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Sin pecado concebida
Eleuterio Fernández Guzmán
Cuando se habla, cuando hablamos los cristianos
católicos, del misterio sagrado de la Inmaculada Concepción de María
ponemos, eso es pensable así, un obstáculo entre los que creemos en tan
maravilloso hecho y aquellos que, desde otros puntos de vista, no
alcanzan a comprender esta manifestación de la voluntad de Dios.
Sin embargo, a pesar de las posibles
incomprensiones que puedan darse sobre esta peculiar verdad, no es menos
cierto, no es menos verdad, que se ha de mantener la misma por encima de
toda duda. No porque el ser dogma haga imposible la crítica ni la
reconvención sino porque es lo que se corresponde con el correlato de la
historia del hombre; porque, por decirlo así, es como tenía que ser.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se recoge
algo que, a fuerza de meditarlo, nos informa de algo esencial en la
historia del género humano y en el de su futura salvación. Esto es que
“María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra
maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los
tiempos” (CEC, 721)
No era, por lo tanto, una mujer más la que iba a nacer sino que,
evidentemente, había sido elegida por Dios para cumplir, para llevar a
cabo, una misión para cual estaría preparada desde el mismo momento en
que Joaquín y Ana, sus padres, la engendraron. No cabía, por lo tanto,
ningún tipo de mancha en aquella persona que, en su humildad y espíritu
piadoso, iba a dar la razón, una vez más, a Dios de su misma obra.
Por eso, desde los tiempos en los que se considera a María no sólo madre
de Jesús, del Maestro, del Emmanuel, sino como dotada de unas gracias y
dones de tal especialidad que hacían, de ella, una Madre modelo de
Madre, no cupo duda alguna de que su naturaleza, su forma de venir al
mundo; es más, su inicio mismo como ser humano, tuvo que estar afectado,
por así decirlo, por la mano misericordiosa y sabia de Dios.
Fue en 1854 cuando Pío IX, mediante la Bula “Inneffabilis Deus” (ID)
estableció, el 8 de diciembre de aquel año, como dogma, la denominada
Inmaculada Concepción de María. Con eso no impuso nada, ni estableció
una obligación para que los creyentes asintieran sin más. Aquel
Pontífice, mediado el siglo XIX, lo que hizo fue fijar, en una Bula, lo
que desde hacía muchos siglos ya se tenía bastante claro por parte de
los creyentes, de la jerarquía y por todo aquel que tuviera conocimiento
de la realidad de la Madre de Dios. Lo que hizo, pues, fue definir lo
que ya era reconocido por la Iglesia desde sus primeros tiempos.
Como bien dice Pio XII, en su Carta Encíclica Fulgens Corona “En la
citada carta apostólica, pues, en la que el mismo predecesor nuestro
estableció que este artículo de la doctrina cristiana debe ser mantenido
firme y fielmente por todos los creyentes, no hizo sino recoger con
diligencia y sancionar con su autoridad la voz de los Santos Padres y de
toda la Iglesia, que siempre se había dejado oír desde los tiempos
antiguos hasta nuestros días” (FC, 6)
Ya Alejandro VII (elegido Papa 1655 y fallecido el 22 de mayo de 1667)
en la Constitución Apostólica Sollicitudo Omnium Ecclesiarum, de 8 de
diciembre de 1661 había dicho que “Antigua es la piedad de los fieles
cristianos para con la Santísima Virgen María, que sienten en su alma,
que en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue
preservada inmune de la mancha del pecado original, por singular gracia
y privilegio de Dios, en atención a los méritos de su Hijo Jesucristo,
Redentor del género humano, y que, en este sentido, veneran y celebran
con solemne ceremonia la fiesta de su concepción; y ya crecido su
número, y después que Sixto IV, de feliz recordación, publicara sus
Constituciones Apostólicas , renovadas y mandadas observar por el
Concilio de Trento, en que recomienda este culto, éste aumentó”.
Por eso, y volviendo al principio mismo de los tiempos humanos, si por
una mujer, según la Tradición y lo escrito en el Génesis, entró el
pecado en el mundo y, aunque esto no quiera decir, en sí, nada en contra
de esta parte de la creación de Dios, sí sirve de causa de explicación
del papel de María, de lo que con el paso de los siglos sería la
aceptación, por parte de esta joven de Nazaret, de la proposición que le
haría Gabriel, el ángel del Señor.
Sobre esto, dice Pio IX que “Eva, miserablemente
complaciente con la serpiente, cayó de la original inocencia y se
convirtió en su esclava; mas la santísima Virgen aumentando de continuo
el don original, sin prestar jamás atención a la serpiente, arruinó
hasta los cimientos su poderosa fuerza con la virtud recibida de lo
alto” (ID, 13). Y ese “don original” no puede ser otro que el de la
Inmaculada Concepción pues es de pensar que Eva también lo tuviera, el
ser preservada del pecado original al ser creada por Dios (y esto es
obvio porque le pecado aún no había entrado en el mundo), pero que hizo
un uso, digamos, inadecuado del mismo, de ahí de lo “original
inocencia”.
Era necesario, para que la encarnación tuviera lugar de forma
indubitada, para que fuera lo que, exactamente, Dios quería que fuera,
que la persona elegida para ser Madre de Dios (y Madre nuestra, por
tanto) fuera, en todos los aspectos, perfecta; Inmaculada, al fin y al
cabo. De aquí que el Catecismo de la Iglesia Católica diga que “Ella fue
concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las
criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente” (CEC,
722), porque el mismo Pio IX ya había dejado escrito en la Bula citada
que “Y, por cierto era convenientísimo que brillase siempre adornada de
los resplandores de la perfectísima santidad” (ID, 1).
Por tanto, ahora que, como cada año desde hace tanto tiempo, celebramos
(y siempre tuvimos y tenemos presente los católicos) ese regalo de Dios
a María y, a través de ella, a toda la humanidad en su santa persona, no
dudemos en aclamar, a los vientos del mundo, que su singular privilegio
es amado, sentido, aceptado por sus hijos, hermanos, además, de Cristo,
hijo suyo.
Fuente: infodecom.com
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