Santa María, Madre de Dios


Arquidiócesis de San Luis de Potosí, México

 

Homilía

Acoger a Jesús como María camino de la paz

1 «Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama «Abba» (Calatas 4,4). El corazón es la fuente de los sentimientos. Y el lugar profundo donde nuestra persona toma conciencia de sí misma, reflexiona sobre los acontecimientos, medita sobre la realidad y asume actitudes responsables hacia los hechos de vida y hacia el misterio de Dios. Los textos de hoy subrayan la
importancia decisiva que tiene el corazón respecto de la salvación. Dice hoy san Pablo: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos el ser hijos por adopción». Jesús está presente en la historia como salvador, redentor, liberador, divinizador. Pero es necesario aceptarlo en el corazón. La sola presencia de Jesús entre los hombres no produce la salvación. Sólo cuando los hombres lo aceptan en su corazón, se vuelven nuevos, libres, animados por el amor filial hacia Dios y herederos suyos. Sólo desde el corazón podemos aceptar a Jesús como hermano y con él podemos de verdad decirle a Dios; Padre. Jesús está en el mundo. Pero hay muchos que le rechazan, que no le reciben, o que no se enteran.

2 Cuando nació Jesús, sólo los pastores, acogiendo en su corazón la palabra del ángel, fueron corriendo en busca de la salvación y encontraron al niño acostado en el pesebre, con María, su Madre y con José. También Marta acogía en su corazón a Jesús (Lucas 2,16). Y sabia leer los signos de los tiempos, escuchaba a los pastores y oía lo que decían del Niño, y lo meditaba en su corazón. No basta oír, hay que meditar. Las decisiones personales salen de dentro del corazón. Además, sólo cuando el corazón deja de escucharse siempre a sí mismo y sale de sí mismo, se da cuenta de cuántos problemas hay a su alrededor, y halla fuerzas para encontrarse con la novedad del amor de Dios manifestado en Jesús que se nos entrega, portador de la vida y de la paz.

3 La paz, será la primera palabra de Jesús en su visita oficial a la Iglesia, reunida en el cenáculo la tarde de la resurrección: «La paz sea con vosotros» (Jn 20,19). El mismo Jesús es, según Isaías, «el Príncipe de la paz» (Is, 5). Y todos los profetas se han extasiado en la contemplación de la era mesiánica como portadora de abundancia y de paz (Miq 4,5). Los ángeles en Belén anuncian oficialmente la «paz a los hombres que ama el Señor» (Le 2,14). Jesús enviará a sus apóstoles como embajadores de paz (Mt 10,13) según la profecía de Isaías: «¡Qué hermosos sobre los montes los pies del que trae la buena nueva de la paz!» (Is 52,7). «Nuestro Dios es el Dios de la paz» (Rom 15.33).Y después de su resurrección, Jesús da a sus apóstoles la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27), que repetirá el sacerdote antes de la comunión.

4 Y con la paz, sus frutos: en el cuerpo, la paz ordena todos los miembros entre sí. En el alma racional, produce el concierto perfecto entre entendimiento, voluntad y acción. Entre Dios y el hombre, establece sumisión a la fe y a la ley eterna. Entre los hombres la concordia. En el hogar, establece conformidad entre los que mandan y los que obedecen.
En la ciudad, hace concordes entre sí a los ciudadanos y a los ciudadanos con la autoridad. En el cielo, el gozo perfecto de Dios y de unos con otros con Dios. La paz donde esté, es la tranquilidad que nace del orden reinante en que cada cosa ocupa el lugar que le corresponde.1

5 La paz exige dominar el afán que hay en todo hombre de sobresalir, vencer la intolerancia de los que piensan de manera diferente.
La paz es el fruto del cumplimiento de las bienaventuranzas, de la extinción de la causa de la violencia, y de la ambición desmesurada de la riqueza, del propio interés y del egoísmo.
La paz antepone la bienaventuranza de la mansedumbre, que ofrece a los demás el poder y la supremacía. La paz exige hacer gestos valientes de desarme, de afabilidad, de diálogo auténtico. Sube uno a una autobús y pregunta a un viajero: «¿Va a Barcelona?». Aquel, sin oír la pregunta, responde que el asiento está vació. Llevaba la respuesta prefabricada. Sin escuchar bien, despacio, no se puede dar solución a los problemas. La paz exige humildad para aceptar cualquier iniciativa que venga a solucionar o a perfeccionar la vida social. Es consecuencia de la bienaventuranza del hambre y sed de justicia, que no busca la satisfacción propia o la comodidad. Es fruto del deseo ardiente de que Jesús reine en los corazones, que vivan su vida de hijos de Dios.
La paz nos pide difundir el mensaje a tiempo y a destiempo, oportuna e importunamente, con humildad y sencillez, pero con persuasión y convencimiento entregado, prescindiendo de lo que dirán o pensarán, y sin mirar de reojo buscando la aprobación y el aplauso. Y aceptando ser escarnecidos y humillados por nuestra fidelidad al evangelio. Con la vista puesta exclusivamente en Dios, que es el que convierte los corazones y los cambia.

6 Cuando llegue esa paz, «los confines de la tierra habrán contemplado la victoria de nuestro Dios». Y «cantaremos al Señor un cántico nuevo, porque su diestra y su santo brazo habrán conseguido la victoria» (Salmo 97) de la paz por nuestro Señor Jesucristo, Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, y nos da la paz. Su paz. La que no puede dar el mundo, y como el mundo no la puede dar. Esa es la paz que nos hemos de dar unos a otros hoy en la misa, para preparar nuestro corazón que va a recibir con alegría el sacramento del cielo que contiene al Príncipe de la paz.

1 SAN AGUSTÏN La ciudad de Dios