La Inmaculada Concepcón de la Santísima Virgen María

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Homilia

Lc. 1,26-38 
Si uno preguntara a algún católico más o menos instruido cuál ha sido o es el papel de Cristo, más de uno respondería que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad interviniendo en la historia para reparar los daños introducidos por el hombre en una creación que Dios había hecho perfecta. Si el hombre no hubiera pecado, Cristo no habría sido necesario.

Quizá nos hablaría de un tal Adán y Eva, de una manzana, de algo que se llama pecado original. Si uno siguiera interrogando al mencionado católico y le preguntara de dónde extrae semejante afirmación, se referirá a la Biblia, especialmente al relato uno de cuyos fragmentos hemos leído en nuestra primera lectura.

Pero tan pronto fijamos nuestra atención sin 'aprioris' en dicho relato ‑un antiguo mito recogido por los teólogos hebreos hacia el siglo VI antes de Cristo‑, nos damos cuenta de que, tal cual figura en la Escritura, éste no intenta hacer arqueología, ni referirse a un lejano origen o antepasado del ser humano, sino describir de modo simbólico, a la manera de una fábula, la posición de todo hombre frente a Dios. Digamos, de todos modos, que el relato es de una profundidad enorme y novedosa con respecto a otras concepciones del hombre de su época, pero todavía a gran distancia de la revelación plena del cristianismo. Aún así en toda la Escritura no figura para nada el término ‘pecado original’.

De tal manera que, en la revelación acabada del nuevo Testamento, Cristo no es alguien que venga a reparar, a hacer un ‘service’ a una creación malograda por el hombre, sino que, tanto para Pablo, como para Juan, como para Lucas y todos los escritores del nuevo testamento, Cristo es la finalidad y objeto primero y último de la creación. Si Dios no hubiera pensado en Cristo ‘el hombre unido a Dios’, en expresión de San León Magno‑, desde la eternidad, no habría creado el universo. Cristo no es un parche puesto a la creación, sino el objetivo último de ésta, su sentido. El propósito de Dios al crear es poder unir al hombre, mediante Cristo, a la vitalidad divina. El universo no culmina ni tiene su fin en la aparición del hombre y todas sus posibles realizaciones naturales, sino en el alcanzar el vivir de Dios. No lo natural, sino lo sobre‑natural, la gracia y, mediante ella, la Vida Eterna.

Lamentablemente todas las filosofías y ciencias que rodeaban al cristianismo cuando este empezó a predicarse en el imperio romano no tenían idea de la creación y consideraban que este mundo era una degradación de lo divino. Que el hombre estuviera en la tierra, que poseyera un cuerpo capaz de traerle dolores, pasiones, enfermedades y, finalmente, muerte, eso era fruto de alguna catástrofe primitiva, una caída, una decadencia. Si el hombre tenía alguna posibilidad de encontrar la perfección era escapando a su condición mortal, corporal, pasional; regresando a la esfera de la unidad, de lo supuestamente divino, retrotrayéndose a su condición anterior y primigenia. Así pensaba Platón, así Plotino, así los estoicos, los pitagóricos y neopitagóricos; así siguen pensando los hindúes, los budistas, gran parte de la filosofía moderna occidental, los diversos sistemas que conforman el amplio espectro de los cultores de la ‘nueva era’, de la ‘new age’...

Muchos teólogos cristianos inmersos en este clima platónico quisieron leer el relato mítico del Génesis en esta clave y, entonces, lo interpretaron como si el pecado allí descripto no fuera la representación de ‘todo pecado’ sino la de un ‘primer pecado’, una catástrofe primitiva que habría arrastrado a toda la humanidad a los males que sufre en esta tierra.

Influido por este clima, aún en su fundamental ortodoxia y salvando los aspectos principales de lo cristiano, San Agustín prácticamente inventó la doctrina de que Dios habría creado al mundo perfecto, sin enfermedades, sin muerte, sin dolores, sin leones carnívoros, sin microbios –que por otra parte no conocía‑, en donde todo se daba regalado en un fabuloso jardín, en el cual el hombre sin estudiar e investigar habría poseído desde el comienzo todas las ciencias del mundo y que por un pecado catastrófico, más o menos inducido por su mujer Eva y por una serpiente figura de Satanás, habría arruinado todo el pastel y hecho heredar a nosotros, sus pobres descendientes, la suma de cosas espantosas que, supuestamente, a partir de entonces, habrían aquejado a la humanidad. Según este esquema la perfección estaría al comienzo de la historia. El papel de Cristo ‑un cambio del plan primitivo de Dios‑, sería posibilitarnos ‘recuperar’ esos dones y estado perfecto que el pecado de aquel hombre –y supuestamente su mujer‑ nos habría hecho perder.

Con sus más y sus menos el esquema funcionaba y seguía enseñándose en los catecismos pacíficamente hasta no hace mucho y ha dejado sus huellas en la oración de la Iglesia. Pero el esquema explotó en manos de los protestantes ya que Lutero llevó tan lejos el esquema agustiniano que afirmaba que aquel supuesto mítico pecado había corrompido hasta el meollo a la naturaleza humana, incluso haciendo desaparecer su libertad. Para Lutero el hombre es un ser totalmente corrupto, en el cual nada hay rescatable a no ser que Cristo lo proteja como un escudo, recibiendo sobre su propia humanidad todos los dardos de la ira de Dios. Uno puede ponerse debajo de este escudo mediante la fe, pero sus actos humanos nada valen. En la doctrina luterana las posiciones platónicas y depreciadoras de la creación y de lo corporal alcanzan máxima perversión.

Finalmente toda esta prédica protestante, por reacción, llevará a afirmaciones aparentemente contrarias: el hombre es naturalmente bueno. (Véase Rousseau). Lo que se llama el pecado original no existe, Cristo no es necesario, es preciso conceder al ser humano plena libertad sin someterlo a imposiciones pseudodivinas y, menos, eclesiásticas.

En estas posiciones, pues, el hombre no necesita ni de Cristo, ni de la Iglesia, ni de Dios, ni de la gracia, porque, mediante su razón, venciendo él mismo la inercia de lo material o dejando volar libremente sus instintos, es capaz de alcanzar la plenitud de la felicidad. Para la gente más vulgar, la religión podría servir de incentivo para ayudarla a realizarse ‑aunque para eso cualquier religión sirve, no necesariamente el cristianismo‑.

Como es obvio estas interpretaciones poco tienen que ver con el auténtico mensaje bíblico ni de la Iglesia ni tampoco con lo que la ciencia objetivamente descubre en la realidad cósmica y su historia. Es necesario escapar a los dos extremos: ni el hombre es el fruto corrupto de una decadencia, de una caída, ni tampoco es un ser perfecto que pudiera bastarse a si mismo, al menos para alcanzar los fines para los cuales Dios lo ha creado.

Las cosas no surgen al ser corrompidas ni perfectas. Son creadas en devenir, en estado inicial, germinal, en crecimiento, apuntando a la perfección y a la adultez pero sin tenerla desde el vamos. Todo empieza imperfectamente, no necesariamente corrupto, ‑como la casa que comienza a edificarse, sin paredes, sin tejas, sin electricidad, sin agua corriente... ¿quién reprochará al arquitecto sus defectos hasta que ésta no esté terminada?‑. Pero puede avanzar hacia la perfección, crecer, y, con la ayuda de Dios, alcanzar la plenitud. Lo que está claro es que la perfección no está al comienzo, en un mítico paraíso original ‑salvo en la intención de Dios‑, sino al final.

San Agustín, un genio del siglo V, adaptó el cristianismo a la ciencia de su época forzando el sentido de la Sagrada Escritura. Y lo hizo extraordinariamente bien. Pero la Iglesia no puede hoy seguir hablando con los conocimientos científicos de los tiempos de Platón y menos apretando a la Biblia para hacerle decir cosas que no dice.

La historia del cosmos confirma que nuestro sistema planetario, nuestra galaxia, los elementos que se encuentran en la tierra, la vida, han ido creciendo y mejorando a lo largo de los millones de años que hoy sabemos tiene el universo. Hablar de una perfección original a la cual habría que regresar –sabiendo de ‘Lucy’, del ‘homo faber’, del ‘homo erectus’, del hombre de Neandertal, sería ir en contra de los datos fundamentales de la ciencia.

Aunque las cosas puedan involucionar, aunque la vida del hombre termine por deteriorarse, aunque haya civilizaciones que perecen y vueltas atrás, y perversiones en todo el orden de la naturaleza, pero, sobre todo, cuando interviene la libertad humana, no se puede fomentar la visión de que ‘todo tiempo pasado’, antes de Cristo, ‘fue mejor’, ni que hubo un inicio de sueño en la historia de la humanidad al cual habría que retornar.

No: el cristianismo no habla de pasado, sino de futuro, de lo que vendrá. El cristianismo es ‘adviento’, es esperanza, es mirar adelante, intentar cruzar el Jordán, avanzar hacia la tierra prometida, hacia ‘los nuevos cielos y la nueva tierra’ a los cuales se refiere el Apocalipsis.

Cristo no es un gurú o un maestro espiritual o un iluminado que hubiera venido para que el hombre recobrara su estado anterior, primigenio. Cristo es el sentido hacia el cual, desde el primer instante de la historia del cosmos, desde la gran Explosión, apunta toda la materia. Hacia Él avanza, en el entretejido del tiempo, por etapas, incluso la gran etapa de la historia de Israel. Dios tiene como intención primera de la creación el hacer que todas las cosas se plenifiquen en El, ‘el hombre unido a Dios’, el hombre que vive más allá de lo humano la vida de Dios. La historia de la creación, si tuviera como etapa última la aparición del hombre destinado a la muerte, hambriento de absoluto y con solo bienes finitos para saciarlo, sería un contrasentido. Una macabra broma divina.

Pero precisamente el estado natural del hombre ‑añadido a todas las deformaciones que sus ignorancias y culturas en parte perversas, sus egoísmos y sus programaciones animales, reptílicas, salvajes‑ con su hambre de absoluto ‑necesaria para poder abrirse a Dios‑ extraviadamente volcada a los bienes naturales, es el estado con el cual el hombre nace. Etapa anterior a la oferta que Dios le hace mediante Jesucristo, ‘el hombre unido a Dios’. Oferta que, aceptada por la fe y vivida en esperanza y caridad, hace que el hombre se eleve de su condición puramente natural y comience a participar de la vida divina rectificando al mismo tiempo sus tendencias desviadas e iluminando sus ignorancias.

Es sabido que esa participación de la vida divina, porque más allá de las necesidades naturales, se llama gracia, gracia sobrenatural, gracia santificante, porque nos permite participar de la santidad trascendente de Dios. Esa gracia no se adquiere de una vez para siempre. Mientras estamos en esta vida puede perderse y así decimos que el cristiano que ha perdido la gracia, porque ha dado la espalda a la vida de Dios, a la fe, a la caridad, está en ‘estado de pecado’. De tal manera que ‘estar en pecado’ es formalmente ‘carecer de la gracia’ sobrenatural. Por eso se dice que todo hombre nace en estado de pecado.

¡Obviamente!: antes de aceptarla por la fe y el bautismo la persona carece de gracia, está en el estado imperfecto del que solo posee lo humano y, además en ciernes. Y, sin la gracia, de ninguna manera puede alcanzar la vida divina, que no es natural al hombre, sino sobrenatural. Así, sin la gracia, apenas puede conservar, mientras se lo permita su biología, la vida humana y ni siquiera ésta llevarla adelante medianamente bien, porque todos sus circuitos están preprogramados para aceptar el don de Dios, no para realizarse en lo puramente humano.

Pues bien eso es lo que se llama el ‘pecado original’ o sea el ‘estado de pecado’ en el cual todo ser humano nace. No un mítico primer pecado de un más mítico aún primer hombre.

Pero Dios no ha creado al hombre dotado de razón y de apetito de querer para angostar sus ambiciones en este mundo, bueno pero imperfecto ‑y, por ello, plagado de males, ya que inacabado‑, sino para finalmente llevarlo a la posibilidad de unirse, en el conocimiento y el amor, con El.

El crecimiento del mundo no termina en la aparición del ‘homo sapiens’ destinado a la muerte –por más que ahora se pronostique que pronto podrá alcanzar los mil años de vida‑ en un universo, por otro lado, que se va apagando poco a poco, sino en ‘el hombre unido a Dios’, en Cristo Jesús.

Ciertamente este hombre nuevo y definitivo no podía aparecer de golpe, como no aparece de golpe el ‘homo sapiens’ sino como fin de una larga cadena evolutiva que lo prepara y antecede. ‘El hombre unido a Dios’ no podía nacer ni en una cultura que no le permitiera comprenderse –de allí la larga preparación histórica de la cultura de Israel y, en paralelo, la cultura griega y romana‑ ni en una familia que no pudiera educarlo rectamente ni de una madre que no le pudiera transmitir la vida divina. Es por eso que, en vistas a Jesucristo y antes que él, aparece una Mujer nueva, un ser humano que, desde el primer momento de su vida, es decir de su concepción, ya viene liberada de pecado por la predestinación a la gracia. No hay un solo instante de su vida que no esté referida a su misión de Madre de Dios y por lo tanto a la gracia del hombre nuevo. Es la única persona humana que nace, que es concebida, a la manera de su Hijo, con la gracia, es decir carente del estado de pecado original.

Eso es lo que hoy celebra la Iglesia. La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, el comienzo de la nueva y definitiva humanidad, el salto en la cadena evolutiva del hombre viejo, precario, destinado a la muerte, motivado aleatoriamente por sus egoísmos, al Hombre nuevo, en este caso a la Mujer nueva, la entregada a Dios y por eso capaz de vivir su Vida y llevar a la humanidad a la perfección.

La inmaculada Concepción es una fecha tan magna como la de la Encarnación, la Anunciación –que es la inmaculada, también, concepción de Jesús. María y Jesús, los dos únicos seres humanos que nacen en estado de gracia plena, sin pecado y por eso con la facultad de alcanzarnos esa gracia santificante, capaz de llevarnos a la vida eterna, a nosotros los que a ellos nos unimos por la fe.

La Inmaculada Concepción no es, pues, solo una fiesta piadosa. Es, en la historia del universo, un acontecimiento infinitamente más importante que la Revolución Francesa, que la aparición del primer ‘homo sapiens’, o de la formación de la primera célula viviente, o de cualquier fecha que el hombre conmemore con bombos y platillos.

Quiera la Santísima Virgen, mujer nueva, Madre natural y legítima de Jesús, madre adoptiva de la nueva raza de los hijos de Dios los hermanos de su hijo, hacernos tomar conciencia de esa nuestra dignidad y nos conduzca a comportarnos como hombres renacidos, como dignos hijos suyos, santos, herederos de vida eterna.

Fuente: Madre Admirable