La Anunciación

Padre Jean Laplace

Esta narración, leída y releída por tantas generaciones, como la narración de la creación del hombre, nos sitúa en el centro mismo del misterio de Dios y de sus relaciones con la humanidad. A través de la exégesis que de él se ha hecho, el que ora trata de ponerse en contacto con la realidad que yace bajo estas palabras y con la actitud espiritual de María. No se puede por menos de pedir con insistencia el conocimiento intimo que tuvo María del Verbo Encarnado a fin de descubrir a través de él cuál es la propia vocación y la manera de responder a ella.

Ante un misterio tan grande corremos el peligro de buscar sólo ideas y no gustar su sabor inagotable.

Más allá de las palabras del Ángel se revela el plan de Dios sobre la humanidad: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. «Todos nosotros a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos trasformamos en la misma imagen» (2 Cor 3, 18). Nos da a conocer el misterio de su voluntad... para realizarlo al cumplirse los tiempos: «recapitulando todas las cosas en Cristo». (Ef 1, 9-10). Con María, llena de los dones de Dios, la humanidad comienza a saber lo que es: el Señor está contigo.

También comienza la humanidad a conocer a aquel por quien llega a ser lo que es: Tendrás un hijo... que será llamado Hijo del Altísimo. El Verbo hecho carne, fija su morada en medio de nosotros, y por él «nos vienen la gracia y la verdad». (Jn 1, 17). El hombre no puede decir la ultima palabra sobre sí mismo si no es reconociendo a aquel cuyo sello lleva impreso.

Esa carne por la que él se convierte en nuestra vida y nos une con el Padre (Jn 6, 52-58) es en María la obra del Espíritu: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti»; el Espíritu por quien son creadas todas las cosas, y por el que entramos en la intimidad de Dios. Está presente en María para formar la carne vivificante de Jesús. Esta presente en nosotros para formarnos a su imagen y semejanza La Anunciación inaugura los tiempos nuevos:

«La tierra se llenará del conocimiento de Dios». Las Tres divinas Personas están presentes: como dice san Ignacio, diciendo: «hagamos redención del genero humano» [102]. Todos los hombres están implicados en este proyecto: «ver las personas... y primero las de la haz de la tierra» [106]. María, como Eva, aparece aquí como la madre de los vivientes.

Este parentesco que enlaza a Dios y al hombre por medio de la carne de Jesucristo es obra de la libertad. Porque no nació «de la sangre ni de la voluntad de la carne ni de la voluntad del varón, sino que Dios lo engendró» (Jn 1, 13). María se vuelve a Dios para dar su consentimiento a la obra del Espíritu. Concibe a su hijo en su corazón antes de engendrarlo en su cuerpo. Así es como habla la Tradición de este tema, manifestando así que el nacimiento del Hijo de Dios no se realiza sino mediante el consentimiento del hombre. ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 12, 46-50). También tú te haces hijo de aquel a quien has decidido asemejarte. María, que dirige a Dios el deseo de su corazón, se convierte en madre suya. Por eso, el anuncio que se hace a María de las maravillas que en ella se van a realizar toma la forma de una llamada y de una invitación.

María es el prototipo de la respuesta de la criatura al amor del Criador. Eva volvió su mirada sobre sí misma, se perdió en discusiones sobre las palabras de Dios, y se distanció de Dios. María no conoce este genero de insinceridad. Permanece autentica ante Dios: se considera a sí misma, y con toda verdad, como la obra de su amor. Perfecto espejo que se presenta ante la luz para dejar que en él se refleje; así vive ella del reconocimiento de los dones de Dios. Inmaculada la llamamos, y es ella la mujer que desbarata los esfuerzos de Satanás por conseguir que volvamos la vista hacia nosotros mismos y nos despreocupemos de Dios.

Ni siquiera la promesa del fruto de sus entrañas la esclaviza. No se lanza sobre ella, ávida como Eva. Quiere primero discernir de dónde viene el Espíritu que le habla. Sólo después de haber reconocido la fuente de donde procede, es cuando pronuncia sus sorprendentes palabras: Yo soy esclava del Señor. Que se haga eso en mi, según tu palabra. Cuanto mas reservada estaba en un principio, tanto ahora se muestra mas entregada. Sin protestas de falsa modestia, sin temor por lo que ha de venir. Nada es imposible a Dios. Isabel, la estéril, se ha hecho fecunda. De ella, que es virgen, puede Dios hacer su madre. Ella no es mas que sierva.

Queda entonces María anclada en su fe. No tiene otra luz que la que acaba de recibir: «Eres bienaventurada tu, porque has creído». (Lc 1, 45). Desde entonces ella no cesará de crecer en esa actitud fundamental, que la conducirá a estar en pie junto a la cruz. María no se detiene en los dones de Dios, mientras eso llega. Tan pronto como «el ángel se retira», ella «parte para las montañas». En ella, la donación a los demás brota espontáneamente del encuentro con Dios.

En el misterio de la Anunciación está condensado todo el misterio de una vocación-y puede decirse que toda la vida humana es una vocación-. «¿Cómo puede hacerse eso?». Desde Abraham (Heb 11) la llamada de Dios siempre conduce al hombre hacia lo imposible, hacia lo increíble. El sol se ha escondido. El camino no existe. No encontramos las habituales seguridades. Para avanzar, como María, no contamos más que con la fe, y con sus consecuencias, consiguientemente con la cruz, las tinieblas y la soledad. Es el riesgo del amor. María ha correspondido a su fe.

Con algún oculto designio, san Ignacio, tan parco en sus explanaciones, ha desarrollado esta contemplación de la Encarnación. En todo caso, este misterio tiene que ser reconsiderado en sus dimensiones divinas y universales. Por eso es posible que para nutrir la oración de este día, no convenga tomar ningún otro misterio. Cada uno debe acomodarse a la gracia que le guíe.

Fuente:  Los ejercicios espirituales de diez días