La Inmaculada y la Iglesia

Seminario Mayor Pontificio de Santiago. Chile

 

Se ha cumplido este año el aniversario nº 150 de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María, por el papa Pío IX. La diócesis de Santiago ya había celebrado el anuncio del dogma mariano cuando se cumplieron cincuenta años de dicha proclamación. En aquella oportunidad, con la activa gestión del presbítero don José Alejo Infante y del notable oficio del arquitecto francés radicado en Chile, don Eugenio Joannon Crozier, se instaló en la cumbre del cerro San Cristóbal la imagen de la Inmaculada. Desde aquél momento la imagen se ha convertido en un icono inseparable del paisaje santiaguino. Ella nos identifica como ciudad. Pero más todavía, la imagen nos recuerda cada día que hay una relación muy estrecha entre María Inmaculada y los ciudadanos que quizá sin siquiera advertirla, la ven y se dejan ver por ella. 
La Inmaculada es memoria de lo que la Iglesia y toda la humanidad está llamada a ser. De un modo que solo Dios podía imaginar y crear, Ella nos viene a señalar como logrado lo que la Iglesia peregrina –semper reformanda, como decía el Concilio– debe conquistar día a día en sus hijos, cooperando con su libertad a la gracia de la perfección que Dios, fuente de verdad y de vida, no va a negar jamás a nadie. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2 Tim 5, 6). 
Para algunos, pareciera que hoy se agudizara la distancia que puede mediar entre la vocación de la Iglesia (realizada admirablemente en la figura de la Inmaculada) y la situación –a veces oscura y penosa– que el pecado ha podido plasmar en algunos miembros de ella. ¡Cuánta distancia entre la santidad de María y nuestra imperfección! Es verdad. Pero no nos equivoquemos. Atrayendo a nosotros la experiencia de san Pablo podemos decir que “la gracia de Dios se manifiesta más fuerte en nuestra debilidad” (cf. 2 Cor 12, 9). Y así Dios puede sacar un bien infinito de un mal que puede parecer también muy grande. ¿O no lo hizo así cuando asumió la naturaleza humana y se hizo hombre como nosotros? Y al hacerlo, ¿no transformó nuestra naturaleza de pecadora en justa, de mortal en eterna, de humana en divina? En estos tiempos debe resonar con más fuerza en nuestra vivencia de Iglesia lo que enseñaron los Padres: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”. La Iglesia no es santa por el barro de la que está hecha, sino por el tesoro que lleva consigo, que al decir de san Ireneo, no solo se mantiene joven sino que rejuvenece (= embellece) al mismo vaso que lo contiene. Y todo esto por misericordia. Misericordia de la que María es madre. 
Tenemos derecho a esperar algo grande. Por eso, la opción de la Iglesia –hoy más que nunca– es volver la mirada hacia María y esperar de su intercesión la gracia que Dios nos quiere dispensar. Digamos con este terceto de Dante: 
“Mujer, eres tan grande y vales tanto, 
que quien desea gracia y no te ruega 
quiere su desear volar sin alas”.