La Virgen María fuente de Vida Sobrenatural

Abad Paul Delatte, Monasterio de Solesmes

 

Nada nos obliga a salir de nuestro tema acostumbrado; podemos, incluso hoy, permanecer fieles a la doctrina del Evangelio de san Juan: «Para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y que creyéndolo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31).
No hay más doctrina que repetir que ésta:
–la vida sobrenatural traída al mundo por el Hijo de Dios;
–el procedimiento de esta vida sobrenatural: la fe;
–el fruto de esta vida sobrenatural: la comunión con Nuestro Señor Jesucristo y, por lo tanto, una verdadera sociedad y un sistema de relaciones especiales e íntimas con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo: en una palabra, con el verdadero Dios.
Debemos observar, no obstante, que la vida sobrenatural que está en nosotros no es la vida de Dios mismo, que es incomunicable; es la vida divino–humana del Hijo de Dios hecho hombre, Nuestro Señor Jesucristo.
Es lo que san Juan nos da a entender cuando dice: «Para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31).
O cuando en la alegoría de la vid y sus sarmientos dice: «Yo soy la vid y vosotros, los sarmientos» (Jn 15,5).
Y lo mismo nos enseña san Agustín en estas profundas palabras: «Porque Él era Dios y nosotros no teníamos la naturaleza divina, se hizo hombre a fin de que en él su naturaleza humana fuera como una viña de la que nosotros pudiéramos ser sus sarmientos»46.
Y a partir de entonces nos damos cuenta inmediatamente, en este mundo sobrenatural, de los vínculos que nacen entre Dios y nosotros; pero también, en virtud de esta vida divino–humana tomada del seno de la Virgen, de las relaciones filiales que van de nosotros a Ella, y de Ella a nosotros.
Y cuanto más crece esta vida sobrenatural tanto más íntimas se vuelven estas relaciones.
Además, las disposiciones de las almas son muy variadas. Los hay que, sin discutir en absoluto la doctrina, se extrañan cuando se les habla de la Santísima Trinidad. No lo entienden, y la doctrina les parece abstracta; mejor sería, en lugar de un Dios en tres Personas, una Trinidad en una sola Persona.
Dios se ha ocupado de eso.
Cuando nos esforzamos en dibujar intelectualmente la Santísima Trinidad, las analogías y la propia teología nos hacen atribuir la ternura al Padre, la belleza, al Hijo, la pureza, al Espíritu Santo.
Considerando esto, ¿no es la Santísima Virgen un resumen de la Santísima Trinidad; no es ella todo ternura, todo belleza, todo pureza: ternura en cuanto Madre, belleza en cuanto Esposa, pureza en cuanto Virgen? ¿Y no es verdad que, al comulgar con la Vida de su Hijo, una intimidad de naturaleza se crea entre ella y nosotros? No podemos ser hijos de Dios, hermanos de Nuestro Señor Jesucristo, sin pertenecer filialmente a la Virgen.
Ya sé, me diréis, eso es lo que se dice siempre, pero ¿no será una fabulación mística, una especie de idilio sentimental, un amable comentario marginal?
Creo, por el contrario, que esto es la realidad misma, que no hay cristianismo sin eso, que nuestro corazón no tiene derecho a crearse otros afectos que no sean los mismos del Señor; en una palabra, que el desconocimiento de esta relación que nos une a la Virgen se encuentra en la raíz de nuestras recaídas, de nuestros retrasos, de nuestras dilaciones, de nuestras indelicadezas, de nuestros engaños, de nuestras infidelidades.
Se nos ha dicho que quien oye la voz del Hijo de Dios y cree en Él ha pasado de la muerte a la vida, y que lleva en sí mismo la vida: «Tiene vida eterna» (Jn 5,24). Y, ¡desde ese momento mismo! Detengámonos a considerar la ley de esta vida.
Tener la vida significa llevar en uno mismo el principio de un movimiento espontáneo, un vigor que anima, sostiene, dirige todo nuestro ser. Pues toda vida no se desarrolla sino por una actividad que parte desde el interior.
Tener la vida eterna es llevar en sí mismo una fuerza que no se extingue, y que dura hasta la eternidad, y prosigue en el más allá.
Aunque llevamos en nosotros una vida que poseemos en nosotros mismos, esta vida, natural por ejemplo, no se desarrolla y crece más que por el ejercicio y la fuerza de facultades que le son propias. Mas, cuando esta vida que llevamos en nosotros mismos, «tesoro en vasos de barro» (2Co 4,7), la poseemos, no en nosotros mismos, sino en otro, la ley de una vida así sólo podrá mantenerse, crecer y ensancharse mediante una correspondencia, un contacto, una intususcepción de la vida que ella recibe y que no posee en sí misma.
La ley de esta vida sobrenatural que llevamos en nosotros, pero que sólo poseemos en Jesucristo: «de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Jn 1,16) –y debemos estar íntimamente unidos a esta plenitud–; la ley, digo, de esta vida sobrenatural consistirá para nosotros en permanecer en contacto asiduo con ella. Así como el Hijo recibe sin cesar del Padre, nosotros recibimos continuamente del Verbo Encarnado. Habitamos en Él: junto a Dios. 
No podemos comenzar nuestra vida sobrenatual más que por la fe. Quien piense de otro modo será un pelagiano y necesitará leer toda la Epístola a los Romanos para darse cuenta de que su pretensión es puramente naturalista. Pero esta misma vida sobrenatural que pedimos al Señor, no solamente cuando se origina en nosotros, sino en todo momento, pues Él es la plenitud y posee su vida en sí mismo; creer que esta vida sobrenatural, esta vida del Señor en nosotros, se mantiene, crece, se desarrolla y acaba por otros procedimientos distintos de los que le dieron origen, y de forma diferente de la adhesión perfecta al Señor, sería naturalismo. No se trata de algo abstracto que podamos hacer crecer mediante la reflexión, no es una tierra que podamos hacer fructificar fuera de Dios; tampoco es una fuerza física que podamos cultivar mediante ejercicios ortopédicos: «No se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia» (Rm 9,16).
Soy consciente de los indocumentados reproches a los que uno se expone hablando de esta forma, pero no traicionaré por eso la doctrina que nos viene de Dios. No podemos empezar a vivir más que por la fe, no vivimos sino por su continuidad en nosotros, y no somos dignos, ni crecemos sino por la caridad: «Principium merendi est caritas».
Vuestros deseos, vuestras tensiones, vuestras energías, vuestras prácticas, todo eso que viene de vosotros no es más que judaísmo, pelagianismo, naturalismo puro. Podréis crecer en vuestra propia estima en tanto en cuanto os limitéis sólo a prácticas: sí, el hombre se exalta siempre por lo que hace, y no hay devoción que nos satisfaga, ni que nos enorgullezca ni que sea más inútil ante Dios que la que consiste en obligaciones materiales. El fariseo del Evangelio sabe mucho de esto, y se regocija ante Dios por lo que hace. Pero se trata de otra cosa:
–se trata para vosotros de creer, es decir, de pensar como Nuestro Señor Jesucristo,
–de tener esperanza, es decir, de querer como Él,
–de amar como Él,
–amar como Él y, en consecuencia, amar con las mismas prioridades que Él, adoptar todos sus afectos. «Amontonad esfuerzo sobre esfuerzo, prácticas sobre prácticas, id todavía más lejos, recibid agua bendita, embruteceos», todo esto no os servirá de nada y vuestra vida permanecerá inflada y paralizada si no amáis,
–si no amáis como el Señor,
–si no amáis a su Madre,
–si no la colocáis en el primer lugar de vuestros afectos.
Ella forjará nuestra educación sobrenatural, pues eso es cosa de las madres, y los autores espirituales me enseñan que el Señor no ha desdeñado aprender de su Madre. Sólo con esta condición podemos esperar que nuestra educación sobrenatural se realice por su manos.
Y si necesitamos aún más razones, estudiemos más detenidamente el misterio de estos días.
Todo lo que existe y acontece no es sino una revelación de Dios: la creación y la historia sólo hablan de Él. Pero existen, sin embargo, obras y hechos de la historia sobrenatural en los que Él deja su huella y se entrega más. Parece que descubrimos los rasgos y el carácter de Dios.
Ved: lleva en su pensamiento un designio a la vez único y universal, porque todo vuelve a Él, el pasado y el presente, el tiempo y la eternidad, Dios y la criatura, su propia gloria y la felicidad de toda la humanidad. Este fue el designio desde toda su eternidad, cuyo plan fijó al detalle: «Negotium omnium sæculorum».
Y he aquí que Dios subordina la ejecución de este designio a la aceptación de esta joven Virgen de Judá, y antes incluso de dejarse llevar en sus brazos, se entrega a ella, se inclina ante ella, solicita su consentimiento, hace depender del movimiento de su corazón y de las palabras de sus labios el cumplimiento de su eterno pensamiento.
No es la creación la que espera y suplica: «¡Acoge la palabra, Virgen María!», es Dios mismo quien está en la espera. Él, que a todos da con abundancia, entonces quiso recibir.
Corresponderá a la Virgen asignar a Dios un lugar en su creación, y Dios se preciará de estarle agradecido. ¿Acaso no nos percatamos al instante de la altura a que la eleva el reconocimiento de Dios?
Quisiera decir algunas palabras del nuestro.
En el capítulo 9 de los Proverbios, en una página que la Iglesia relaciona con la Virgen, la Sabiduría invita a todos a su banquete, al verdadero banquete de la vida sobrenatural: «Venid –nos dice– y comed de mi pan y bebed del vino que he mezclado para vosotros» (Pr 9,5).
Ninguno de los que comulgan y celebran la Santa Misa debe dejar de atribuir estas palabras a la Virgen, Nuestra Madre.
La invitación es admirable: venid, comed mi pan, porque es verdaderamente mío, y os ha llegado por mediación mía; mis manos virginales lo han amasado y preparado para vosotros: «Comedite panem meum». Este vino en verdad salió de mi corazón para daros a todos la fuerza y la pureza.
Amén.

«MISSUS EST» 1914

Fuente: Ediciones Monte Casino, Benedictinas, Zamora, por gentileza de Sor Sara Fernández