|
La
Inmaculada Concepción
Abad
Paul Delatte, Monasterio de Solesmes
Aspecto
positivo
Una de las prácticas más atractivas de nuestra fe es la de recorrer
sucesivamente todos los artículos del Credo, de tal manera que podamos
formular, a propósito de cada uno de ellos, un acto de adhesión
intelectual y gozosa. Es eso lo que la Iglesia desea de nosotros al
ponernos a menudo el Credo en los labios.
Abarcando simultáneamente y sin excepción todas las verdades de Dios,
que han venido a ser nuestras por la revelación y por nuestra fe, no
hacemos sino un acto de fe que no pierde nada de su eficacia y de su
mérito sobrenatural: este acto testimonia una sumisión absoluta a
Dios: «Son veraces del todo tus dictámenes» (Sal 92,5).
Sin embargo, es mejor analizar y detallar nuestra fe, nuestra esperanza
y nuestra caridad. Es en lo que más abunda esta oración que debe
abrazar toda nuestra vida. Tomar uno a uno los misterios, considerarlos
aisladamente, colocarlos después en el coro de los otros misterios,
pasar a otro, detallar, en una palabra, nuestra fe, recorrer todo el
abanico de las obras sobrenaturales de Dios: es una de las ocupaciones
más atractivas de nuestra fe.
La ventaja de esta otra práctica: el mérito de ser ayudado por la
especial belleza de estos misterios considerados sucesivamente.
Conocemos así mejor al Señor.
Entre ellos, hay algunos muy recomendables para nosotros. Los misterios
modernos, los santos antiguos.
Dios no es en ninguna parte más visible que en la Santísima Virgen. Es
una revelación de Dios. Es un misterio de familia. Ya hemos subrayado
esto: este misterio de la Inmaculada Concepción es el primero donde se
realiza históricamente el programa divino de la Encarnación.
El lado negativo: la dispensa de toda mancha. El pecado original se
paró allí. El Señor se lo debía a Sí mismo. Él se lo debía a su
Madre. La Inmaculada Concepción es habitualmente considerada bajo este
aspecto privativo o negativo. Es el aspecto que más nos llama la
atención. Es el lado humano más excepcional. Pero es poco. Es un
privilegio que la Virgen comparte con Adán, con Eva, con todos los
Ángeles. No había pecado original en ellos. Por esto, a pesar de que
los documentos teológicos hagan referencia sobre todo a la inmunidad
frente al pecado, conviene que nosotros miremos ahora este mismo
misterio de la Inmaculada Concepción por su ángulo positivo, por la
cantidad y esplendor de la gracia que hubo en ella.
¡Qué importa si estas realidades augustas sobrepasan nuestra
inteligencia! Es una alegría para nosotros no poder valorar, sino
balbucear cuando se habla de la belleza sobrenatural de la Santísima
Virgen. Es el dominio por excelencia de la libertad y de la liberalidad
de Dios.
¿Cuáles son los tesoros de santidad que el Señor ha colocado en su
Madre?
La tradición católica aplica a la Virgen las palabras del Salmo: «Su
fundación sobre los montes santos» (Sal 87,1): los primeros cimientos
de su santidad se pusieron sobre los montes santos; en consecuencia, ya
los sobrepasaban. Ella era, desde el principio de la creación, la reina
de los santos por una hermosura superior. La apreciación y la medida
para tal apreciación nos faltan. San Anselmo nos dice –y la
tradición católica ha adoptado su pensamiento– que había en ella
tal belleza sobrenatural que no puede pensarse otra más grande, salvo
la de Dios. Expresión de una extrema energía puesto que parece
implicar que el Señor ha agotado en la Virgen los tesoros de su
cariño. Ella cumple las condiciones de la Eucaristía: «Con toda su
sabiduría, él no hubiera sabido dar más. Con toda su riqueza, no
hubiera podido dar más. Con todo su poder, no podía dar más».
Este pensamiento no tiene nada de exagerado. Cuando la Escritura nos
habla de la santidad original de la Virgen, sus expresiones son de una
fuerza singular:
«Apareció en el cielo una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus
pies, y en la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1).
Los privilegios de la Virgen: Doce estrellas.
Su superioridad sobre toda santidad creada y el estar libre de todo
pecado, sea cual sea: «Vestida de sol»: revestida de Dios, de la luz
de Dios, de la belleza de Dios como de un vestido.
Dios agotó para ella las fuentes de su liberalidad. Tiene verdaderas
atenciones con ella. Su santidad comienza muy pronto.
María es una reserva de Dios... Gratuidad... Justificada, sin embargo,
por su misión.
Él la había elegido para ser la madre de su Hijo.
También podemos decir que Dios marca en nosotros, desde el primer
momento, nuestra predestinación. Nuestra vida entera se encuentra en
germen en nosotros; nuestra vida sobrenatural está comprometida en el
carácter de nuestro bautismo. En el transcurso de nuestra vida, al
Señor le basta con desarrollar las energías sobrenaturales que, desde
el origen, han sido puestas en nosotros.
¡Si nos hubiera sido dado contemplar el alma de la Santísima Virgen!,
–el carácter de hija de Dios,
–el carácter de Madre de Dios,
–la unión hispostática,
–la Maternidad divina,
–la visión intuitiva.
Era preciso, pues, que esta santidad, que debía crecer constantemente,
desde el primer momento, estuviera en este bautismo anticipado de la
Inmaculada Concepción a la altura de Dios.
«Vestida de sol». El vestido y la persona son de la misma talla. Hacen
cuerpo juntos. Y, siendo distintos, con todo, la gloria de la Virgen es
la gloria de Dios: «El Poderoso hizo grandes cosas en mí» (Lc 1,49).
El Señor constituye el bien de todos. Nació por todos y murió por
todos. Por esto es por lo que ha muerto «fuera de las murallas» (Hb
13,12). El bautismo que nos hace entrar en él es una iniciación
común. La Eucaristía es el bien de todos: «De su plenitud hemos
recibido todos, y gracia tras gracia» (Jn 1,16). Mas el Señor
pertenece a la Virgen con un título especial, y muchos teólogos se han
creído autorizados a decir que era gracias a una relación de la misma
naturaleza que la que el Verbo de Dios mantenía con su Padre: siendo
las relaciones, no entre las naturalezas, sino entre las personas.
Todos nosotros hemos bebido en las fuentes de esta salvación, pero la
salvación misma ha sido dada a luz por María. Como nosotros, y mucho
más que nosotros, ella ha bebido de este manantial divino, y su
redención ha sobrepasado infinitamente la nuestra. Ella tiene esto en
común con todos los hombres, pero tiene de particular eso que el Señor
ha recibido de ella. La fuente primera, la fuente inmaculada, «fuente
sellada (Ct 4,12)», de donde el Señor ha sacado la sangre del Calvario
y la sangre de la Eucaristía.
¡Con qué alegría, con qué solicitud divina el Señor ha fabricado
esta santidad! Contenida desde antes de la creación del mundo en el
pensamiento de Dios, ¡cómo se ha complacido el Señor en formar los
rasgos sobrenaturales de aquélla de la que ha querido tomar prestada su
imagen! El libro de los Proverbios nos muestra a Dios como jugando en el
seno del mundo que Él creó13. Aquí, sin embargo, se trataba de una
creación sobrenatural sin precedente, sin modelo, sin rival. Era un
milagro viviente del orden sobrenatural:
«No se ha visto un prodigio semejante antes de ella, ni lo veremos
tampoco después14».
Que sea la primera en nuestra alma.
Debemos amarla como el Señor la ha amado.
La jerarquía de los afectos en nuestra alma debe ser la misma que en el
alma del Señor.
La fe, la esperanza, la caridad,
las virtudes morales,
los dones del Espíritu Santo.
¡Que el Señor os bendiga!
«MISSUS EST» 1893.
Fuente:
Ediciones Monte Casino, Benedictinas, Zamora, por gentileza de Sor Sara Fernández
|
|