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Fiesta de la Presentación del Señor
SS
Juan Pablo II
Homilía, 2 de febrero de
1999
1.
«Luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32).
El
pasaje evangélico que acabamos de escuchar, tomado del relato de
san Lucas, nos recuerda el acontecimiento que tuvo lugar en
Jerusalén el día cuadragésimo después del nacimiento de Jesús:
su presentación en el templo. Se trata de uno de los casos en que
el tiempo litúrgico refleja el histórico, pues hoy se cumplen
cuarenta días desde el 25 de diciembre, solemnidad de la Navidad
del Señor.
Este
hecho tiene su significado. Indica que la fiesta de la Presentación
de Jesús en el templo constituye una especie de bisagra, que
separa y a la vez une la etapa inicial de su vida en la tierra, su
nacimiento, de la que será su coronación: su muerte y resurrección.
Hoy concluimos definitivamente el tiempo navideño y nos acercamos
al tiempo de Cuaresma, que comenzará dentro de quince días con
el miércoles de Ceniza.
Las
palabras proféticas que pronunció el anciano Simeón ponen de
relieve la misión del Niño que los padres llevan al templo: «Éste
niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y
para ser señal de contradicción, a fin de que queden al
descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,
34-35). Simeón dice a María: «A ti una espada te atravesará el
alma» (Lc 2, 35). Acaban de apagarse los cantos de Belén
y ya se perfila la cruz del Gólgota, y esto acontece en el
templo, el lugar donde se ofrecen los sacrificios. El evento que
hoy conmemoramos constituye, por consiguiente, casi un puente
entre los dos tiempos fuertes del año de la Iglesia.
2
La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, ofrece un
comentario interesante a este acontecimiento. El autor hace una
observación que nos invita a reflexionar: comentando el
sacerdocio de Cristo, destaca que el Hijo de Dios «se ocupa (...)
de la descendencia de Abraham» (Hb 2, 16). Abraham es el
padre de los creyentes. Por tanto, todos los creyentes, de algún
modo, están incluidos en esa «descendencia de Abraham» por la
que el Niño, que está en los brazos de María, es presentado en
el templo. El acontecimiento que se realiza ante los ojos de esos
pocos testigos privilegiados constituye un primer anuncio del
sacrificio de la cruz.
El
texto bíblico afirma que el Hijo de Dios, solidario con los
hombres, comparte su condición de debilidad y fragilidad hasta el
extremo, es decir, hasta la muerte, con la finalidad de llevar a
cabo una liberación radical de la humanidad, derrotando de una
vez para siempre al adversario, al diablo, que precisamente en la
muerte tiene su punto de fuerza sobre los seres humanos y sobre
toda criatura (cf. Hb 2, 14-15).
Con
esta admirable síntesis, el autor inspirado expresa toda la
verdad sobre la redención del mundo. Pone de relieve la
importancia del sacrificio sacerdotal de Cristo, el cual «tuvo
que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y
sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los
pecados del pueblo» (Hb 2, 17).
Precisamente
porque pone de manifiesto el vínculo profundo que une el misterio
de la Encarnación con el de la Redención, la carta a los Hebreos
constituye un comentario adecuado al evento litúrgico que hoy
celebramos. Pone de relieve la misión redentora de Cristo, en la
que participa todo el pueblo de la nueva alianza.
En
esta misión participáis de modo particular vosotros, amadísimas
personas consagradas, que llenáis la basílica vaticana y a
quienes saludo con gran afecto. Esta fiesta de la Presentación
es, de manera especial, vuestra fiesta, pues celebramos la III
Jornada de la vida consagrada.
3.
Doy las gracias al señor cardenal Eduardo Martínez Somalo,
prefecto de la Congregación para los institutos de vida
consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta
eucaristía. En su persona saludo y expreso mi gratitud a los que,
en Roma y en el mundo, trabajan al servicio de la vida consagrada.
En
este momento mi pensamiento va, con especial afecto, a todos los
consagrados en todas las partes de la tierra: se trata de hombres
y mujeres que han elegido seguir de modo radical a Cristo en la
pobreza, en la virginidad y en la obediencia. Pienso en los
hospitales, en las escuelas, en los oratorios, donde trabajan en
actitud de completa entrega al servicio de sus hermanos por el
reino de Dios; pienso en los miles de monasterios, donde se vive
la comunión con Dios en un intenso ritmo de oración y trabajo; y
pienso en los laicos consagrados, testigos discretos en el mundo,
y en los muchos que trabajan en la vanguardia con los más pobres
y los marginados.
¡Cómo
no recordar aquí a los religiosos y religiosas que, también
recientemente, han derramado su sangre mientras realizaban un
servicio apostólico a menudo difícil y fatigoso! Fieles a su
misión espiritual y caritativa, han unido el sacrificio de su
vida al de Cristo por la salvación de la humanidad. A toda
persona consagrada, pero especialmente a ellos, está dedicada hoy
la oración de la Iglesia, que da gracias por el don de esta
vocación y ardientemente lo invoca, pues las personas consagradas
contribuyen de forma decisiva a la obra de la evangelización,
confiriéndole la fuerza profética que procede del radicalismo de
su opción evangélica.
4.
La Iglesia vive del evento y del misterio. En este día vive del
evento de la Presentación del Señor en el templo, tratando de
profundizar en el misterio que encierra. En cierto sentido, sin
embargo, la Iglesia ahonda en este acontecimiento de la vida de
Cristo cada día, meditando en su sentido espiritual. En efecto,
cada tarde, en las iglesias y en los monasterios, en las capillas
y en las casas, resuenan en todo el mundo las palabras del anciano
Simeón que acabamos de proclamar:
«Ahora
Señor, según tu promesa
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto
a tu Salvador,
a quien has presentado
ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel»
(Lc 2, 29-32).
Así
oró Simeón, a quien le fue concedido llegar a ver el
cumplimiento de las promesas de la antigua alianza. Así ora la
Iglesia, que, sin escatimar energías, se prodiga para llevar a
todos los pueblos el don de la nueva alianza.
En
el misterioso encuentro entre Simeón y María se unen el Antiguo
Testamento y el Nuevo. Juntamente el anciano profeta y la joven
Madre dan gracias por esta Luz, que ha impedido que las tinieblas
prevalecieran. Es la luz que brilla en el corazón de la
existencia humana: Cristo, el Salvador y Redentor del mundo, «luz
para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel».
Amén.
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