La maternidad divina de María.

Padre Antonio Orozco

 

Madre de Dios y Madre nuestra

Un día, allá en el Oriente, los fieles comenzaron a habituarse a pronunciar su nombre: Theotókos, que significaba «aquella que había engendrado a Dios» (Deípara, Madre de Dios). El apelativo, inmediatamente convertido en sustantivo, era a la vez atrayente e inquietante. Y, aún hoy, muchos teólogos ajenos a la ortodoxia católica se muestran reticentes ante lo que ese título quiere significar.

Nestorio, monje elevado a la sede patriarcal de Constantinopla, en el año 428, comenzó a desasogarse cuando en Santa Sofía oyó al pueblo aclamar a la Virgen María como Theotókos. No temía, por cierto, un reverdecer sospechoso de las antiguas y ya desechadas teogonías paganas, en las cuales ciertas mujeres ilustres se convertían en «diosas» y «madres de dioses» por medio de ritos mágicos y de sagradas uniones. No había nada de eso en el ambiente cristiano, y Nestorio no se inquietaba por esas imaginaciones pintorescas de las fábulas paganas. Sus escritos obedecen a unos planteamientos más profundos. El título Theotókos hería en el corazón de su cristología, en la que el Cristo era un sujeto humano unido pero distinto al Verbo. Nestorio no entendía que la Segunda Persona Divina pudiese asumir una naturaleza humana sin resultar, de la unión, dos sujetos (o personas) distintos, de los que uno sería propiamente divino y otro humano distinto al divino, el de Jesús de Nazaret.

En rigor, Nestorio dividía a Cristo, considerándole un hombre --extraordinario, eso sí--, unidísimo a la Divinidad, pero no verdadero Dios. Llamad si queréis --concedía el Patriarca-- a María, Cristotókos, Madre del Cristo; pero, en manera alguna, Theotókos. A primera vista, la razón y la prudencia parecían estar a su lado: ¿cómo una mujer, pura criatura corporal, podía ser madre del Dios eterno e Intemporal, que era el Verbo, proclamado «consubstancial» con el Padre por el sagrado Concilio de Nicea (en el año 325)? Sin embargo, el pueblo de Constantinopla, aunque entendía poco de elucubraciones teológicas, respondía diciendo que, si María había engendrado y dado a luz virginalmente al Verbo hecho hombre, que era Dios como el Padre y el Espíritu Santo, podía y debía ser llamada «Madre de Dios», Theotókos. El escándalo llegó hasta Alejandría y Roma. El Papa Celestino y san Cirilo confirman la doctrina de fe profesada y vivida por el pueblo fiel. Y, al dirimir la cuestión definitivamente, se convoca el Concilio de Éfeso (a. 431).


Hacia la inteligibilidad del misterio


Pero antes de adentrarnos en las definiciones del Magisterio sobre el misterio de Cristo y de la Maternidad divina, es conveniente que nos acerquemos a su inteligibilidad, esclareciendo dos conceptos que hemos de utilizar necesariamente para comprender tanto la unidad de Cristo, como la maternidad divina de María: se trata de los conceptos de «naturaleza» y de «persona».

Que María sea Madre de Dios implica otro misterio elevadísimo, quizá el de más difícil comprensión para los hombres: el de la Encarnación del Verbo, por la cual, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad --el Verbo de Dios--, asumió una naturaleza humana formada en el seno de María Virgen, de manera que el hombre así concebido es hombre verdadero, pues verdaderamente humana es la naturaleza creada que asumió y posee, sin dejar por ello de ser Dios. Aunque no sea comprensible o abarcable por la humana razón, este misterio es inteligible, pues no se opone a la luz de nuestro intelecto, aunque la supere infinitamente.


Naturaleza y persona


Después de las controversias de los primeros siglos sobre el ser de Cristo, para expresar el misterio del Dios-Hombre, la Iglesia se ha servido de las palabras que traducimos al castellano por «naturaleza» y «persona». No son términos sinónimos: designan principios realmente distintos, aunque de hecho no haya naturaleza humana sin que esté dotada de «personeidad», ni persona (humana) que no posea una naturaleza (humana). Nuestra lengua refleja muy certeramente esa distinción, confirmando que no se trata de una sutileza fabricada artificiosamente para explicar algo esotérico o inextricable. En efecto: no es lo mismo preguntar con la «qué» que con la palabra «quién».

--Tú, ¿qué eres?

La respuesta puede ser:

--Yo soy hombre. Es decir, soy un individuo de la especie humana; tengo una naturaleza humana, soy humano.

Y ahora una pregunta distinta:

--Tú, ¿quién eres?

Una respuesta justa sería:

--Yo soy Pedro. Es decir, en rigor «yo» no soy ante todo un «qué», soy un «quién»; no soy «algo», soy «alguien». Más bien «tengo» una «naturaleza» y «soy» una «persona».

Las consideraciones metafísicas pertinentes, podrían complicar mucho nuestro discurso, pero es fácil entender que no es lo mismo un «qué» que un «quién», no es lo mismo lo que llamamos «naturaleza», que lo que llamamos «persona». Esta distinción es absolutamente necesaria para entender que no es absurdo ni imposible que una naturaleza humana pueda pertenecer a una persona no humana.

La persona es el sujeto necesario de cualquier naturaleza humana individual. No es pensable lo contrario. Pero sí es pensable, en cuanto nos lo sugiere la Revelación, que Dios pueda crear una naturaleza humana de tal modo que el «yo» de esa naturaleza, es decir, el sujeto que la tiene y sostiene, sea un «Yo» divino, es decir, una de las Personas de la Santísima Trinidad. Es éste un misterio verdaderamente inabarcable. No hubiéramos podido imaginar que Dios --el Dios único, creador y trascendente-- pudiera hacer y querer una cosa así; pero una vez sabido, no repugna a la razón. Repugnaría si naturaleza y persona fueran términos sinónimos. Contradictorio sería que una naturaleza humana fuera a la vez divina o viceversa. Pero no lo es que una Persona divina, sin dejar de ser Dios, es decir, sin dejar de poseer la naturaleza divina, venga a tomar posesión de una naturaleza humana hasta el punto de que Él mismo se haga Sujeto de esa humanidad.

La fe católica enseña que Dios, a la vez que formó una naturaleza humana en el seno inmaculado de María, se hizo Sujeto del hombre concebido en María por obra del Espíritu Santo. De manera que, desde el instante en que la Virgen dijo «fiat», el Verbo pudo decir: «este hombre soy Yo». Jesús, engendrado por obra del Espíritu Santo, es verdadero hombre porque tiene una naturaleza real y perfectamente humana. Y es verdadero Dios, porque la persona que sustenta esa naturaleza no es otra cosa que la del Verbo. El Verbo --Dios eterno--, misteriosamente, viene a ser hombre: uno de nuestra misma especie, alguien con una naturaleza igual a la nuestra (salvo el pecado), pero con una singularidad irrepetible: ese hombre es el Verbo. El «yo» de ese hombre, Jesús, es el «Yo» del Verbo.

La persona no es el cuerpo, ni el alma; ni el cuerpo y el alma unidos. Cuerpo y alma componen la naturaleza humana, hacen a un hombre perfecto y completo. Pero decir persona es decir más que hombre perfecto: es decir sujeto irreductible, independiente, autónomo respecto a cualquier otro; del que predicamos la generación, la concepción, el nacimiento, la filiación. En este sentido, el «sujeto» de Jesús, o, más exactamente, el «sujeto» llamado Jesús, hijo de María, es verdaderamente el Verbo.

En Cristo, pues, no hay persona humana, lo que no obsta para que su naturaleza humana sea perfecta: tiene todas las perfecciones que tiene o puede tener cualquier naturaleza humana. También está sometida, actualizada, vivificada, por una persona, con la particularidad de que ésta es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. María concibió, por obra del Espíritu Santo a un verdadero hombre que era, desde el primer instante de su existencia, verdadero Dios.

Que María es Madre del hombre Jesús, no tiene duda, por la sencilla y contundente razón de que le da todo lo que una madre da a su hijo. Pero es preciso añadir enseguida: el «quién» de Jesús es el de la Segunda Persona de la Trinidad. Ahora bien, las verdaderas madres lo son del hijo completo, es decir, de la naturaleza y de la persona. Es lógico, porque persona y naturaleza son realidades distintas, pero no separables. De ahí que justa y verdaderamente se llame a María Madre de Dios, por haber concebido la naturaleza humana de Jesús, cuya persona es divina. Volvamos a decir: María da a Jesús --es decir, a Dios Hijo-- todo lo que una madre da a su hijo. Ella es, pues, sin lugar a dudas y en un sentido propio Madre de Dios Hijo.

Esta explicación encaja perfectamente con la formulación católica del dogma, definido por la Iglesia en el Concilio de Éfeso (año 431) frente a los errores de Nestorio: «la Santa Virgen es Madre de Dios, pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne»(1). El Concilio de Calcedonia enseñó que Cristo fue «engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad»(2). Y añade que no puede llamarse a «la Virgen María Madre de Dios en sentido figurado»(3), hay que afirmarlo en sentido propio.

A lo largo de la Historia de la Iglesia, el Magisterio, sin cesar, ha ido saliendo al paso de los distintos errores acerca del misterio de la Maternidad divina, afirmando, entre otras cosas, que Jesucristo:

--Es «el Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado»(4).

--«Ni tomó un cuerpo celeste que pasó por el seno de la Virgen a la manera que el agua transcurre por un acueducto»(5), como epnsaban los gnósticos.

--«De la Virgen nació su cuerpo sagrado (el de Cristo), dotado de alma racional, al cual se unió hipostáticamente el Verbo de Dios»(6).

El último Concilio Ecuménico Vaticano II, haciéndose eco de la constante enseñanza de la Iglesia, afirma en la Introducción al capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium que «efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del Ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor»(7). El Papa Juan Pablo II no se cansa de recordar este gran misterio, para gozo y fortaleza de todos los fieles(8).


La Maternidad divina de María en la Sagrada Escritura


Aunque no con la claridad del Nuevo Testamento, en el Antiguo, no faltan veladas alusiones al misterio que estamos estudiando(9). Comenzando por Eva, a pesar de su desobediencia, porque de su linaje saldrá una vencedora del Maligno y verdadera «madre de los vivientes»(10). Sara, en edad avanzada, concebirá un hijo(11) y se le dirá, como a María, que «nada es imposible para Dios»(12). María concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre es Emmanuel [Dios con nosotros](13). Judit será «bendita entre las mujeres»(14). Y preanuncios (tipos) claros de María son también Débora, Rut, Ester y muchas otras. También aparece en el Antiguo Testamento una figura llamada gebirah, o madre del rey, reina madre, con dignidad y poderes ante el mismo rey. Por ejemplo, Salomón se postra delante de su madre Betsabé y la sienta en su trono(15). Veremos a María coronada por la Trinidad como Reina y Señora de todo lo creado. Finalmente, varios profetas hablan simbólicamente de una «Hija de Sión» que representa el misterio del pueblo de Israel en los tres aspectos de Esposa, Madre y Virgen, que se realizarán plenamente en el misterio de María.

En el Nuevo Testamento la maternidad divina de María se afirma implícitamente, siempre que habla de Ella como «Madre de Jesús», el cual declaró sin lugar a dudas que es Dios, cosa que entendieron muy bien sus enemigos, los cuales en ello vieron blasfemia y encontraron pretexto para llevarle a la cruz(16). El texto más primitivo es Gálatas 4,4-5, donde el Apóstol menciona a María sin nombrarla. Dice de Jesús que fue «nacido de mujer»(17). Marcos llama a Jesús «hijo de María» e «Hijo de Dios»(18). En Mateo y Lucas la palabra Madre se emplea tanto en el relato de la Concepción como en el del Nacimiento(19); al anunciar a María, el Ángel le dice: «concebirás y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús»(20).

El Nuevo Testamento enseña también explícitamente el misterio:

El ángel dice a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado hijo de Dios»(21). El hijo de María se llamará «Emmanuel... Dios con nosotros»(22). A José, el Ángel le anuncia que Jesús «salvará a su pueblo» (1,21c), expresión que en el AT se reserva a Dios. Y que lo salvará «de sus pecados» (1,21d), poder que se atribuye sólo a Dios(23). Ilustrada por el Espíritu Santo, Isabel saluda a María, «¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?»(24). Los judíos llamaban a Dios «su Señor». Y por el contexto, tanto el próximo como el remoto, hay que entender aquí el título de «Señor» en sentido trascendente, divino.

Los Santos Padres muy cercanos a la enseñanza de los Apóstoles, como san Ignacio de Antioquía (107), hablan de la maternidad de María. Cabe destacar a san Justino (165), san Ireneo (202), Tertuliano (220/230), san Hipólito (235). Orígenes es el primero que nos da noticia de la feliz fórmula «Theotókos» (= Madre de Dios), que encontramos luego en autores tan importantes como san Atanasio, san Dídimo, san Gregorio de Nisa, san Cirilo de Jerusalén, san Epifanio de Salamina, san Juan Damasceno. El término latino equivalente se encuentra en san Ambrosio de Milán, san Jerónimo y otros.


Dignidad de la Madre de Dios


«Por el hecho de ser Madre de Dios, afirma santo Tomás de Aquino, tiene una dignidad en cierto modo infinita, a causa del bien infinito que es Dios. Y en esta línea no puede imaginarse cosa mayor que Dios»(25). Ella es la única que junto con Dios Padre puede decir al Hijo de Dios: Tú eres mi Hijo(26). En la misma línea, dice Cayetano: «María, al concebir, dar a luz y alimentar con su leche al Dios humanizado, llegó a los confines de la divinidad con su operación propia y natural»(27).

Es cierto que hay un riesgo de exceso verbal en la proclamación de la excelsa dignidad de María. El Concilio Vaticano II «exhorta con empeño a los teólogos y a los predicadores de la palabra divina a que, al considerar la dignidad singular de la Madre de Dios, se abstengan cuidadosamente, tanto de toda falsa exageración, como de una excesiva estrechez de espiritu»(28).

Exageración sería considerar a la Virgen revestida de una dignidad divina sin conexión con Aquél a quien Ella sabe que debe todo cuanto es y puede: su Hijo. La maternidad divina es evidentemente un don sobrenatural del todo gratuito. María se sabe «esclava del Señor», conoce que su dignidad se debe enteramente a su Creador y Redentor. Pero no podrá considerarse nunca justamente como exageración lo que el Magisterio mismo y la Liturgia de la Iglesia (lex orandi, lex credendi) afirman de Ella: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo. Para orientarse, bastaría leer el capítulo VIII de Lumen gentium, o cualquiera de los documentos Marianos pontificios: por ejemplo, la Exhortación Apostólica Marialis cultus. Así, «la liturgia no duda en llamarla "madre de su Progenitor" y saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de san Bernardo: "hija de su Hijo"»(29). El resumen puede ser: «más que Ella sólo Dios»(30).


Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo


Juan Pablo II ha insistido en esta fórmula --Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo-- que pone de manfiesto de un golpe de vista la dignidad exclesa de María(31). María es de un modo eminente hija de Dios Padre. Es la única criatura que puede decir con Dios Padre a Dios Hijo: «¡Hijo mío!».

María es esposa del Espíritu Santo, no por cierto en el mismo sentido en que una mujer es esposa de un varón, pero sí en el sentido de que es el Espíritu Santo quien la llena de gracia, la introduce en la intimidad de la vida intratrinitaria y después «plasma en su seno virginal, la naturaleza humana de Cristo»(32). Aunque este título fue discutido con ocasión del Concilio Vaticano II, que concluyó sin usarlo, sin embargo, lo ha hecho posteriormente Pablo VI y Juan Pablo II(33).


Sede de todas las gracias


Predestinada a ser Madre de Dios, María había de ser también predestinada a ser digna Madre de Dios(34). Era necesario, según la lógica divina, que en el corazón de María hubiese un afecto que aventajase todo lo natural, que alcanzase hasta el supremo grado de Gracia, a fin de que tuviese para su Hijo los sentimientos propios de una Madre de Dios para un Hijo-Dios.

Del misterio de la plenitud de Gracia en María se han señalado, entre otros, tres aspectos:


a) La total ausencia de pecado y la perfección de todas las virtudes en el alma de María(35).


b) Lo que santo Tomás llama refluentia o redundancia de la gracia del alma sobre la materialidad del cuerpo de María, que se encontró siempre de algún modo --muy misterioso para nosotros-- «introducida» en la vida íntima de la Trinidad.


c) Como consecuencia de lo anterior, María es, en cierto modo, fuente de Gracia para los hombres (en unión, subordinada, por participación, de Cristo)(36).

 

Notas

1. DS, 252.

2. DS, 301.

3. DS, 427.

4. CEC, 470. Cfr GS, 22,2; Concilio de Éfeso, Carta II de San Cirilo a Nestorio, año 431; Concilio de Calcedonia, año 451; Concilio II de Constantinopla can. 6, n. 53.

5. Concilio Florentino, Bula Cantate Domino, 4-II-1442.

6. Concilio de Éfeso, Carta II de San Cirilo a Nestorio, año 431.

7. LG, cap. VIII, n. 53.

8. Cfr RM, n. 4.

9. Cfr CEC, 489.

10. Gen 3,15. Analizaremos más adelante este texto.

11. Cfr Gen 18,10-14; 21,1-2.

12. Gen 18,14 y Lc 1,37.

13. LG, 55

14. Judit 13,18-19 y Lc 1,42.

15. Cfr 1 Reg 2,12-20. En Mt 1,22-23; 2,11; Lc 1,32b-33; 1,43, se percibe el eco de esta figura.

16. Cfr Jn 10,30-33.

17. Cfr LG VIII y RM, 1.

18. Cfr Mc 1,1; 12,6-8; 13,22; 15,19.

19. Cfr Mt 1 y Lc 2.

20. Lc 1,31.

21. Lc 1,31.

22. Mt 1,23b-c.

23. Cfr Mt 9,2-3; Mc 2,7.

24. Lc 1,43.

25. Santo Tomás, S. Th., I, q. 25, a. 6, ad 3.

26. Cfr Ibidem, ad 4.

27. Cfr Comentario a S. Th., I-II, q. 103, a. 4, ad 2.

28. LG, 67.

29. RM, 10.

30. Cfr Beato Josemaría Escrivá, Camino, 496.

31. RM, 8.

32. RM, 1.

33. Cfr Pablo VI, MC, AAS 66 (1974) 173ss; RM, 26.

34. Cfr LG, 56; CEC, 490.

35. Cfr LG, 53.

36. Vd. Fernando Ocáriz, María y la Trinidad, en Scrip. Theol. 20 (1988/2-3), pp. 771-772b.

Rialp, Madrid 1996, pp. 17-29

Fuente: almudi.org