La Presentación del Señor 

+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos

 

Homilía en la catedral, 2 de febrero 2003

– “Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor (...) y para entregar la oblación” (Lc 2, 22.24).

El Evangelio de hoy nos hace contemplar la escena del cuarto misterio gozoso del Rosario. Se trata de una fiesta de Cristo y de la Virgen.

Desde hace años, se ha elegido esta fecha como la más adecuada para celebrar la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. “La Iglesia hace memoria del día en que Jesús, primogénito del Padre y de la Familia de Nazaret, hace su ofrenda en el Templo de Jerusalén y somete toda su existencia al Padre. Del mismo modo, en este día la vida consagrada quiere renovar su entrega y testimoniar que toda su existencia es una ofrenda constante a Dios para la salvación del mundo” (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, VI jornada mundial de la vida consagrada, 2 de febrero de 2002).

Es una fecha de acción de gracias a Dios por el don que supone la vida consagrada para la Iglesia. Se trata de un don para la Iglesia Universal y para cada una de las Iglesias particulares. Dentro de la variedad de carismas que adornan a cualquier Iglesia particular, los que constituyen las diversas formas de vida consagrada son un conjunto especialmente importante. Esa diversidad enriquece a la Iglesia particular como enriquece a la Iglesia Universal. Cuanto más amplio es este conjunto en una Iglesia particular, mejor puede adivinarse su identificación con la Iglesia Universal que en cada una de ellas subsiste. En realidad, toda esa variedad aparece como reflejo de la infinita riqueza de Cristo, “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3).

Con vuestra entrega, prestáis un inestimable servicio allá donde os encontráis. Es tal la variedad de vuestros empeños que sería inútil intentar hacer una enumeración exhaustiva. Para todo el pueblo cristiano destaca de una manera especial vuestra dedicación a los más necesitados: a los más necesitados físicamente –los ancianos, los niños, los enfermos, los marginados...– pero también a los más necesitados espiritualmente. Las obras de misericordia espiritual tienen tanta importancia –en ocasiones, incluso más– que las de misericordia corporal. “Instruir, aconsejar, consolar, confortar, (...) perdonar y sufrir con paciencia” (C.E.C. 2447) son, quizá de una manera muy especial en nuestros días, formas excelentes de hacer presente a Cristo.

Todas esas tareas, en realidad cualquier tarea de índole sobrenatural, no sería posible sin oración. En la Carta Apostólica Al comienzo del nuevo milenio, Juan Pablo II establece “la primacía de la gracia” –el recordar esa primacía– como una de las prioridades pastorales para toda la Iglesia en este nuevo siglo (Novo millenio ineunte, n. 38). No puede dejar de venir a mi memoria aquí a todos los que se dedican exclusivamente a la contemplación. En una sociedad mercantilizada, que se mueve con criterios de eficacia a corto plazo, no parece haber lugar para vocaciones de este tipo. Como sabéis, no han faltado voces que rechazaban este tipo de dedicación a Dios. En opinión de muchos –de más cuanto más se abandona la vida del espíritu–, se trata de algo inútil. “Sería preferible” –aseguran– “que se dedicaran a las obras de beneficencia”. Olvidan los que así hablan que la Iglesia es algo más que una ONG. Su preocupación abarca a todo el hombre, alma y cuerpo, pero no olvida nunca la supremacía de los valores sobrenaturales. No olvida que –lo diré con palabras del clásico castellano: “al final de la jornada, el que se ha salvado, sabe; y el que no, no sabe nada”.

La oración de los que se dedican a la contemplación y la oración de todos vosotros es un bien magnífico para toda la Iglesia. Vuestra experiencia oracional puede ser, además, la base para que muchos otros se lancen por caminos de oración. La exhortación Vita consecrata, que –estoy seguro– meditáis con tanta frecuencia, os propone –entre otras muchas– una misión: enseñar a hacer oración. Dice en concreto: “Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su propia amistad con Dios, se hacen capaces de ayudar a los hermanos y hermanas mediante iniciativas espirituales válidas, como escuelas de oración, ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad, escucha y dirección espiritual. De este modo se favorece el progreso en la oración de personas que podrán después realizar un mejor discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender opciones valientes, a veces heroicas, exigidas por la fe” (Vita consecrata n. 39).

Unas últimas peticiones: faltan sólo tres meses para la venida del Papa. Cada uno de nosotros tiene que procurar prepararse para ella y ayudar a los demás en su preparación. Sugiero dos modos de hacerlo, muy en la línea de lo que él mismo nos está pidiendo:

– rezar el Rosario y animar a rezarlo a ser posible en familia, ya que estamos en el Año del Rosario.

– acudir con frecuencia al Sacramento de la Reconciliación y animar a muchos a hacerlo como el Papa ha recomendado en su Carta Apostólica Misericordia Dei.

Acabo con la oración a la Virgen con la que el Papa quiso terminar la Exhortación Apostólica ya citada: 

A ti, Madre, que deseas la renovación espiritual y apostólica de tus hijos e hijas en la respuesta de amor y de entrega total a Cristo, elevamos confiados nuestra súplica. Tú que has hecho la voluntad del Padre, disponible en la obediencia, intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda, alcanza de tu divino Hijo, que cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada, sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso. Te lo pedimos, para que en todos y en todo sea glorificado, bendito y amado el Sumo Señor de todas las cosas, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

Que así sea