Dios quiere vivir en nuestro corazón 

Padre Alberto María, fmp

Anotaciones breves a las lecturas de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María 

Gn 3, 9-15. 20; Sal 97,1. 2-3ab. 3c-4; Ef 1, 3-6. 11-12; Lc 1,26-38

Celebramos la Concepción de la Madre de Dios; pero quizás, quizás lo que podemos observar y comprender a través de ese instante privilegiado que el Señor concedió a la que iba a ser la Madre de Dios, quizás podemos también mirar, descubrir y aprender de Ella lo que para nosotros también supone esa llamada, esa elección y ese cuidado de Dios, para que también nosotros -al hilo de la propia Madre de Dios- podamos llevar adelante la vocación a la que Dios nos ha llamado.

Todo este misterio de la Inmaculada Concepción de María es semejante al misterio de la elección que Dios hace de cada uno de nosotros, y también es semejante -hablando en lo humano- a esa llamada que Dios nos hace a la Vida, a la fe y a compartir el misterio y a hacerlo presente en el mundo.
Previniendo la Encarnación del Hijo de Dios, El, Señor, quiso concebir sin pecado a la Madre de Dios. El amor de Joaquín y Ana dio un fruto de manera especial y peculiar. Asi también el amor de Dios por nosotros engendra en nosotros un fruto peculiar: la presencia del Espíritu, la presencia de Dios en lo más profundo de nuestro corazón, también más allá de nuestras propias capacidades.

Si la Madre de Dios fue concebida sin mancha, nosotros hemos sido redimidos por la sangre del Cordero para que Dios pueda estar en nuestro corazón de manera también especial. 
La fiesta de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, por una parte, nos evoca esa elección y, por otra, también nos llama a una respuesta fiel. 
La misma que fue concebida sin mancha preveyendo la encarnación del Hijo de Dios, cuando escuchó las palabras del ángel debió de tener muy clara su respuesta, pues, si bien era nuevo el encuentro con Gabriel y su significado, su corazón pertenecía y era del Señor; y cuando el corazón del hombre pertenece a Dios, el hombre se abre a su acción. Por eso ese don que recibió la Madre del Señor es evidentemente un don muy particular pero que también nosotros -en cierta- manera recibimos al nacer. 
Dios que quiere vivir en nuestro corazón, permitió, buscó y aceptó la muerte de Jesús en la cruz para poder habitar en nuestro corazón. 
Por eso hoy al celebrar la fiesta de la Madre de Dios podemos también celebrar la llamada de Dios a reproducir -en cierta manera- en nosotros esa presencia especial de Dios que el mundo tanto necesita y que nosotros mismos necesitamos. 
¡Qué sería nuestra vida si el Señor no hubiera visitado nuestra casa! ¡Qué sería de nosotros si el Señor no se hubiera acercado hasta nosotros! ¡Dónde iríamos! ¡Cómo viviríamos! Nuestra vida sin su luz sería una oscuridad. 
El Señor también, nos ha dejado «en el mundo pero sin ser del mundo» porque nos ha elegido también a nosotros para ser una luz para los demás, una luz que «no se esconde debajo del celemín», una luz «que alumbra a los de la casa». 
Y esa es la misma luz que le dio a la Madre de Dios.
Un amor que, a semejanza del de Dios, pueda alcanzar ese amor sin medida, un amor a través del cual Dios pueda manifestarse a los hombres y llegar a su corazón, un amor que genere -como hizo en la Madre de Dios- una vida sencilla, simple, sin complicaciones. Un amor que lleve nuestra vida a los inicios de la creación y nos enseñe a vivir como vivía el primer hombre allá en el Paraíso, que nos devuelva la simplicidad y originalidad del comienzo. 
El Señor nos ha elegido y también nos ha preparado por la Redención para que podamos albergar en nosotros al Hijo de Dios, para que podamos albergar en nosotros el Espíritu del Dios vivo, para que podamos albergar en nosotros a Aquél que nos da la vida.

A la Madre del Señor la preparó antes de los tiempos. Ya en el relato del primer pecado, ya se hablaba de la «enemistad entre ti y la Mujer» entre tu descendencia y la suya. Nosotros, también desde el día del pecado, el Señor pensó -valga la expresión- en el Misterio de la Redención. 
A Ella la preservó del pecado, a nosotros nos perdona el pecado. A Ella la guardó de todo mal, a nosotros nos cuida para que no caigamos en el mal y nos conduce por el camino de paz, por el camino de luz. 
Pero el mismo Dios -que quiso habitar, guardar, proteger, preparar a la que iba a ser su Madre- nos prepara también, nos cuida y nos dispone a nosotros para el encuentro definitivo con Dios. Pero no sólo para el encuentro definitivo en el Reino eterno, sino el encuentro definitivo que cada día el Señor busca y espera y aguarda tener con nosotros. Porque cada encuentro con el Señor es un encuentro definitivo. No porque el tiempo se detenga sino porque es un encuentro tan particular, tan especial que el hombre nunca puede olvidarlo.
Por eso en el día que celebramos a la Madre de Dios celebremos también en Ella todo aquello que Dios desde Ella ha preparado para nosotros. Celebremos, pues, en esta fiesta de la Madre de Dios todas aquellas gracias que el Señor ha hecho posibles en nuestra vida por la intervención de María. 
Seamos capaces de entender en la manera en que Ella misma vivió y caminó tras de Jesús. Seamos capaces de entender también la llamada que Dios nos hace a ese seguimiento de Jesús. Ella nos muestra el camino, nos muestra a Jesús como camino. Sigamos pues, también nosotros la enseñanza de la Madre para poder llegar donde está Ella. Acerquémonos celebrando este día porque en él está, diríamos, el primer paso de nuestra salvación. El día en que el Señor preservó de todo pecado a la Madre de Dios se inicia el periplo, la última etapa de la Redención. 
Por ello demos gracias a Dios porque su Madre nos ha abierto el camino, nos muestra la dirección y nos enseña a abrir los brazos para acoger el don de Dios. 
Demos gracias a Dios porque en su Madre nos enseña la virtud del silencio, de ese saber estar callado ante Dios, acogiendo y guardando en el corazón hasta los más mínimos detalles. Demos gracias a Dios, también, porque en Ella nos muestra la sencillez más preclara y nos deja entrever cómo sería nuestra vida si no complicáramos tanto las cosas. Demos gracias a Dios porque María nos enseña esa docilidad de corazón que tanto necesitamos y esa mirada constantemente puesta en el Señor. Demos gracias a Dios porque El nos concede estar ahora celebrando esta Eucaristía, unidos a El, acogedores de Dios por su Madre, y dispuestos también a vivir con El en cada instante.
También hoy resulta un privilegio poder ver, escuchar la voz del Señor y no estar, quizás, también, como están muchos hombres, mareados por la vida social por los gritos de poder y anhelos de ansias desenfrenadas.
Si María fue privilegiada con su elección, también nosotros, en cierto sentido, hemos sido privilegiados con la nuestra y con el poder ver lo que muchos quisieran ver y no ven. Y con ese poder estar con el Señor, en el que muchos quisieran poder estar, pero, quizás, todavía no lo saben, no se han dado cuenta. En un mundo que trata de olvidar a Dios sigue siendo un privilegio poder acordarnos de El.

Y si privilegiada fue la Madre de Dios por todo lo que iba a ser, privilegiados también somos nosotros por todo lo que Dios nos ha dado a conocer y a vivir.