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Elegidos para ser santos e inmaculados
Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap
Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Génesis
3, 9-15.20; Efesios
1,3-6.11-12; Lucas
1,
26-38
Para que la solemnidad de la Inmaculada Concepción no se quede en mera
celebración de los «privilegios» de María, sino que nos toque y nos
implique profundamente, debemos comprenderla a la luz de las palabras de
Pablo en la segunda lectura: «Dios Padre nos ha elegido en Jesucristo
antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor». Todos, por lo tanto, estamos llamados a ser
santos e inmaculados; es nuestro verdadero destino; es el proyecto de
Dios sobre nosotros. Poco más adelante, en la misma Carta a los Efesios,
Pablo contempla este plan de Dios refiriéndolo no ya a los hombres
singularmente considerados, cada uno por su cuenta, sino a la Iglesia
Universal esposa de Cristo: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella, para santificarla, purificarla mediante el bautismo y la
palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga
mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa en inmaculada» (Ef
5, 25-27).
Una humanidad de santos e inmaculados: he aquí el gran proyecto de Dios
al crear la Iglesia. Una humanidad que pueda, por fin, comparecer ante
Él, que ya no tenga que huir de su presencia, con el rostro lleno de
vergüenza como Adán y Eva tras el pecado. Una humanidad, sobre todo, que
Él pueda amar y estrechar en comunión consigo, mediante Su Hijo, en el
Espíritu Santo.
¿Que representa, en este proyecto universal de Dios, la Inmaculada
Concepción de María que celebramos? La liturgia responde a esta pregunta
en el prefacio de la Misa del día, cuando dirigiéndose a Dios canta: En
Ella has señalado el «comienzo de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de
juventud y de limpia hermosura... Entre todos los hombres es abogada de
gracia y ejemplo de santidad». He aquí, entonces, lo que celebramos en
esta solemnidad en María: el inicio de la Iglesia, la primera
realización del proyecto de Dios, en la que existe como la promesa y la
garantía de que todo el plan irá hacia su cumplimiento: «¡Nada es
imposible para Dios!». María es la prueba de ello. En Ella brilla ya
todo el esplendor futuro de la Iglesia, como en una gota de rocío, en
una mañana serena, se refleja la bóveda azul del cielo. También y sobre
todo por esto María es llamada «madre de la Iglesia».
María no se presenta, en cambio, sólo como aquella que está
detrás
de nosotros, al comienzo de la Iglesia, sino también como quien está
ante
nosotros «como modelo de santidad para el pueblo de Dios». Nosotros no
hemos nacido inmaculados como, por singular privilegio de Dios, nació
Ella; es más, el mal anida en nosotros en todas las fibras y en todas
las formas. Estamos llenos de «arrugas» que hay que estirar y de
«manchas» que hay que lavar. Es en esta labor de purificación y de
recuperación de la imagen de Dios en la que María está ante nosotros
como poderosa llamada.
La liturgia habla de Ella como de un «modelo de santidad». La imagen es
justa, a condición de que superemos las analogías humanas. La Virgen no
es como las modelos humanas que posan, inmóviles, para dejarse pintar
por el artista. Ella es un modelo que obra con nosotros y dentro de
nosotros, que nos lleva la mano al representar las líneas del modelo por
excelencia, suyo y nuestro, que es Jesucristo, para hacernos «conformes
a su imagen» (Rm 8, 29). Es de hecho «abogada de gracia» antes aún que
modelo de santidad. La devoción a María, cuando es iluminada y eclesial,
en verdad no desvía a los creyentes del único Mediador, sino que les
lleva hacia Él. Quien ha tenido la experiencia auténtica de la presencia
de María en la propia vida sabe que ésta se determina por entero en una
experiencia de Evangelio y en un conocimiento más profundo de Cristo.
Ella está idealmente ante todo el pueblo cristiano repitiendo siempre lo
que dijo en Caná: «Haced lo que Él os diga».
Traducción del italiano realizada por
Zenit
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