Virgen María, Madre del Redentor

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Como proclama el Concilio: "María es nuestra Madre en el orden de la gracia". Esta maternidad en el orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina. Y esta maternidad de María perdura sin cesar hasta la consumación de los siglos. 

Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación al mundo, según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la maternidad de María. Vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de éste" (Act 1,14), y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Así, la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia, siendo una presencia materna como indican las palabras pronunciadas en la Cruz: "Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre".


La Iglesia sabe y enseña que "todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres... dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo" (LG,60). María avanzaba en la peregrinación de la fe realizando al mismo tiempo su cooperación materna en toda la misión del Salvador, orientada en unión con Cristo a la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Jesucristo la preparaba cada vez más a ser para los hombres "madre en el orden de la gracia". 

El Evangelio confirma esta maternidad en su momento culminante, es decir, cuando se realiza el sacrificio de la Cruz. "Viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «ahí tienes a tu madre»... Y desde aquella hora la acogió en su casa" (Jn 19,25-27). Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo; la madre es entregada al hombre -a cada uno y a todos- como madre. Este hombre junto a la Cruz es Juan, pero no está el sólo. Siguiendo la Tradición, el Concilio no duda en llamar a María "Madre de Cristo, madre de los hombres".

Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa contenida en el protoevangelio: el "linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente" (Gn 3,15). Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame "mujer". Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná. Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad de su Madre encuentra una "nueva" continuidad en la Iglesia y a través de la Iglesia... "He aquí a tu madre". Así empezó a formarse una relación especial entre esta madre y la Iglesia. Después de la Ascensión del Hijo, su maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna; intercediendo por todos sus hijos, porque la obra de la Redención abarca a todos los hombres.

Asunta al cielo, la mediación de María continúa en la historia de la Iglesia y del mundo. "Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se hallan en peligro y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG,62). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María "está también íntimamente unida a Cristo", unida a Él en su primera venida; con Él lo está a la espera de la segunda, en la venida definitiva cuando todos los de Cristo revivirán y "el último enemigo en ser destruido será la muerte" (1Cor15,26)...

El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva luz sobre el papel de la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. María "con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Ya desde los tiempos antiguos es honrada con el título de Madre de Dios a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas" (LG,66). Este culto es del todo particular y expresa aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesia.


La Iglesia se hace también Madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad. Igual que María creyó la primera, acogiendo la Palabra de Dios que le fue revelada en la Anunciación y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a ser Madre cuando acogiendo con fidelidad la Palabra de Dios "por la predicación y el bautismo, engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LG,64). 

La Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental... A ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: "también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo" (LG,64). Si la Iglesia, como esposa, custodia la fe prometida a Cristo, esta fidelidad, a pesar de que en la enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio, posee también el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato "por el Reino de los cielos", es decir, de la virginidad consagrada a Dios. Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.

Pero la Iglesia custodia también la fe recibida a ejemplo de María que guardaba y meditaba en su corazón todo lo relacionado con su Hijo divino. Está dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia, con el fin de dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres.

Las palabras dichas por Jesús a su Madre cuando estaba en la Cruz: "Mujer, ahí tienes a tu hijo", y al discípulo: "Ahí tienes a tu madre", son palabras que determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan su nueva maternidad. Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente. Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía.

En el testamento de Cristo en el Gólgota, "ahí tienes a tu hijo", está indicado plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano... La maternidad de María es un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre.

A los pies de la Cruz empieza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado posteriormente de modos diversos. La entrega es la respuesta al amor de una persona, y, en concreto, al amor de la madre. La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial en esta entrega filial respecto a la Madre de Dios. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, "acoge entre sus cosas propias" a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior.

Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre, no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se orienta hacia Él. María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: "Haced lo que él os diga".

Esta dimensión mariana en la vida del cristiano adquiere un acento peculiar respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una relación singular con la Madre del Redentor. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal, por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la Encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza que es espejo de los más altos sentimientos de que es capaz el corazón humano; la oblación total del amor; la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores; la fidelidad sin límites; la laboriosidad infatigable, y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.


Durante el Concilio Vaticano II, Pablo VI proclamó solemnemente que "María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores". En este sentido, se aclara mejor el misterio de aquella "mujer" que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. María participa maternalmente en aquella dura batalla contra el poder de las tinieblas que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana. María ayuda a todos los hijos -donde y como quiera que vivan- a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre... 

Si Él ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf 2Pt 1,4), se puede afirmar que ha predispuesto la "divinización" del hombre según la condición histórica. Todo lo creado y más directamente el hombre, no puede menos de quedar asombrado ante este don...

María, Madre soberana del Redentor, ha sido la primera en experimentar la verdad del gran cambio que se ha verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio incesante y continuo entre el "caer" y el "levantarse", entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. La Liturgia exclama: "Socorre al pueblo que sucumbe y hace por levantarse". Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días... Es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María, ha entrado en la historia de la humanidad y que perdura irreversiblemente... El cambio entre el "caer" y el "levantarse", el cambio entre la vida y la muerte..., es un constante desafío a las conciencias humanas; el desafío a seguir la vía del "no caer" en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y del "levantarse" si ha caído.

Mientras toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia recoge el gran desafío y se dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación "Socorre". La Iglesia ve la Bienaventurada Madre de Dios maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que "no caiga" o, si cae, "se levante".

Fuente: almudi.org