de Dios pendía sobre su vida y el
sufrimiento lo acompañó como un ángel guardián. Mas él tenía la
fuerza de Dios, tenía como apoyo la visión beatífica, y esta frágil
naturaleza humana era mantenida por el poder y la posesión hipostática
del Hijo de Dios.
En justicia, Él no debía sufrir. De hecho, es un problema difícil de
explicar cómo las alegrías beatíficas y los sufrimientos han podido
coexistir en Él. Él no tenía más que refugiarse completamente, hasta
el éxtasis, en los esplendores inefables de la unión hipostática y de
su pertenencia a Dios.
Ella, no. Era una criatura. Una persona humana. Una mujer. Su ser la
exponía desarmada a todos los terribles extremos de la vida de la Madre
de Dios. Todos los sufrimientos de su Hijo debían ser los suyos, debían
resonar en su alma de Virgen, y de Santa, y de Madre, a insondables
profundidades. Nosotros no tenemos palabras, ni para la santidad de la
Virgen ni para sus sufrimientos.
¡Que el Señor me perdone! Ella tuvo sus propios sufrimientos. Hay
algunos que sólo ella experimentó: la lanzada, el adiós dicho en el
sepulcro, los quince años de exilio después de la Ascensión.
Esto no es nada: Ella era incomparablemente santa y sumisa a la voluntad
de Dios. Desgraciadamente la santidad no exime: sino que acrisola y
lleva a una suprema delicadeza las fibras de nuestra naturaleza.
Así pues, todos los sufrimientos del Señor, los suyos propios: «Eres
para mí un esposo de sangre» (Ex 4,25).
Sin el sostén de la gracia hipostática.
Ella pertenecía al lado humano de la unión hipostática. Por lo tanto,
el Señor le debía la Inmaculada Concepción. Hubiera sido una traición.
Era necesario asentar este alma en una gloriosa firmeza: «No se
desalienta en la adversidad.» Para mantenerse grave, tranquila, en
medio de todos los presentimientos y dolores, en medio de todas las
alegrías,
–para no desmentirse jamás,
–para conducirse en todas las circunstancias extremas con la serenidad
de un alma invencible,
–para que ni las aguas del sufrimiento ni los torrentes de la alegría
consiguieran hundirla. Para vivir
los Misterios gozosos: sin temor
los Misterios dolorosos: sin debilidad
y los Misterios gloriosos: sin orgullo.
Era necesario que este alma fuera siempre dueña de sí misma, y se le
concediera una fuerza sobrehumana, una liberación con respecto a todo
lo creado, una posesión absoluta de sí, un dominio soberano de todas
sus inclinaciones. Ahora bien, todo esto viene de la Inmaculada Concepción.
Allí por donde ha pasado el pecado no existe este dominio. El conjunto
de fuerzas sensibles puede estar contenido y atado, pero no sometido al
alma de una manera absoluta.
«Que vuestra mesura sea conocida por todos los hombres:
El Señor está cerca» (Flp 4,5).
«Que en medio de las vicisitudes de este mundo,
nuestros corazones estén fijos
en las verdaderas alegrías» (Colecta del 5º domingo de Pascua).
«MISSUS EST» 1892.
Fuente:
Ediciones Monte Casino, Benedictinas, Zamora, por gentileza de Sor Sara Fernández
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