Apareció la Gracia de Dios

Abad Paul Delatte, Monasterio de Solesmes

 

Hablábamos del pensamiento de Dios, de una intención y de un programa concebidos por Él. Este pensamiento no nos es desconocido del todo: «Hágase tu voluntad».
Aun cuando lo adoremos sin examinarlo ni comprenderlo, sabemos que este pensamiento de Dios podría descomponerse en tres actos:
Cristo: la parte de Dios;
la Iglesia: la parte de la humanidad;
la Eternidad;
una preparación eterna.
Lo que acontece históricamente no es más que la traducción en términos visibles de lo que Dios quiso en su eternidad. No somos seres de un día. ¡Cosa singular, tenemos una cuna que es eterna! Hemos sido traídos en este pensamiento y en este amor.
Es necesario pensar en esto para lograr el respeto por nuestra vida y no exponerla al azar.
No estoy hablando de la larga preparación histórica, de la ansiedad del mundo, de la espera y de la curiosidad de los Santos durante este período; no hablo de este margen histórico durante el cual el Señor se complació en trazar mediante figuras, símbolos, profecías, los signos de Aquél que había de venir.
Esta preparación fue larga. La impresión de la larga Genealogía de la noche de Navidad: ¡cuán lentamente caen, una tras otra, las cuarenta y dos generaciones!
«¡Cielos, destilad el rocío!» (Is 45,8).
«Te esperamos en la senda de tus mandatos» (Ibid. 26,8).
«¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras!» (Ibid. 64,1).

Pero llegó, a pesar de todo, la hora bendita de esta manifestación, de la revelación del Misterio de Dios. En el pensamiento del Apóstol, esta manifestación de Dios basta por sí sola para guiar toda nuestra vida, y aquél no da otra explicación de la virtud cristiana que ésta: «El favor de Dios se manifestó...» (Tt 2,11)37.
Dios se mostraba, en efecto, de una manera muy distinta a como había venido haciéndolo. Ahora se manifestaba la gracia; la pura ternura y la hermosura, la solicitud de Dios. Y se mostraba doblemente:
– en la persona del Hijo de Dios,
– en la persona de la Madre de Dios.
No eran ya, en absoluto, las antiguas manifestaciones, donde Dios se mostraba con su poder y atemorizaba; ahora Dios se presentaba, se entregaba a nosotros bajo las formas más atrayentes y capaces de conquistar nuestra confianza.
Y por miedo a que sintiéramos espanto ante Él, ante su pequeñez, aparece en su Madre, viene a nosotros a través de ella. ¡Es todo hermosura; es todo libertad; es todo ternura! Sentimos que el amor infinito de este Padre, que es caridad y que sólo sabe amar, se reflejó en la Santísima Virgen. 
¡Señor, parece que no estás en absoluto de acuerdo contigo mismo!
Ayer la severidad de las maldiciones, y hoy, la efusión de la ternura de Dios.
Si hay contradicción, no es mía: «de suo optimus, de nostro justus». Es verdad que Dios es ternura; igualmente es verdad que no se puede despreciar esta ternura sin exponerse a las maldiciones proporcionadas a la misma. Resulta demasiado evidente. Pero ésta no es la lección que debemos asumir, especialmente hoy.
Las festividades de Navidad vuelven cada año. «Cristo sigue viniendo». Añadiré que Él sigue viniendo por el mismo procedimiento, por su Madre. Ella es Su mediadora. He citado a menudo, aunque no lo bastante aún, la palabra de un autor espiritual39 que nos invitaba a considerar nuestra devoción por la Santa Virgen cuando el tedio y el malestar paralizan nuestra vida. En realidad, no debemos hablar aquí de devoción, ya que no hay cristianismo sin ella.
La Iglesia no habría desplegado tanta magnificencia desde su Inmaculada Concepción hasta su Asunción gloriosa si la Virgen no hubiera sido más que un medio, un recurso seductor, aunque de un solo instante, del que el Señor se hubiera servido para habitar entre nosotros. Sigue siendo el medio y el procedimiento eterno de Dios.
Según san Pablo: una revolución.
Es la misericordia,
la misericordia que salva,
«Vamos a morir, pues hemos visto al Señor...» (Jc 13,22),
la misericordia ofrecida a todos los hombres,
una revolución religiosa considerable.
«Él nos enseña» (Tt 2,12): nos basta esta única lección para saberlo todo...
En efecto, esta lección es eficaz porque es una reedición de nosotros mismos en el Señor. No solamente el Señor se ofreció, se presentó y se manifestó a nosotros, sino que formó toda nuestra educación interior. Nos encontró como niños, ignorantes, y nos transformó: es la obra del Misterio de Dios, en el bautismo y en el transcurso de nuestra vida. El contacto con la pureza, con la ternura, con la bondad, con la vida de Dios, nos imanta divinamente.
No significa esto que tengamos que observarnos ni descubrir en nosotros en qué medida se realizan nuestros progresos espirituales; es bueno progresar sin saberlo, conociendo sólo los progresos a los que el alma debe tender sin cesar. Una coquetería introspectiva de esta naturaleza es lo propio de un espíritu enclenque.
Además, nosotros no podemos saber nada de ese progreso: los crecimientos sobrenaturales no disponen de un termómetro: «Descenderá como lluvia sobre el césped y como llovizna que empapa la tierra» (Sal 71,6). La obra de Dios se realiza silenciosamente. Pero de mucho más valor que estas curiosidades es la docilidad a la acción de la gracia que se realiza en nosotros. 
La mano y la influencia de Nuestra Señora. La influencia ma-ternal es soberana y omnipotente, porque es constante y querida. Se dice que la conciencia se despierta en nosotros mediante los pequeños castigos infligidos por nuestros primeros delitos: pan a secas, algún pescozón. Pero lo que es más eficaz y seguro, más habitual también, es la influencia materna, las felicitaciones, los estímulos, la palabra, simplemente la mirada.
«Él nos enseña» (Tt 2,12). Seguimos siendo niños para ella. Uno siempre es un chiquillo para su madre. No crece ante ella: «Dichoso el hombre que me escucha y vela a mi puerta. Todo el que me encuentra ha encontrado la vida y goza del favor de Dios» (Pr 8,34-35). Nuestra educación sobrenatural tendrá que venir de esta fuente.
Hemos hablado de una edición nueva de nosotros mismos y eso parece una metáfora. Todos nosotros participamos bastante de la objeción del buen Nicodemo: «¿Cómo podría un hombre volver a nacer, siendo viejo?» (Jn 3,4).
Así el Apóstol explica y resume en pocas palabras la tarea de nuestra vida sobrenatural: «Renunciar a la vida impía y a los deseos mundanos, y vivir en este mundo con equilibrio, rectitud y piedad, aguardando la dicha que esperamos» (Tt 2,12-13). El pensamiento del Apóstol no queda sino insuficientemente expresado con el término Abnegantes.
Renunciar: supone que la cosa está hecha y que se ha rechazado definitivamente todo lo que es irreconciliable con Dios y con sus exigencias soberanas, habiendo renunciado a la impiedad y a los deseos del mundo.
Sin embargo, es justo no descuidarse y vigilar. No salimos nunca completamente de la vida purgativa. Las distinciones, muy reales pero, a veces, concebidas con una finalidad metódica y di-dáctica, no deben oscurecer ni velar esta verdad de que pertenecemos siempre simultáneamente a estas tres vidas y que el estado real del alma se define por la que predomina.
He aquí el punto negativo.

El positivo, en pocas palabras:
Sobrie: es la mesura,
Modestia: la actitud recogida de los que se sienten con Dios y como en un santuario. El domingo pasado nos lo decía: «Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres» (Flp 4,5), y la Santísima Virgen nos invita a ello con esta actitud característica: «María conservaba todas estas cosas, y las guardaba en su corazón» (Lc 2,19).
Juste: el prójimo. No somos justos con él más que amándolo. La caridad es una deuda real para con el prójimo: «Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor» (Rm 13,8). Es más, esta deuda no prescribe nunca, jamás acabamos de pagarla, no podemos remitirla a otro ni hacer condonación, y cuanto más se paga más se debe40».
Et pie: es el contacto de ternura con Dios, nuestro Padre. Es la disposición interior que nos hace parecernos al Hijo de Dios y nos mantiene bajo la presión interior del Espíritu de Dios: «Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4,6).
In hoc sæculo: san Pablo se encontraba al final de sus días; pocos meses le quedaban para morir...
La práctica de estas disposiciones sobrenaturales bastaría ya para ser dichoso, pero Dios quiso, mediante esta dicha, prepararnos para la dicha definitiva.
Exspectantes beatam spem: no se nos dice en qué consiste; se nos asegura solamente que esta “dichosa esperanza” tendrá lugar en la manifestación de Jesucristo, Dios y Salvador nuestro.
«Después de este destierro, muéstranoslo, ¡oh Clemente, oh Piadosa, o dulce Virgen María!».
Nosotros le hemos devuelto su iglesia.

«MISSUS EST» 1912.

Fuente: Ediciones Monte Casino, Benedictinas, Zamora, por gentileza de Sor Sara Fernández