La Inmaculada Concepción, Ciclo A

Fray Hermelindo Fernández Rodríguez, O.P. 

Pautas para la homilía 
Dos ideas y unas sugerencias, entresacadas de las tres Lecturas litúrgicas, que, al condensar el misterio de la Inmaculada, nos sirven de norma y ejemplo de una reflexión personal y comunitaria de la fiesta mariana que celebramos. 

La maculada y la inmaculada concepción 

El así llamado "protoevangelio" del libro del Génesis nos ha hablado del origen del mal y del pecado, porque en el principio no era el pecado sino sólo la gracia: "Vio Dios que todo era bueno". El mal y el pecado vinieron después, y no precisamente de Dios, de quien sólo puede provenir el bien, ni de otros dioses malos como creían otros pueblos. El mal y el pecado sólo pueden venir del hombre, sólo pueden estar en el hombre. 

El pecado, por otra parte, al margen de su descripción "gastronómica", consistió, como casi siempre, en una ambición desmesurada, en un deseo por parte del hombre de salirse del marco que le corresponde, de un deseo de excesiva autonomía, de un querer ser como Dios. Y este pecado no fue exclusivo de un tal Adán y una tal Eva, sino también de todos los en ellos representados, o sea, de todos. De todos, menos de una mujer totalmente excepcional, ya que, por humana, tenía que contraerlo, pero por escogida, fue redimida por Dios en forma anticipada. 

Por contraste, la Inmaculada evoca en nosotros la maculada concepción, la pecaminosa concepción, en la que todos los demás nacemos. Lo sabemos por revelación y lo sufrimos por experiencia. Pero hoy sólo pensamos en alguien de nuestra raza que es totalmente limpia, purísima, inmaculada. 

Mensaje doctrinal 

Nosotros nos libramos del pecado "primero" mediante el bautismo; María fue preservada de ese pecado por la gracia de Dios. Así, en uno y otro caso, Dios, por medio de su Hijo, es el único salvador de todos, de María, haciéndola inmaculada, y de nosotros, purificándonos por el bautismo. En nada beneficiaríamos a María si, por exaltarla, la separáramos del único salvador y redentor del mundo que, en su muerte y resurrección, nos reconcilia a todos con su Padre, Dios, incluida, de forma eminente, su misma madre. 

En la Inmaculada celebramos la misma redención de Cristo aplicada de forma anticipada a su madre, que, al mismo tiempo, la llena de gracia convirtiéndola en la criatura más perfecta en orden a su maternidad divina. Todo fue obra de Dios, sin mérito alguno de la criatura. Pero, al contemplar y celebrar esta obra de Dios, la liturgia, normalmente moderada en sus expresiones, se explaya libremente cantando la grandeza de María: "mujer vestida del sol, la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas" (Apoc 12, 1); "Mi alma se alegra con mi Dios porque me ha puesto un traje de alegría, me ha vestido con túnica de victoria" (Is 61, 10); "Toda hermosa eres, amada mía, hermosa sin mancha" (Cant 4, 7); "Llena de gracia" (Lc 1, 28). 

Posibles sugerencias pastorales 

La persona de María, en su misterio de la Inmaculada Concepción, representa la realización y el símbolo de la humanidad querida por Dios, de la humanidad verdadera, de la humanidad buena, tal como Dios la quiso y la creó, tal como Jesús la comenzó y tal como la sigue mostrando la Iglesia. 

La persona de María, hoy inmaculada, nos lleva a pensar en la belleza, en la belleza sin mezcla alguna de corrupción o suciedad. Estamos acostumbrados a encontrar sombras en todas partes, hasta en la luz; valles en todas las montañas; impurezas en todas las fuentes. Por eso, por una vez al menos, nos centramos en la belleza en sí misma, con la esperanza de que, al hacerlo, algo se nos quede entre las manos. 

Y siempre, al final, la imitación. Está bien la admiración, el éxtasis y la alegría. Pero, fruto de una sana emulación, surge en nosotros un deseo de parecernos a nuestra madre en aquello que nos es dado. El ejemplo lo tenemos en ella misma. En cuanto oyó las palabras y propuestas del ángel y aceptó la voluntad de Dios, se declaró la sierva, la esclava del Señor y se puso en camino de forma inmediata para ayudar a su prima Isabel. Inmaculada servicialidad, inmaculada disponibilidad, inmaculada actitud de estar y ponerse en las manos de Dios para que él disponga a su antojo de su sierva. 

Y, por último, que quede el eco del Arcángel, la voz del Concilio de Éfeso y de la Iglesia, para proclamar hoy bienaventurada a María y se siga cumpliendo lo profetizado por ella: 

"Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo" 
"Santa María, madre de Dios" 
"Ruega por nosotros... ahora, y en la hora de nuestra muerte"