Presentación del Niño Jesús en el Templo de Jerusalén

Padre César Rodríguez Villarreal

 

Hacer de tu vida una ofrenda a Dios 

Cumplidos los días de su purificación según la ley de Moisés, María y José llevaron al Niño Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, nos cuenta el Evangelio de San Lucas.

Fieles Observantes de la Ley

Mientras María y José entraban en el Templo, un anciano venerable se acercó a ellos. Su nombre es Simeón. Lleno de fervor, Simeón pronuncia unas palabras solemnes en las que bendice a Dios y le agradece el consuelo indecible que le está proporcionando en esos momentos; proclama públicamente que Cristo es Salvador de todos los hombres.
María y José contemplan admirados la escena.

Simeón se dirige ahora a los esposos; tras bendecirles, inspirado por el Espíritu Santo, predice a María que ese Niño pequeño que tiene en brazos, dividirá los corazones de los hombres: unos lo aceptarán, otros se empeñarán en rechazarlo; y que Ella misma, la Madre, sufrirá en unión con el Hijo.

Las palabras de Simeón se cumplirán plenamente después, cuando la Virgen esté junto a la Cruz de Cristo; y se siguen realizando en todas las épocas, porque la Iglesia y los cristianos que viven coherentemente su fe continúan siendo signo de contradicción entre los hombres.

Antes de que María y José abandonasen el recinto del Templo, se une al pequeño grupo una anciana, de nombre Ana, que desde muchos años antes vive sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones, noche y día. También ella se cuenta entre quienes anhelan llenos de confianza el advenimiento del Señor. Y llegando en aquel mismo momento alababan a Dios y hablaban de Él a todos los que esperaban la redención de Israel.

Qué podemos ofrecer hoy

Al considerar esta escena de la vida del Niño Jesús, pensemos ahora, entre tantas cosas que nos puede sugerir, en lo que escribe San Pablo a los Romanos: les exhorta a que ofrezcan sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios (12, 1). No se trata ya de ofrecer a Dios alguna cosa en sacrificio, sino de ofrecernos nosotros mismos, cuerpo y alma, en unión con Cristo, como miembros suyos.

No se trata sólo de purificarnos externamente para entrar en el lugar sagrado donde se ofrecían aquellos sacrificios: nosotros mismos somos templo de Dios. Por tanto, hemos de ser limpios con la limpieza de Dios y para Dios.

La santa pureza es indispensable para caminar como hombres o mujeres fieles a la vocación cristiana; es una exigencia de la rectitud natural de la persona humana, reforzada por nuestra participación en la naturaleza divina por el Bautismo, que nos transforma en hijos de Dios en Cristo.

La pureza del alma y del cuerpo nos permiten tratar íntimamente al Espíritu Santo y escuchar -de algún modo- sus inspiraciones. La pureza se ordena al amor y crece junto con el amor a Dios.

Fuente: semanario.com.mx