La Inmaculada Concepción revancha de Dios

Abad Paul Delatte, Monasterio de Solesmes

 

Dios nunca ha sufrido derrotas.
Propiamente hablando, nunca ha tenido necesidad de desquite. Y, sin embargo, el primer hecho de la historia, el contado en el capítulo 3 del Génesis, y que la fiesta de la Inmaculada Concepción nos ha recordado, este hecho se parecía a un fracaso. Parece haber desbaratado el proyecto de Dios.
Sin duda, el modo de reparación anunciado y prometido, puesto en obra desde el primer instante, lo había restituido todo sobre un plan nuevo y con un tal acrecentamiento de gracia que la Iglesia ha podido decir: «¡Oh feliz culpa!... o certe necessarium Adæ peccatum24».
Parecía, en fin, que a Dios le había tocado desde el principio la peor parte y que, por el hecho de este primer pecado, la posteridad humana quedaba manchada, envenenada, abocada a la muerte. Por eso, en la elección del medio que hizo para renovar el género humano, Dios parece mostrar interés en que su esfuerzo tenga el carácter y la intención de una revancha. Y ésta fue completa.
Dios se aplicó en copiar el procedimiento diabólico que había mancillado a la humanidad entera.
Yo no hago más que reproducir la doctrina del apóstol san Pablo en el capítulo quinto de su Epístola a los Romanos: los elementos del triunfo diabólico son:
–un hombre único,
–un hombre representativo, en el cual vemos toda la raza,
–una falta cometida por él,
–la caída o la degradación,
–la difusión de esta caída,
–el corolario último, que es la muerte,
–la muerte, fruto del pecado,
–la muerte indicio del pecado, que, por su reino que se extiende a todos, por la universalidad de sus golpes que llegan hasta a los mismos justos, hasta aquellos mismos que no han pecado, que no han tenido ocasión de pecar a ejemplo del primer Adán, testimonia que no es la persona, sino la naturaleza la que ha sido mancillada y envenenada.
Tal es la victoria diabólica.
Para responder a esto, no le bastó a Dios una victoria cualquiera, aunque fuera un gran éxito compensador del primer fracaso.
Dios, que es todo gloria, y que tiene derecho a ella, quiso una revancha formal y, como un gran capitán, sorprendido una vez traidoramente en un campo de batalla desconocido, a la mañana siguiente hace volver allí a su adversario y le hace expiar cruelmente su primer éxito, destrozándole completamente con los mismos procedimientos y la misma táctica que le valió su efímera victoria, también quiso un triunfo que reprodujera los elementos y las condiciones de la caída. Exigió que la vida se expandiera en la nueva humanidad por las mismas vías por las que se había expandido la muerte:
–un hombre único,
–un segundo Adán,
–un hombre tipo, cabeza, representativo de toda la nueva y regenerada humanidad;
–una obediencia;
–una exaltación y reedificación que fueran la consecuencia de esta obediencia;
–una difusión, una repercusión de esta exaltación personal en toda la posteridad del segundo Adán;
–la vida sobrenatural,
–la vida eterna como corolario último de esta victoria, adquirida por el Señor para Él,
–adquirida para nosotros.
Y como si este triunfo no le satisficiera plenamente, el Apóstol nos muestra que Dios no se ha limitado a señalar esta armoniosa analogía existente entre el quebranto causado y la reparación; pone todo su empeño en mostrar que el triunfo de Dios ha sobrepasado infinitamente el efímero éxito del enemigo: «No hay proporción entre la gracia y el delito» (Rm 5,15).
Verdaderamente, hay una diferencia de talla entre el primer y el segundo Adán: «La cabeza de Cristo es Dios» (1Cor 11,3), y la humanidad es mucho más grande.
Hay una diferencia de cualidad entre la vida salida de uno y la de otro. Hay una diferencia de sobreabundancia. Mientras que:
–el acto del primer Adán parte de él y, con el paso del tiempo, van infectándose todos los que sucesivamente nacen de su raza,
–el acto de Cristo retrocede al origen de las cosas y purifica por la fe y la adhesión a Él a todos aquellos que le preceden en el tiempo. El Cordero inmolado desde el origen del mundo,
–purifica en la púrpura de su sangre a los justos que todavía le esperan;
–no sólo garantizó a su Madre contra toda impureza, sino que, por adelantado, a causa de ella y de Él mismo, vierte en su alma sin mancha todas las virtudes sobrenaturales que debían retornar a Él:
–la hace llena de gracia, de esplendor, de pureza.
Hay una diferencia en el punto de partida: un solo pecado ha bastado para manchar a todo el género humano; un cúmulo de pe-cados no impedirá la gracia ni que la vida continúe.
Hay una diferencia en el resultado último, en la humanidad regenerada que ya no es esclava, que no sólo es libre, sino que reina, que reina con Jesucristo y se sienta sobre el trono mismo de Dios.

¿No es cierto que la fiesta de hoy, las que esperamos toda esta Octava de preparación a la Navidad, nos permiten completar este conjunto de analogías entre la afrenta y la reparación que el Apóstol ha señalado con tanta firmeza?
Un Ángel estuvo presente en la caída, otro tomó parte en la reparación. Se llamaba Fuerza de Dios; es como un duelo: entre Dios y su enemigo.
Hubiera faltado algo en la armonía tan expresiva de la escena si, junto al Señor, no se hubiera encontrado la nueva Eva:
«Sumens illud Ave
Gabrielis ore,
Funda nos in pace,
Mutans Evæ nomen25».
Verdaderamente, esto muestra bien el corazón de Dios. Yo creo que no hay una medida común para Dios y para nosotros, y que las palabras tomadas de nuestras lenguas, calcadas sobre nuestras experiencias, aplicadas a nuestros usos, cambian de significado y de contenido cuando las aplicamos a Dios. Para evitarlo necesitaríamos, al hablar de Él y de los misterios que lo expresan, una lengua completamente nueva, con palabras que no hayan sido jamás utilizadas antes. Me inclino a creer, sin embargo, que existe un punto en el que hay acercamiento, contacto, algo que sobrepasa la analogía teológica: cierta igualdad, una manera de actuar común: creo que Dios ama como nosotros.
¿No es cierto que es divino, pero también humano, haber querido tener una madre, una madre suya, y haber querido pertenecer a la raza humana, haber querido tomar la humanidad en ella y solamente mediante ella?
Es algo divino, pero también humano, haberla predestinado, en el mismo decreto de la propia Encarnación, para una eterna intimidad con Él,
–haberla creado para sí, pura y bella como los Ángeles, más todavía que los Ángeles; haber vertido en su corazón de Virgen todo lo que podía –ensanchado por Dios mismo– contener
–de la ternura del Padre,
–de la gracia del Hijo,
–de la pureza del Espíritu Santo.
Y después, rendirle Él mismo, Dios, homenaje a esta criatura así creada, inclinarse ante ella, subordinar a ella el cumplimiento de sus eternos designios, tratarla con un respeto filial, pedirle y esperar de ella el lugar que Él quería tener en su creación, y, después, ser el bien de ella, su sangre, su carne, su Hijo. Sí, creo verdaderamente que Dios ama como nosotros, o, si preferís, que nuestro corazón está formado a imagen del suyo, y nosotros nos parecemos a Él más por esto que por la inteligencia o la voluntad pura.
La conclusión de todo esto es bien simple: conviene que esta semejanza sea plena y que esta ternura que va desde Dios hacia la Virgen determine y provoque la nuestra. No se trata de devoción, sino simplemente de cristianismo. Soy consciente de que el afecto no nace como por encargo y de que no se ama a lo loco o, simplemente, de oídas, sino por un movimiento espontáneo del alma.
Sin embargo, sé también que nuestra alma obedece a nuestra fe, a nuestra caridad, a ejemplo de Dios mismo. Comenzando por un auténtico mes de María en cada uno de sus años litúrgicos, la Iglesia ha querido sugerirnos esta verdad de experiencia, a saber, que es a través de la Virgen por donde el Señor viene a nosotros siempre, que sería cometer un error perjudicial en la vida cristiana no concederle a la Virgen, en nuestra piedad, el lugar que el mismo Dios le ha dado como muestra de su amor, en una palabra, que no es verdadero cristianismo, sino una for-ma cualquiera de nestorianismo, toda disminución de la devoción a la Santísima Virgen. Aun cuando la historia de la Iglesia no nos proporcionara esta prueba, miremos solamente la importancia que se le ha dado en los designios de Dios: eso será el comienzo de una devoción teológica.
Si somos consecuentes con esta devoción teológica, vendrá la devoción del corazón y del amor.
Que así sea.

«MISSUS EST» 1903

Fuente: Ediciones Monte Casino, Benedictinas, Zamora, por gentileza de Sor Sara Fernández