Esta narración, leída y releída por tantas generaciones, como la
narración de la creación del hombre, nos sitúa en el centro mismo del
misterio de Dios y de sus relaciones con la humanidad. A través de la
exégesis que de él se ha hecho, el que ora trata de ponerse en contacto
con la realidad que yace bajo estas palabras y con la actitud espiritual
de María. No se puede por menos de pedir con insistencia el conocimiento
intimo que tuvo María del Verbo Encarnado a fin de descubrir a través de
él cuál es la propia vocación y la manera de responder a ella.
Ante un misterio tan grande corremos el peligro de buscar sólo ideas y
no gustar su sabor inagotable.
Más allá de las palabras del Ángel se revela el plan de Dios sobre la
humanidad: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. «Todos
nosotros a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor
y nos trasformamos en la misma imagen» (2 Cor 3, 18). Nos da a conocer
el misterio de su voluntad... para realizarlo al cumplirse los tiempos:
«recapitulando todas las cosas en Cristo». (Ef 1, 9-10). Con María,
llena de los dones de Dios, la humanidad comienza a saber lo que es: el
Señor está contigo.
También comienza la humanidad a conocer a aquel por quien llega a ser lo
que es: Tendrás un hijo... que será llamado Hijo del Altísimo. El Verbo
hecho carne, fija su morada en medio de nosotros, y por él «nos vienen
la gracia y la verdad». (Jn 1, 17). El hombre no puede decir la ultima
palabra sobre sí mismo si no es reconociendo a aquel cuyo sello lleva
impreso.
Esa carne por la que él se convierte en nuestra vida y nos une con el
Padre (Jn 6, 52-58) es en María la obra del Espíritu: «El Espíritu Santo
descenderá sobre ti»; el Espíritu por quien son creadas todas las cosas,
y por el que entramos en la intimidad de Dios. Está presente en María
para formar la carne vivificante de Jesús. Esta presente en nosotros
para formarnos a su imagen y semejanza La Anunciación inaugura los
tiempos nuevos:
«La tierra se llenará del conocimiento de Dios». Las Tres divinas
Personas están presentes: como dice san Ignacio, diciendo: «hagamos
redención del genero humano» [102]. Todos los hombres están implicados
en este proyecto: «ver las personas... y primero las de la haz de la
tierra» [106]. María, como Eva, aparece aquí como la madre de los
vivientes.
Este parentesco que enlaza a Dios y al hombre por medio de la carne de
Jesucristo es obra de la libertad. Porque no nació «de la sangre ni de
la voluntad de la carne ni de la voluntad del varón, sino que Dios lo
engendró» (Jn 1, 13). María se vuelve a Dios para dar su consentimiento
a la obra del Espíritu. Concibe a su hijo en su corazón antes de
engendrarlo en su cuerpo. Así es como habla la Tradición de este tema,
manifestando así que el nacimiento del Hijo de Dios no se realiza sino
mediante el consentimiento del hombre. ¿Quién es mi madre y quiénes son
mis hermanos? El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos
(Mt 12, 46-50). También tú te haces hijo de aquel a quien has decidido
asemejarte. María, que dirige a Dios el deseo de su corazón, se
convierte en madre suya. Por eso, el anuncio que se hace a María de las
maravillas que en ella se van a realizar toma la forma de una llamada y
de una invitación.
María es el prototipo de la respuesta de la criatura al amor del Criador.
Eva volvió su mirada sobre sí misma, se perdió en discusiones sobre las
palabras de Dios, y se distanció de Dios. María no conoce este genero de
insinceridad. Permanece autentica ante Dios: se considera a sí misma, y
con toda verdad, como la obra de su amor. Perfecto espejo que se
presenta ante la luz para dejar que en él se refleje; así vive ella del
reconocimiento de los dones de Dios. Inmaculada la llamamos, y es ella
la mujer que desbarata los esfuerzos de Satanás por conseguir que
volvamos la vista hacia nosotros mismos y nos despreocupemos de Dios.
Ni siquiera la promesa del fruto de sus entrañas la esclaviza. No se
lanza sobre ella, ávida como Eva. Quiere primero discernir de dónde
viene el Espíritu que le habla. Sólo después de haber reconocido la
fuente de donde procede, es cuando pronuncia sus sorprendentes palabras:
Yo soy esclava del Señor. Que se haga eso en mi, según tu palabra.
Cuanto mas reservada estaba en un principio, tanto ahora se muestra mas
entregada. Sin protestas de falsa modestia, sin temor por lo que ha de
venir. Nada es imposible a Dios. Isabel, la estéril, se ha hecho fecunda.
De ella, que es virgen, puede Dios hacer su madre. Ella no es mas que
sierva.
Queda entonces María anclada en su fe. No tiene otra luz que la que
acaba de recibir: «Eres bienaventurada tu, porque has creído». (Lc 1,
45). Desde entonces ella no cesará de crecer en esa actitud fundamental,
que la conducirá a estar en pie junto a la cruz. María no se detiene en
los dones de Dios, mientras eso llega. Tan pronto como «el ángel se
retira», ella «parte para las montañas». En ella, la donación a los
demás brota espontáneamente del encuentro con Dios.
En el misterio de la Anunciación está condensado todo el misterio de una
vocación-y puede decirse que toda la vida humana es una vocación-. «¿Cómo
puede hacerse eso?». Desde Abraham (Heb 11) la llamada de Dios siempre
conduce al hombre hacia lo imposible, hacia lo increíble. El sol se ha
escondido. El camino no existe. No encontramos las habituales
seguridades. Para avanzar, como María, no contamos más que con la fe, y
con sus consecuencias, consiguientemente con la cruz, las tinieblas y la
soledad. Es el riesgo del amor. María ha correspondido a su fe.
Con algún oculto designio, san Ignacio, tan parco en sus explanaciones,
ha desarrollado esta contemplación de la Encarnación. En todo caso, este
misterio tiene que ser reconsiderado en sus dimensiones divinas y
universales. Por eso es posible que para nutrir la oración de este día,
no convenga tomar ningún otro misterio. Cada uno debe acomodarse a la
gracia que le guíe.