La Inmaculada 

Alfonso Simón

 

El dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora tiene mucho que ver, sin duda, con el misterio de nuestra alma nacional, en palabras de Ganivet que recogía recientemente una contraportada de Alfa y Omega. Mucho tuvo que ver España en la proclamación de este dogma mariano, y mucho ha tenido que ver, a lo largo de toda su historia, con la Virgen misma, hasta el punto de merecer justamente el título de tierra de María Santísima. Negarlo es ignorar la Historia.

Pero del mismo modo que el pueblo español, aún hoy, tan ampliamente descristianizado, sigue vibrando con la Virgen Santa María, al mismo tiempo ignora en buena medida la grandeza del misterio que en ella se encierra, acercándose a la Madre más con los sentimientos de un corazón impulsivo que con el juicio amoroso de un corazón iluminado por la fe. Esto explica, entre otras cosas, que muchos, en su noble afán de reconocer el misterio, tan ligado a la raíz de España, confundan, Ganivet incluido, la Inmaculada Concepción de María con la concepción virginal del Hijo de Dios en sus entrañas.

María es, ciertamente, Virgen y Madre, y este misterio admirable pone de manifiesto la inigualable fecundidad de quien es totalmente de Dios, que eso es la virginidad. Pero antes está el misterio de la Inmaculada Concepción de aquella que es la llena de gracia, elegida por el Padre eterno para ser la Madre de su Hijo... y Madre y Espejo para todos nosotros.

En la primera creación, el hombre aparece antes que la mujer, Eva, nacida del costado de Adán..., por la que vino el pecado. Mas en la nueva y definitiva creación es primero la mujer, la nueva Eva, María, de la que nace Jesús, por la que vino la gracia. Del costado abierto de Jesucristo en la Cruz nacerá la Iglesia -es decir, todos los bautizados-, representada en el agua y la sangre que brotan de su corazón traspasado, signos del Bautismo y de la Eucaristía. La Iglesia, sin embargo, ya se había anticipado en la Madre, a cuya imagen -dice san Agustín- formó Jesús a su Iglesia.

María, concebida sin pecado original (Inmaculada Concepción), pone delante de nuestros ojos esa plena humanidad que todos soñamos ser, sin mácula alguna, tal y como fuimos elegidos por Dios, antes de la creación del mundo -en palabras de san Pablo-, para ser santos e inmaculados en su presencia. Como la Inmaculada... como su Hijo, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado. He ahí el secreto de la vida -y el secreto de nuestra alma nacional, en lo que tiene de más profundamente humana-, manifestado en el Nacimiento del Hijo de Dios y de María en la Nochebuena de Belén, y desde entonces al alcance de todos cuantos lo recibieron, a quienes dio poder de hacerse hijos de Dios.

Fuente: cuidadredonda.org