La Encarnación

Padre Leo J. Trese 

¿Quién es María? El 25 de marzo celebramos el gran acontecimiento que llamamos «la Encarnación», el anuncio del Arcángel Gabriel a María de que Dios la había escogido para ser madre del Redentor. 

El día de la Anunciación, Dios cubrió la infinita distancia que había entre El y nosotros. 

Por un acto de su poder infinito, Dios hizo lo que a nuestra mente humana parece imposible: unió su propia naturaleza divina a una verdadera naturaleza humana, a un cuerpo y alma como el nuestro. Y, lo que nos deja aún más asombrados, de esta unión no resultó un ser con dos personalidades, la de Dios y la de hombre. Al contrario, las dos naturalezas se unieron en una sola Persona, la de Jesucristo, Dios y hombre. 

Esta unión de lo divino y humano en una Persona es tan singular, tan especial, que no admite comparación con otras experiencias humanas, y, por lo tanto, está fuera de nuestra capacidad de comprensión. Como la Santísima Trinidad, es uno de los grandes misterios de nuestra fe, al que llamamos el misterio de la Encarnación. 

En el Evangelio de San Juan leemos «Verbum caro factum est», que el Verbo se hizo carne, o sea, que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, se encarnó, se hizo hombre. Esta unión de dos naturalezas en una sola Persona recibe un nombre especial, y se llama unión hipostática (del griego hipóstasis, que significa «lo que está debajo»). 

Para dar al Redentor una naturaleza humana, Dios eligió a una doncella judía de quince años, llamada María, descendiente del gran rey David, que vivía oscuramente con sus padres en la aldea de Nazaret. María, bajo el impulso de la gracia, había ofrecido a Dios su virginidad, lo que formaba parte del designio divino sobre ella. 

Era un nuevo ornato para el alma que había recibido una gracia mayor en su mismo comienzo. Cuando Dios creó el alma de María, en el instante mismo de su concepción en el seno de Ana, la eximió de la ley universal del pecado original. María recibió la herencia perdida por Adán. Desde el inicio de su ser, María estuvo unida a Dios. Ni por un momento se encontró bajo el dominio de Satán aquella cuyo Hijo le aplastaría la cabeza. 

Aunque María había hecho lo que hoy llamaríamos voto de castidad perpetua, estaba prometida a un artesano llamado José. Hace dos mil años no había «mujeres independientes» ni «mujeres de carrera». En un mundo estrictamente masculino, cualquier muchacha honrada necesitaba un hombre que la tutelara y protegiera. Más aún, no entraba en el plan de Dios que, para ser madre de su Hijo, María tuviera que sufrir el estigma de las madres solteras. Y así, Dios, actuando discretamente por medio de su gracia, procuró que María tuviera un esposo. 

El joven escogido por Dios para esposo de María y guardián de Jesús era, de por sí, un santo. El Evangelio nos lo describe diciendo, sencillamente, que era un «varón justo». El vocablo «justo» significa en su connotación hebrea un hombre lleno de toda virtud. Es el equivalente a nuestra palabra actual «santo». 

No nos sorprende, pues, que José, al pedírselo los padres de María, aceptara gozosamente ser el esposo legal y verdadero de María, aunque conociera su promesa de virginidad y que el matrimonio nunca sería consumado. María permaneció virgen no sólo al dar a luz a Jesús, sino durante toda su vida. Cuando el Evangelio menciona «los hermanos y hermanas» de Jesús, tenemos que recordar que es una traducción al castellano de la traducción griega del original hebreo, y que allí estas palabras significan, sencillamente, «parientes consanguíneos», más o menos lo mismo que nuestra palabra «primos». 

La aparición del ángel sucedió mientras permanecía con sus padres, antes de irse a vivir con José. El pecado vino al mundo por libre decisión de Adán; Dios quiso que la libre decisión de María trajera al mundo la salvación. Y el. Dios de cielos y tierra aguardaba el consentimiento de una muchacha. 

Cuando, recibido el mensaje angélico, María inclinó la cabeza y dijo «Hágase en mí según tu palabra», Dios Espíritu Santo (a quien se atribuyen las obras de amor) engendró en el seno de María el cuerpo y alma de un niño al que Dios Hijo se unió en el mismo instante. 

Por aceptar voluntariamente ser Madre del Redentor, y por participar libremente (¡y de un modo tan íntimo!) en su Pasión, María es aclamada por la Iglesia como Corredentora del género humano. 

Es este momento trascendental de la aceptación de María y del comienzo de nuestra salvación el que conmemoramos cada vez que recitamos el Angelus. 

Y no sorprende que Dios preservara el cuerpo del que tomó el suyo propio de la corrupción de la tumba. En el cuarto misterio glorioso del Rosario, y anualmente en la fiesta de la Asunción, celebramos el hecho que el cuerpo de María, después de la muerte, se reunió con su alma en el cielo. 

Quizá algunos hayamos exclamado en momentos de trabajo excesivo: «Quisiera ser dos para poder atenderlo todo», y es una idea interesante que puede llevarnos a fantasear un poco, pero con provecho. 

Imaginemos que yo pudiera ser dos, que tuviera dos cuerpos y dos almas y una sola personalidad, que sería yo. Ambos cuerpos trabajarían juntos armónicamente en cualquier tarea que me ocupara. Resultaría especialmente útil para transportar una escalera de mano o una mesa. Y las dos mentes se aplicarían juntas a solucionar cualquier problema que yo tuviera que afrontar, lo que `sería especialmente grato para resolver preocupaciones y tomar decisiones. 

Es una idea total y claramente descabellada. Sabemos que en el plan de Dios sólo hay una naturaleza humana (cuerpo y alma) para cada persona humana (mi identidad consciente que me separa de cualquier otra persona). Pero esta fantasía quizá nos ayude a entender un poquito mejor la personalidad de Jesús. La unión hipostática, la unión de una naturaleza humana y una naturaleza divina en una Persona, Jesucristo, es un misterio de fe, lo que significa que no podemos comprenderlo del todo, pero eso no quiere decir que seamos incapaces de comprender nada. 

Como segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, Jesús existió por toda la eternidad. Y por toda la eternidad es engendrado en la mente del Padre. Luego, en un punto determinado del tiempo, Dios Hijo se unió en el seno de la Virgen María, no sólo a un cuerpo como el nuestro, sino a un cuerpo y a un alma, a una naturaleza humana completa. El resultado es una sola Persona, que actúa siempre en armonía, siempre unida, siempre como una sola identidad. 

El Hijo de Dios no llevaba simplemente una naturaleza humana como un obrero lleva su carretilla. El Hijo de Dios, en y con su naturaleza humana, tenía (y tiene) una personalidad tan individida y singular como la tendríamos nosotros en y con las dos naturalezas humanas que, en nuestra fantasía, habíamos imaginado. 

Jesús mostró claramente su dualidad de naturalezas al hacer, por una parte, lo que sólo Dios podría hacer, como, por su propio poder, resucitar muertos. Por otra parte, Jesús hizo las cosas más corrientes de los hombres, como comer, beber y dormir. Y téngase en cuenta que Jesús no hacía simplemente una apariencia de comer, beber, dormir y sufrir. 

Cuando come es porque realmente tiene hambre; cuando duerme es porque realmente está fatigado; cuando sufre siente realmente el dolor. 

Con igual claridad Jesús mostró la unidad de su personalidad. En todas sus acciones había una completa unidad de Persona. Por ejemplo, no dice al hijo de la viuda: «La parte de Mí que es divina te dice: ¡Levántate!». Jesús manda simplemente: «A ti lo digo: ¡Levántate!». En la Cruz, Jesús no dijo: «Mi naturaleza humana tiene sed», sino que clamó: «Tengo sed». 

Puede que nada de lo que venimos diciendo nos ayude mucho a comprender las dos naturalezas de Cristo. En el mejor de los casos, será siempre un misterio. Pero, por lo menos, nos recordará al dirigirnos a María con su glorioso título de «Madre de Dios» que no estamos utilizando una imagen poética. 

A veces, nuestros amigos acatólicos se escandalizan de lo que llaman «excesiva» glorificación de María. No tienen inconveniente en llamarla María la Madre de Cristo, pero antes morirían que llamarla Madre de Dios. Y, sin embargo, a no ser que nos dispongamos a negar la divinidad de Cristo (en cuyo caso dejaríamos de ser cristianos), no hay razones para distinguir entre «Madre de Cristo» y «Madre de Dios». 

Una madre no es sólo madre del cuerpo físico de su hijo; es madre de la persona entera que lleva en su seno. La completa Persona. concebida por María es Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El Niño que hace casi veinte siglos parió en el establo de Belén tenía, en cierto modo, a Dios como Padre dos veces: la segunda Persona de la Santísima Trinidad tiene a Dios como Padre por toda la eternidad. Jesucristo tuvo a Dios como Padre también cuando, en la Anunciación, el Espíritu Santo engendró un Niño en el seno de María. 

Cualquiera que tenga un amigo amante de los perros sabe la verdad que hay en el dicho inglés «si me amas, ama a mi perro», lo que puede parecer tonto a nuestra mentalidad. 

Pero estoy seguro que cualquier hombre o mujer suscribiría la afirmación, «si me amas, ama a mi madre». 

¿Cómo puede, entonces, afirmar alguien que ama a Jesucristo verdaderamente si no ama también a su Madre? Los que objetan que el honor dado a María se detrae del debido a Dios; los que critican que los católicos «añaden» una segunda mediación «al único Mediador entre Dios y hombre, Jesucristo Dios encarnado», muestran lo poco que han comprendido la verdadera humanidad de Jesucristo. Porque Jesús ama a María no con el mero amor imparcial que tiene Dios por todas las almas, no con el amor especial que tiene por las almas santas; Jesús ama a María con el amor humano perfecto que sólo el Hombre Perfecto puede tener por una Madre perfecta. Quien empequeñece a María no presta un servicio a Jesús. Al contrario, quien rebaja el honor de María reduciéndola al nivel de «una buena mujer», rebaja el honor de Dios en una de sus más nobles obras de amor y misericordia. 

¿Quién es Jesucristo? El mayor don de nuestra vida es la fe cristiana. Nuestra vida entera, la cultura incluso de todo el mundo occidental, están basadas en el firme convencimiento de que Jesucristo vivió y murió. Lo normal sería que procuráramos poner los medios para conocer lo más posible sobre la vida de Aquel que ha influido tanto en nuestras personas como en el mundo. 

Y, sin embargo, hay católicos que han leído extensas biografías de' cualquier personaje más o menos famoso y todavía no han abierto un libro sobre la vida de Jesucristo. 

Sabiendo la importancia que El tiene para nosotros, da pena que nuestro conocimiento de Jesús se limite, en muchos casos, a los fragmentos de Evangelio que se leen los domingos en la Misa. 

Por lo menos tendríamos que haber leído la historia completa de Jesús tal como la cuentan Mateo, Marcos, Lucas y Juan en el Nuevo Testamento. Y cuando lo hayamos hecho, la narración de los Evangelios adquirirá más relieve si la completamos con un buen libro sobre la biografía de Jesús. 

Hay muchos en las librerías y bibliotecas públicas. En estos libros los autores se apoyan en su docto conocimiento de la época y costumbres en que vivió Jesús, para dar cuerpo a la escueta narración evangélica (* ). 

Para nuestro propósito, bastará aquí una muy breve exposición de algunos puntos más destacados de la vida terrena de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Tras el nacimiento de Jesús en la cueva de Belén la primera Navidad, el siguiente acontecimiento es la venida de los Magos de Oriente, guiados por una estrella, para adorar al Rey recién nacido. 

Fue un acontecimiento de gran significación para nosotros que no somos judíos. Fue el medio que Dios utilizó para mostrar, pública y claramente, que el Mesías, el Prometido, no venía a salvar a los judíos solamente. Según su general creencia, el Mesías que habría de venir sería exclusiva pertenencia de los hijos de Israel, y llevaría a su nación a la grandeza y la gloria. Pero con su llamada a los Magos para que acudieran a Belén, Dios manifestó que Jesús venía a salvar tanto a los gentiles o no judíos como a su pueblo elegido. Por eso, la venida de los Magos se conoce con el nombre griego de «Epifanía», que significa «manifestación». Por eso también, este acontecimiento tiene tanta importancia para ti y para mí. Aunque la fiesta de Epifanía no es de precepto en algunos países por dispensa de la ley general, la Iglesia le concede igual e incluso mayor dignidad que a la fiesta de Navidad. 

Después de la visita de los Magos y consiguiente huida de la Sagrada Familia a Egipto para escapar del plan de muerte de Herodes, y su retorno a Nazaret, la siguiente ocasión en que vemos a Jesús es acompañando a María y José a Jerusalén para celebrar la gran fiesta judía de la Pascua. La historia de la pérdida de Jesús y su encuentro en el Templo, tres días más tarde, nos es bien conocida. Luego, el evangelista San Lucas deja caer un velo de silencio sobre la adolescencia y juventud de Jesús, que resume en una corta frase: «Jesús crecía en sabiduría y edad ante Dios y ante los hombres» (2,52). 

Esta frase, «Jesús crecía en sabiduría», plantea una cuestión que vale la pena que consideremos un momento: la cuestión de si Jesús, al crecer, tenía que aprender las cosas como los demás niños. Para responder, recordemos que Jesús tenía dos naturalezas, la humana y la divina. Por ello, tenía dos clases de conocimiento: el infinito que Dios tiene, el conocimiento de todo que Jesús, está claro, poseía desde el principio de su existencia en el seno de María; y, como hombre, Jesús tenía también otro tipo de conocimiento, el humano. A su vez, este conocimiento humano de Jesús era de tres clases. 

Jesús, en primer lugar, tenía el conocimiento beatífico desde el momento de su concepción, consecuencia de la unión de su naturaleza humana a una naturaleza divina. 

Este conocimiento es similar al que tú y yo tendremos cuando veamos a Dios en el cielo. 

Luego, Jesús poseía también la ciencia infusa, un conocimiento como el que Dios dio a los ángeles y a Adán de todo lo creado, conferido directamente por Dios, y que no hay (*) Entre muchas y muy buenas biografías de Jesús, en castellano pueden leerse desde la clásica Vida de Jesucristo, de Fray Luis de Granada a las actuales Vida de Cristo, de Fray Justo Pérez de Urbe], El Cristo de nuestra fe y Jesucristo de Karl Adam, La historia de Jesucristo, de R. L. Bruckberger o Vida de Nuestro Señor Jesucristo, de Fillion. 

que adquirir por razonamientos laboriosos partiendo de los datos que proporcionan los sentidos. Además, Jesús poseía el conocimiento experimental -el conocimiento por la experiencia-, que iba adquiriendo conforme crecía y se desarrollaba. 

Un navegante sabe que hallará determinada isla en un punto determinado del océano gracias a sus mapas e instrumentos. Pero, al encontrarla, ha añadido el conocimiento experimental a su previo conocimiento teórico. De modo parecido, Jesús sabía desde el principio cómo sería el andar, por ejemplo. Pero adquirió el conocimiento experimental solamente cuando sus piernas fueron lo suficientemente fuertes para sostenerle... Y así, cuando el Niño tenía doce años, San Lucas nos lo deja oculto en Nazaret dieciocho años más. 

Se nos puede ocurrir preguntarnos por qué Jesucristo «desperdició» tantos años de su vida en la humilde oscuridad de Nazaret. De los doce a los treinta años, el Evangelio no nos dice absolutamente nada de Jesús, excepto que «crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres». 

Luego, al considerarlo más despacio, vemos que Jesús, con sus años ocultos de Nazaret, está enseñando una de las lecciones más importantes que el hombre pueda necesitar. 

Dejando transcurrir tranquilamente año tras año, nos explicita la enseñanza de que ante Dios no hay persona sin importancia ni trabajo que sea trivial. 

Dios no nos mide por la importancia de nuestro trabajo, sino por la fidelidad con que procuramos cumplir lo que ha puesto en nuestras manos, por la sinceridad con que nos dedicamos a hacer nuestra su voluntad. 

Efectivamente, los callados años que pasó en Nazaret son tan redentores como los tres de vida activa con que acabó su ministerio. Cuando clavaba clavos en el taller de José, Jesús nos redimía tan realmente como en el Calvario, cuando otros le atravesaban las manos con ellos. 

«Redimir» significa recuperar algo perdido, vendido o regalado. Por el pecado el hombre había perdido -arrojado- su derecho de herencia a la unión eterna con Dios, a la felicidad perenne en el cielo. El Hijo de Dios hecho hombre asumió la tarea de recuperar ese derecho para nosotros. Por eso se le llama Redentor, y a la tarea que realizó, redención. 

Y del mismo modo que la traición del hombre a sí mismo se realiza por la negativa a dar su amor a Dios (negativa expresada en el acto de desobediencia que es el pecado), así la tarea redentora de Cristo asumió la forma de un acto de amor infinitamente perfecto, expresado en el acto de obediencia infinitamente perfecta que abarcó toda su vida en la tierra. La muerte de Cristo en la Cruz fue la culminación de su acto de obediencia; pero lo que precedió al Calvario y lo que le siguió es parte también de su Sacrificio. 

Todo lo que Dios hace tiene valor infinito. Por ser Dios, el más pequeño de los sufrimientos de Cristo era suficiente para pagar el rechazo de Dios por los hombres. El más ligero escalofrío que el Niño Jesús sufriera en la cueva de Belén bastaba para satisfacer por todos los pecados que los hombres pudieran apilar en el otro platillo de la balanza. 

Pero, en el plan de Dios, esto no era bastante. El Hijo de Dios realizaría su acto de obediencia infinitamente perfecta hasta el punto de «anonadarse» totalmente, hasta el punto de morir en el Calvario o Gólgota, que significa «Lugar de la Calavera». El Calvario fue la cima, la culminación del acto redentor. Nazaret, como Belén, son parte del camino que conduce a él. Por el hecho de que la pasión y muerte de Cristo superaran tanto el precio realmente preciso para satisfacer por el pecado, Dios nos hace patente de un modo inolvidable las dos lecciones paralelas de la infinita maldad del pecado y del infinito amor que El nos tiene. 

Cuando Jesús tenía treinta años de edad, emprendió la fase de su tarea que llamamos comúnmente su vida pública. Tuvo comienzo con su primer milagro público en las bodas de Caná, y se desarrolló en los tres años siguientes. Durante estos años Jesús viajó a lo largo y ancho del territorio palestino, predicando al pueblo, enseñándoles las verdades que debían conocer y las virtudes que debían practicar si querían beneficiarse de su redención. 

Aunque los sufrimientos de Cristo bastan para pagar por todos los pecados de todos los hombres, esto no quiere decir que cada uno, automáticamente, quede liberado del pecado. Aún es necesario que cada uno, individualmente, se aplique los méritos del sacrificio redentor de Cristo, o, en el caso de los niños, que otro se los aplique por el Bautismo. 

Mientras viajaba y predicaba, Jesús obró milagros innumerables. No sólo movido por su infinita compasión, sino también (y principalmente) para probar su derecho a hablar como lo hacía. Pedir a sus oyentes que le creyeran Hijo de Dios era pedir mucho. Por ello, al verle limpiar leprosos, devolver la vista a ciegos y resucitar a muertos, no les dejaba lugar para dudas sinceras. 

Además, durante estos tres años, Jesús les recordaba continuamente que el reino de Dios estaba próximo. Este reino de Dios en la tierra -que nosotros llamamos Iglesia- sería la preparación del hombre para el reino eterno del cielo. La vieja religión judaica, establecida por Dios para preparar la venida de Cristo, iba a terminar. La vieja ley del temor iba a ser reemplazada por la nueva ley del amor. 

Muy al principio de su vida pública, Jesús escogió los doce hombres que iban a ser los primeros en regir su reino, los primeros obispos y sacerdotes de su Iglesia. Durante tres años instruyó y preparó a sus doce Apóstoles para la tarea que les iba a encomendar: establecer sólidamente el reino que El estaba fundando.

Libro: La fe explicada

Fuente: dudasytextos.com