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Madre de Jesús
Padre Pablo Largo Domínguez cmf
Decía San Agustín: “No hemos conocido el rostro de
la virgen María [...] Por tanto, se puede decir, salva la integridad de
nuestra fe: ‘quizá
tenía tales o cuales facciones’. Sin embargo, nadie puede decir sin que
sufra quebranto la fe cristiana: ‘quizá
de la Virgen nació Cristo’”. Contemplemos los aspectos de esta
maternidad, la más intensa y compleja relación que vivirá la madre de
Jesús.
Maternidad aceptada
María aceptó ser madre. En la Anunciación responde: “He aquí la esclava
del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Así concibió antes en su
mente que en su vientre. En la entrega anterior recordábamos que fue
mujer; hoy añadimos que aceptó serlo, que no estuvo en guerra con su
condición femenina. No sabemos si se sintió del todo a gusto con ese
destino; pero de sus palabras de consentimiento al anuncio del ángel
podemos deducir que aceptaba ser mujer, que estaba reconciliada al menos
con algunas de las posibilidades, misiones y cargas que implica esa
condición.
Advertimos qué íntima relación hay entre estos
dos gestos: el de aceptar nuestra realidad, con las posibilidades que
encierra, y el de consentir a una misión divinamente dada. Si María no
se hubiera “perdonado” su realidad de mujer, si no hubiera estado
hondamente reconciliada con ella; más: si no la hubiera reconocido como
una primera verdad y una primera gracia de las que podía sentirse
gozosa; si no se hubiera dado a sí misma en cuanto mujer un sí lo
bastante a fondo, difícilmente le habría dado el sí a la llamada de
Dios. El don y misión que es la gracia nos invita a encontrarnos con los
dones y misiones de nuestra naturaleza. Si no acepto la vida, ¿cómo
podré hacerla fecunda ante Dios? Si no acepto las mimbres de que estoy
hecho, ¿qué tesoro podrá depositar Él en mí? María aceptó la vida, y
aceptó su verdad de mujer; así pudo Jesús ser fruto de su
vientre. Ella nos
dice: “acéptate, acepta tu condición”.
Maternidad física
Algunos cristianos del siglo II se escandalizaban de que el Hijo de Dios
tuviera cuerpo humano, hubiera nacido de mujer, hubiera muerto en la
cruz; escamoteaban esta verdad diciendo que su cuerpo era sólo aparente.
Para otros estaba formado de una sustancia celeste. Se le negaba un
cuerpo real y terreno idéntico al nuestro y recibido de una mujer de
estirpe humana. Uno de aquellos grupos sostenía que Jesús «pasó a través
de María como agua por una acequia», o que fue como «luz que pasa por
una grieta».
Tertuliano,
escritor que vivió a caballo de los siglos II y III, trata de refutarlos
e insiste en que María no podía ser la madre de su Señor si llevaba a
Jesús en el seno sólo como huésped y no como hijo; y pregunta: “¿qué
fruto del seno es ese que no germinó del seno, que no enraizó en el
seno, que no es de aquella cuyo es el seno?”. En el siglo XX, el
escritor y poeta Martín Descalzo pone en labios de María, cuando todavía
está encinta, estos versos: “Yo acariciaba mi seno para tocarle; /
porque Él estaba allí / al tiempo que en todas partes. / Cuando yo
respiraba, respiraba Él; / cuando yo bebía / bebía también / el autor
del aire, /del agua y la sed. / Cuando yo me alimento, / Dios de mi
vida, / ¿sostengo yo tu sangre, / o tú la mía?”
Maternidad biográfica
Bien saben las madres que no todo acaba cuando se
ha dado a luz. Esto es un final, pero también un comienzo, el de la
crianza, la larga crianza de un bebé, que necesita leche y ternura, pan
y palabras; la crianza de ese vino nuevo del tiempo final de la
historia, ese vino nuevo que es Cristo en persona (cf Jn 2,1-10). El
niño no necesita que le enseñen a llorar, pero sí a sonreír; tampoco a
chillar,
y sí a hablar. Con esta labor de crianza,
María le hace la vida posible a su hijo y lo saca adelante.
En aquel medio rural de Nazaret había una más o menos rica cultura oral,
y a la madre le cumplía una labor importante en la educación de los
niños. La esposa de José interviene en la formación humana de Jesús de
múltiples maneras: con el contacto físico y con las llamadas, estímulos
y advertencias expresas que le hace; con los gestos y las miradas; con
los ritos religiosos reservados a ella en el šabbat; con la irradiación
que mana de su presencia y actitudes, de la expresión de sus
sentimientos, de sus conductas de cada día. Sin negar a José la especial
misión que correspondía al padre en la educación religiosa del niño,
podemos afirmar que también María inicia a Jesús en el rezo del šema’,
la oración que los judíos piadosos recitaban tres veces al día; y le
enseña a observar las leyes de pureza ritual (en particular, el respeto
cuidadoso de las normas sobre los alimentos prescritos, permitidos y
prohibidos), a guardar el sábado, asistir a la sinagoga, conocer la Ley.
Hemos hablado de la ternura y del vino nuevo. Nos
invitan a recordar una imagen de María: el icono de la
Glicofilusa. En el
museo bizantino de Atenas se conserva un mosaico con ese motivo.
Glicofilusa es una
palabra compuesta que significa “la que besa dulcemente [al Niño]”. La
mejilla de María y la del Niño se tocan suavemente. El Niño está
sostenido por el brazo derecho de María y mira a la Madre; y María nos
mira a nosotros y, con la mano izquierda, nos muestra al Niño: ella es
siempre la que muestra a Jesús, el fruto de su vientre. Pero hay otra
invitación que ternura y vino nos hacen: nos proponen tener presentes
unos versos de Paul Éluard. Escribía este poeta francés: “Cálida ley de
los hombres: / de las uvas hacen vino, / del carbón hacen el fuego, / de
los besos hacen hombres. / Una ley vetusta y nueva / que se va
perfeccionando / desde el corazón del niño / hasta la razón suprema”.
Maternidad divina
Llamamos a María “Madre de Dios”. Esta expresión no figura en el Nuevo
Testamento, aunque sí alguna que puede ser equivalente; por ejemplo,
Isabel la llama “la madre de mi Señor”. Desde finales del siglo tercero
se la invoca como “Madre de Dios”, y así la proclaman distintos Padres
de la Iglesia de Oriente y de Occidente. Será el Concilio de Éfeso, el
año 431, el que la declare solemnemente Madre de Dios. Era una forma
apropiada para mostrar que Jesús no es sólo un hombre con el que está
unida más o menos estrechamente la divinidad. No; Jesús es hombre, pero
de él confesamos que es Dios. En Jesús no hay dos personas, sino una
sola persona. ¿De quién es madre María? No meramente de una naturaleza,
no simplemente de la humanidad de Jesús, sino sencillamente de Jesús, el
Hijo de Dios. Es verdad que no le da a Jesús su naturaleza divina. Eso
es pura mitología. Pero María es madre del Hijo de Dios según su
naturaleza y condición humanas. Y como en él sólo hay una persona, la
persona del Hijo de Dios, podemos decir: María es madre de Dios.
Concluyamos con más versos: “Para no ser Dios apenas / el Verbo quiso de
mí / la carne que hace al hombre. / Y yo le dije que sí / para no se
niña apenas. / Para no ser hombre apenas, / el Verbo quiso de mí / la
carne que hace la muerte. /Y yo le dije que sí / para no ser madre
apenas. / Y para ser vida eterna / el Verbo quiso de mí / la carne que
resucita. / Y yo le dije que sí / para no ser tiempo apenas” (Pedro
Casaldáliga).
Fuente: autorescatolicos.org
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