María Madre de Dios y Madre de la Iglesia

Monseñor John J. Nevins, D.D.

 

A través de la historia en la Iglesia ha habido muchos Concilios Ecuménicos. En el tercer Concilio Ecuménico, celebrado en Efeso en el Asia Menor en el año 431, los Padres de la Iglesia llamaron a María "Theotócos", palabra griega que quiere decir "la Madre de Dios". La parte de María en el misterio de la Encarnación fue el de una mujer escogida para ser el recipiente que contuviera al Santo de los Santos, en este misterio ella viene a ser la Madre de Dios. Tengan siempre presente que en Cristo hay dos naturalezas. Su naturaleza divina (como Dios) existe desde toda eternidad; en cuanto hombre (naturaleza humana) nace en el tiempo, nace de María. Estas dos naturalezas de Jesús no pueden estar separadas. María es verdaderamente la Madre de Jesús, es decir, su naturaleza humana. Pero Jesús es Dios desde toda la eternidad. Por consiguiente, María es la Madre de Dios.

Para acercarnos a la fecunda relación entre Jesús y María, tenemos que pensar en cosas propias de Jesús niño durante sus dos traviesos primeros años, y en todas las otras fases propias del desarrollo de un niño. Si pensamos en Jesús como verdadero niño –y eso es lo que significa la Encarnación- nos damos cuenta de que El necesitó ser enseñado, tener cuidado de su aseo, ser alimentado e instruido como todos los niños. Y María estuvo allí para cuidar de todo esto. Ella hizo lo que tenía que hacer. Ella fue sumamente fiel al mandato que Dios le había dado: ser una verdadera Madre para un verdadero Niño.

Es un formidable homenaje a María el darnos cuenta de lo mucho que de ella se encuentra en el Hijo. Quizá haya diferencias en el modo de vivir de una generación con respecto a la otra, pero cuando uno mira con detenimiento descubre que entre padres e hijos hay muchas cosas parecidas. Cuando nos damos cuenta de lo que Jesús llegó a ser, podemos ver la tarea gloriosa que María hizo día a día en la relación madre/hijo. Lo más grande de todo es que María hizo esto con mucha frecuencia en tiempos de dificultades. 

No hace falta ser un experto bíblico para darse cuenta de las dificultades que ella tuvo. Desde el momento en que se le anunció que venía un nacimiento (Chrismas – Navidad), su vida se adaptó al destino de su Hijo. El nacimiento mismo tuvo lugar lejos de su hogar. Las madres entienden mejor lo que esto significa. Este nacimiento vino en circunstancias desfavorables incluso en los primeros días –en un establo-. Más aun, María no pudo regresar después del nacimiento al lugar familiar. Ella, José y Jesús tuvieron que abandonar el país. A causa de la situación política se convirtieron en personas desplazadas. El rey Herodes quiso matar al niño.

Quizá el mayor sufrimiento para María fue la dificultad para entender al niño. Cuando después de estar perdido durante tres días y lo encontró en el Templo, Jesús mostró sorpresa de que ella estuviera preocupada o buscándole. Ella tuvo que haber estado orgullosa de su excepcional Hijo, pero a veces tuvo que haber estado también desconcertada. Finalmente el amor que tenía por Jesús, como Madre suya, fue tan grande que la mantuvo al pie de la cruz cuando muchos de sus discípulos se encogieron de miedo. María ciertamente no lo había pensado de aquella manera. La agridulce verdad de que el plan de Dios para revelarnos su bondad no se ajusta a nuestras ideas preconcebidas fue un descubrimiento que María hizo desde muy joven. Y su aceptación de la voluntad de Dios fue la clave para la fortaleza de María en todos aquellos tiempos de crisis y dolor.

María estaba deseosa de hacer las cosas según Dios, y con el "Hágase" con que ella oró, enseñó a su Hijo a rezar de la misma manera. El eco de la oración de María lo escuchamos de Jesús en el Huerto de Getsemaní: "Padre, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya". A cambio Jesús a su vez nos enseña el "Hágase". Jesús nos enseña a rezar, "Venga tu Reino; hágase tu voluntad".

Los dos, Jesús y María, no pueden y no deben ser separados. Juntos estaban desde toda la eternidad en el plan de Dios de la redención de la humanidad; juntos los encontramos en el establo de Belén; juntos los encontramos en el dolor del Calvario; juntos los encontramos en la gloria en el cielo; juntos los encontramos en la historia de la Iglesia y en los corazones de los hijos de la Iglesia. El niño Jesús sin María es un rey sin trono, y María sin el Niño, es una reina sin corona.

La devoción a la Santa Madre comprende meditar e imitarla como modelo, e implorar su ayuda maternal con la simplicidad y confianza de un niño. Imitando a María, imitamos a la discípula perfecta, que ama a Jesús, atesora sus palabras en su corazón y reflexiona en su significado. Siguiendo a María hacemos a Jesús presente de forma espiritual y sacramental a imitación de cómo María hizo presente a Jesús de forma física.

Que Jesús fue, de manera enteramente sobrenatural, "concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen María", es algo que todo católico cree y que profesamos cuando recitamos el Credo del Concilio de Nicea. Estamos hablando de la Virgen María.

Pero entre la concepción de Jesús y la concepción misma de María hay un mundo entero de diferencia. A este segundo hecho, el misterio de su Concepción Inmaculada en las entrañas de su madre Santa Ana, es al que hace referencia el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Toda una generación separó estos dos misterios en cuanto al tiempo; solo la eternidad puede medir la calidad que los diferencia en punto a dignidad.

Leemos en el libro de la Sabiduría 7, 25-26 una descripción que puede aplicarse a la grandeza de María:

"Es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, por lo cual nada manchado llega a alcanzarla. Es un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad". 
La concepción de María Inmaculada no excluyó el concurso humano, la acción natural, como sucedió con su divino Hijo. Los padres de María, Ana y Joaquín, fueron verdaderamente sus padres en el obvio significado de la palabra. Ni podemos pretender que la gracia de la que ella gozó no era más que una excepción, hecha en vistas a la dignidad futura que hizo imposible la inclinación al pecado, enteramente impropio, no esencial a su naturaleza. Fue un puro don elevándola más alto que todas las demás creaturas, pero dejándola no obstante en pura creatura con un don impreso, "una hija de Adán sin pecado". Más cerca de Dios que ninguno de nosotros, pero lejos de ser divina como el último de nosotros. Ella no es Dios. Pero ella es la más grande de todos los santos. Ella necesitó de redención como todos nosotros; pero la redención que se aplica a nosotros por medio del Bautismo con el cual es lavado el pecado original para siempre, se aplica a María con anticipación, en el momento en que ella comenzó a existir. Una de mis favoritas figuras históricas de la historia moderna es John Henry Cardenal Newman de Inglaterra, un converso al catolicismo. Con referencia a la exaltación de María inevitable por su misión, el Cardenal escribe estas palabras:

"Una madre sin un lugar en la Iglesia, sin dignidad, sin dones, podría haber sido, más allá de la defensa de la Encarnación, no madre del todo; ella no podría haber permanecido en la memoria de los hombres. Si ella está para testificar y hacer presente la palabra de que Dios si hizo hombre, ella debe estar en el más alto y eminente puesto para este fin. Ella tuvo que ser hecha para llenar la mente, en orden a proponer la lección. Una vez que ella atrae nuestra atención, entonces, y solo entonces, ella comienza a predicarnos a Jesús. "¿Por qué ella debió tener tales prerrogativas, nos preguntamos, a no ser que El es Dios?. ¿Y qué tuvo que ser por naturaleza, cuando ella es tan alta en gracia?. Es por esto que ella tiene además otras prerrogativas, a saber, los dones de su pureza personal y el poder intercesor, distinto de su maternidad; ella está personalmente dotada de tal manera que pueda cumplir bien su misión; ella fue exaltada en sí misma de tal manera que ella puede darnos a Cristo". 
Lo que una vez se dijo de Judith en el Antiguo Testamento está escrito en lo alto de la bóveda principal de la Basílica Nacional de la Inmaculada Concepción en Washington, D.C., donde yo fui ordenado sacerdote el 6 de Junio de 1.959. La Iglesia alaba a María, Madre de nuestro Señor, con estas mismas palabras: "Tú eres la gloria de Jerusalén, la alegría de Israel, el honor de nuestro pueblo" (Jdt. 15, 10).

Y además, otro elogio asentado en la capítulo 13, 18 del mismo libro de Judith: "Bendita seas, hija del Dios altísimo, más que todas las mujeres de la tierra".

Yo animo a los católicos de la Diócesis de Venice a recitar el Rosario diariamente, y preferiblemente para los miembros de una misma familia hacerlo en familia. Yo deseo unirme a nuestro Santo Padre el Papa Juan Pablo II en la enseñanza de que una sólida devoción a la Bienaventurada Virgen María significa estudiar e imitarla como modelo de discípulo, e implorar su ayuda maternal con la humildad y confianza de un niño en nombre del pueblo Americano. Cuando rezamos el Rosario y contemplamos sus misterios, seguimos a María, que "guardó todas estas cosas meditándolas en su corazón" (Lc. 2, 19).

Durante la reciente guerra de Irak se pidieron muchos rosarios. Yo espero que también se estén pidiendo en nuestra Diócesis. En la estación de otoño yo tendré Rosarios disponibles para los jóvenes estudiantes de nuestras escuelas parroquiales de la Diócesis y para todos aquellos que toman parte en los programas de educación religiosa en nuestras parroquias y misiones. Yo cuento con nuestros jóvenes para que hagan de esta bella devoción una práctica a lo largo de su vida.

San Alfonso María de Ligorio nos recordó que "Las oraciones de los santos son las oraciones de los servidores; pero las oraciones de María son las oraciones de una madre, y, por tanto, son consideradas en cierta manera como órdenes por su Hijo, que la ama muy tiernamente. Es por tanto imposible que las oraciones de María sean rechazadas".

Ojalá que nosotros clérigos, religiosos y laicos de la Diócesis de Venice siempre tengamos devoción a la Madre de nuestro Salvador Jesucristo. Que cada Ave María que recitemos nos urja a amar a su divino Hijo (con todas nuestras fuerzas), y que prestemos atención a su consejo "Hagan lo que El les mande", como ella nos enseñó en las bodas de Caná. 

Fuente: dioceseofvenice.org