En la Solemnidad de la Anunciación del Señor.      La vida de Dios

Padre Guillermo Juan Morado

 

El Papa Juan Pablo II, de cuya muerte pronto se cumplirá el primer aniversario, había pedido en su encíclica “Evangelium vitae”, fechada el 25 de marzo de 1995, la celebración anual de una Jornada por la Vida: “propongo – escribía el Papa – que se celebre cada año en las distintas Naciones una Jornada por la Vida [...] Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración...” (“Evangelium vitae”, 85).  

Esta petición del Papa ha sido escuchada en muchos lugares. En torno al día 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, en muchas ciudades de España y del mundo se celebran oraciones y actos a favor de la vida. Todas estas iniciativas son un signo de esperanza. A pesar de los pesares, algo se mueve a favor de la vida. Son muchas las personas que quieren anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida.  

La solemnidad de la Anunciación del Señor celebra el misterio de la Encarnación del Verbo, por el cual el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella la redención. Por obra del Espíritu Santo, Jesucristo fue concebido como hombre en el seno de la Virgen María. La vida humana pasa a ser, por la Encarnación, vida “de” Dios, ya que “todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto” (“Catecismo de la Iglesia Católica”, 468).  

La sacralidad de la vida humana, así como la dignidad de la persona, encuentran en la Encarnación del Hijo de Dios no sólo una confirmación, sino una verdadera exaltación. En Él, hombre perfecto, “la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual”. Porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre “en cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo” (“Evangelium vitae, 84).  

No desconocemos la realidad de los ataques y desprecios contra la vida humana: el crimen del aborto; la eutanasia; la violencia terrorista; la guerra; la violencia doméstica y la perpetrada contra las mujeres; la desprotección de la vida humana en su etapa embrionaria; la extrema pobreza en la que se ven condenadas a vivir tantas personas. Pero no podemos desesperarnos. Hemos de dar a conocer a Jesucristo. En Él se da al hombre la posibilidad de conocer “toda la verdad sobre el valor de la vida humana” (“Evangelium vitae, 29).  

La oración es alabanza a Dios vivo y verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo. De Él recibimos todas las bendiciones, desde el haber sido creados hasta el don de la vida nueva que infunde en nosotros por la fe y el bautismo. La oración nos sitúa ante la verdad última sobre nosotros mismos: somos criaturas de Dios, hechos a su imagen, llamados a entrar en diálogo personal con nuestro Creador. La adoración nos da la capacidad de reconocer a Dios y de contemplar todas las cosas en relación con Él. Del reconocimiento de Dios brota el reconocimiento del otro como un sujeto indisponible, cuya dignidad no puede ser jamás vulnerada.  

La defensa de la sacralidad de la vida humana no es, en primer lugar, un empeño ético, sino una consecuencia de adorar a Dios “en espíritu y en verdad”, de adorar a Aquel que envió al mundo a su Palabra para hac erse carne y acampar entre nosotros a fin de que pudiésemos contemplar su gloria (cf  Juan 1, 14).