María, Madre nuestra  

 

Pa´que te salves  

 

A nuestro alrededor vemos cómo las personas se olvidan que tenemos una Madre en el cielo, nadie se acuerda de ella, quizás, algunos sí lo hacen cuando tienen problemas.

Unos meses atrás, en un velorio los familiares del difunto querían rezar un Rosario, ¡pero, cuál fue la sorpresa que nadie se acordaba de cómo se rezaba! ¡Fueron a buscar a alguien que sí supiera! ¡Parece increíble, desgraciadamente sucede con bastante frecuencia!

La Iglesia nos enseña
Por el Bautismo nos convertimos en hijos de Dios. Esto significa que somos hermanos adoptivos de Cristo y si María es la Madre de Cristo, entonces también es Madre Nuestra.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice en el no. 963:
Que a María se le reconoce y se le venera como Madre de Dios y Madre del Redentor y más aún, es verdaderamente la madre de todos los miembros del cuerpo, cuya cabeza es Cristo.

El Papa Pablo VI se refiere a Ella como “María, Madre de Dios, Madre de la Iglesia”. Nos dice que: María es “Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles, como de los pastores, que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con ese gratísimo título”.

El papel de María con relación a la Iglesia nace de su unión con Cristo, son inseparables estas dos relaciones. Ella tiene un papel muy importante en la obra de la salvación, debido a su unión con Jesucristo, la cual comienza desde el momento de la concepción hasta la muerte del Hijo.

Recordemos la escena del momento de la crucifixión de su Hijo. María lo acompañó en todos los momentos de la Pasión. Podemos imaginar con cuánto dolor, pero ahí estaba, a un lado de su Hijo, nunca lo abandonó, cuando muchos lo habían abandonado, Ella permaneció fiel. Al llegar a la Cruz, permaneció de pie, sufriendo intensamente, y se unió al sacrificio de su Hijo, consintiendo, con todo su corazón de Madre lleno de amor, que su Hijo fuese inmolado como medio para la salvación de los hombres.

¡Qué dolor! ¡Cuánta soledad! Seguramente se preguntaría ¿dónde estaban todos aquellos que lo aclamaban, que querían proclamarlo rey? ¿Tendrán miedo? ¿habrán entendido su mensaje?. Pero, en realidad, lo importante fue que Ella ofreció su dolor por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

En ese momento, escucha las palabras de su Hijo, quien la da como madre a Juan, el único de los discípulos que no había corrido a esconderse por miedo: ¡“Mujer, ahí tienes a tu hijo”! Una nueva responsabilidad, la de ser madre de los hombres, que seguramente se le hacía sumamente difícil, mas sabía que contaba con la ayuda de Dios.

¿Qué habrá pensado la Virgen? No sabemos. Pero, a partir de este momento ¡iba a ser la madre de los que habían matado a su Hijo! Otra vez, aparece su obediencia, no protesta, sino que acepta ser la madre amorosa y velar para siempre por todos los hombres.

María después de la muerte y resurrección de Jesús
María después de la muerte de su Hijo, siente una soledad tremenda, Ella sabe porque se lo dijo su Hijo que no todo ha terminado, pero el sentimiento de soledad no deja de existir. Ella acepta voluntariamente esa soledad y en esa soledad nos alcanza muchos frutos a los hombres. El estar vacía de todo que no sea Dios hace que sea fecunda. El verdadero amor a Cristo sólo se alcanza por medio de un corazón libre de cualquier tipo de apego. A través de todo esto se convierte en corredentora de la humanidad.

Después de la Ascensión, es decir, cuando Cristo, por sus propias fuerzas subió a los cielos, se mantuvo orando al Espíritu Santo para que la cubriera con su manto, tal cómo lo hizo en el momento de la Anunciación.

Ella estuvo presente, siendo una figura muy importante, en los comienzos de la Iglesia. El día de Pentecostés cuando descendió el Espíritu Santo sobre los apóstoles, Ella se encontraba ahí. Siempre acompañó a la Iglesia naciente con oraciones, aconsejando a los apóstoles y algunas de las mujeres que habían acompañado a Jesús. A todos ellos le transmitió todo lo que había conocido de su Hijo. María fue la primera persona que conoció todas las verdades de nuestra fe y además la primera en vivirlas, tenía a Cristo como modelo.

Cuando su vida terrena había de terminar, la Virgen fue llevada a los cielos. Ella que nunca tuvo pecado no podía morir como todos los hombres. Se dice que se “durmió” y que entonces fue elevada al cielo al trono de Reina del Universo.

Que la virgen fue asunta, es decir, llevada al cielo, es otro dogma de fe que fue declarado por Pío XII en 1950. Leer el no. 966 del Catecismo. A este dogma lo llama la Iglesia la Asunción de la Virgen María.

La Asunción de María tiene una participación singular en la Resurrección de Cristo, además es una prefiguración de la resurrección de los muertos, de todos los hombres.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice en el no. 968:
La Virgen María, también, es nuestra Madre en cuanto nos otorga gracias porque colaboró, de manera especialísima, en la obra de salvación por su fe, esperanza y amor, para que los hombres pudieran alcanzar la vida sobrenatural.

Ahora, Ella está a lado de su Hijo resucitado y glorificado y vela por cada uno de nosotros podamos alcanzar la salvación. Con su asunción a los cielos, no terminó su misión salvadora, sino que ésta sigue a través de sus muchas intercesiones.

En su primer viaje a México, el Papa Juan Pablo II ofició una Misa en la Basílica de Guadalupe y en su homilía dijo: “A ti, María, el Hijo de Dios y a la vez Hijo tuyo, desde lo alto de la Cruz indicó a un hombre y dijo: ‘He aquí a tu hijo’ Y en aquel hombre te ha confiado a cada hombre. Te ha confiado a todos”.

¡Cuida tu fe!
La Virgen de Guadalupe se apareció al pueblo de México para darle a su Hijo. Si observamos su imagen, vemos que la Virgen está embarazada, trae a su Hijo.
No dejes que algún sectario o cualquiera otra persona trate de arrebatarte tu fe en tu Madre celestial.