Virgen María, Madre del Redentor

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La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación porque "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..." (Gal 4,4-6). Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María, deseo iniciar mi reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. 

La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que viene. Pero procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María que avanzó en la peregrinación de la fe.

Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a hablar de la Virgen Santísima exponiendo los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia así como las diferentes formas de devoción mariana litúrgicas, populares y privadas.

María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación como una verdadera estrella de la mañana" ("stella matutina"). Igual que esta estrella junto con la aurora precede la salida del sol, así María ha precedido la venida del Salvador, la salida del "sol de justicia" en la historia del género humano. Su presencia en medio de Israel, tan discreta, que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos, resplandecía claramente ante el Eterno.


Quiero hacer referencia sobre todo a aquella "peregrinación de la fe" en la que "la Santísima Virgen avanzó, manteniendo fielmente su unión con Cristo". No se trata sólo de la historia de la Virgen Madre, de su personal camino de fe, sino además de la historia de todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte en la misma peregrinación de la fe. María precedió convirtiéndose en "tipo o modelo de la Iglesia". La peregrinación de la fe indica la historia interior, es decir, la historia de las almas. Pero es también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la transitoriedad. El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente con la venida de Cristo, es eterno. Abarca a todos los hombres pero reserva un lugar particular a la "mujer" que es la Madre de aquel al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación. 


María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de la anunciación del ángel que dice a la Virgen. "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". Después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret es llamada también "bendita entre las mujeres"; es una bendición espiritual que se refiere a todos los hombres; es una bendición derramada por obra de Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres. 

El mensajero divino le dice: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Vas a concebir y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús... El Espíritu vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios". Como afirma el Concilio, María es "Madre de Dios Hijo y por tanto la hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo" (LG,53).

En virtud de la riqueza de la gracia, María ha sido preservada de la herencia del pecado original. De esta manera, desde el primer momento de su concepción, es decir, de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante de la promesa hecha por Dios a los hombres después del pecado original, después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre en la tierra (cf Gen 3,15).

El mensajero divino se había referido a cuanto había acontecido en Isabel. Así pues, María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, "llena del Espíritu Santo", saluda a María en voz alta: "Bendita tú entre las mujeres"... ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a visitarme? Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías.

En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser de importancia fundamental lo que dice al final. "¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!"... La fe de María puede parangonarse a la de Abraham, llamado por el Apóstol "nuestro padre en la fe". Como Abraham "esperando contra toda esperanza", creyó y fue hecho padre de muchas naciones" (cf Rom 4,18), así María creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios. Como el Patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, "esperando contra toda esperanza", creyó.

María oye algo más tarde otras palabras: las pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén, cuarenta días después del nacimiento de Jesús. Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del "itinerario" de la fe de María. Simeón se dirige a María con estas palabras: "Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para señal de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones... y a ti misma una espada te atravesará el alma". Este anuncio confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas y le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de la fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa.

Después de la muerte de Herodes, cuando la Sagrada Familia regresa a Nazaret, comienza el largo período de la vida oculta. Diariamente junto a ella está el Hijo a quien ha puesto por nombre Jesús. A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la vida de María está "oculta con Cristo en Dios" (Col 3,3) por medio de la fe. María, diaria y constantemente está en contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho hombre. María es bienaventurada porque "ha creído" y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde "vivía sujeto a ellos": sujeto a María y también a José, porque éste hacía las veces de padre ante los hombres; de ahí que el Hijo de María era considerado también por las gentes como "el hijo del carpintero".

Aquella a la cual había sido revelado más profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del Hijo, bajo el mismo techo y "manteniendo fielmente la unión con su Hijo, avanzaba en la peregrinación de la fe", como subraya el Concilio. De donde, día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: "Feliz la que ha creído".

Unión por medio de la fe, la misma fe que había acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación: "Él será grande... el Señor Dios le dará el trono de David, su padre... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin". Y he aquí que estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. "Despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores... despreciable y no le tuvimos en cuenta": casi anonadado (cf Is 53,35) ¡Cuán grande, cuán heroica es estos momentos la obediencia de la fe demostrada por María. "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios y se despojó de su rango tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres"; concretamente en el Gólgota "se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Phil 2,5-8). A los pies de la Cruz, María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Por medio de la fe, la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora. Enseñan los Padres de la Iglesia, y de modo especial san Ireneo, citado por la Constitución Lumen gentium: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe". Los Padres -como recuerda todavía el Concilio- llaman a María "Madre de los vivientes" y afirman a menudo: "la muerte vino por Eva, por María la vida".


El Evangelio de Lucas recoge el momento en el que "alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo, dirigiéndose a Jesús: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!" (Lc 11,27). Estas palabras constituían una alabanza para María como madre de Jesús según la carne. Gracias a esta maternidad, Jesús -Hijo del Altísimo- es un verdadero hijo del hombre: es el Verbo (que) se hizo carne. Es carne y sangre de María. 

El Evangelio de Juan nos presenta a María en las bodas de Caná que aparece allí como madre de Jesús al comienzo de su vida pública. María contribuye a aquel "comienzo de las señales" que revelan el poder mesiánico de su Hijo. Es evidente que en aquel hecho se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión, el nuevo sentido de la maternidad de María en la dimensión del Reino de Dios. Nueva maternidad según el espíritu y no únicamente según la carne, o sea la solicitud de María por los hombres: el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades...

María se pone entre su Hijo y los hombres. Se pone "en medio", o sea hace de "mediadora" no como persona extraña, sino en su papel de madre. Su mediación tiene un carácter de intercesión. María "intercede" por los hombres. No solo: como Madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida. El Concilio presenta en su magisterio a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia. María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia. En las palabras dirigidas a los criados, "haced lo que Él os diga", la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo.

Fuente: almudi.org