Sermón en la Solemnidad de la Visitación 

 

Dionisio el Cartujo


Exsurgens Maria, abiit in montana (Lc.1,39-47)..

En este evangelio, S. Lucas escribe sentenciosamente cómo la dignísima Virgen, habiendo concebido al Unigénito de Dios, fuera impulsada a visitar a su parienta Santa Isabel, sabiendo que había concebido al precursor de Cristo.

Y así dice S. Lucas: Se levantó María del lugar en que el Arcángel Gabriel le anunciara la concepción de Cristo. Como María le dijese al ángel Yo soy la esclava del Señor, el ángel al instante se alejó de ella, y entonces ella, dejando ese lugar y la quietud de su oración y contemplación, subió a la montaña, o sea por lugares montañosos y ásperos (por los cuales es difícil avanzar subiendo) de los cuales está lleno Judea, sin demora. De esto surge que no fue gravada ni afligida a causa del recién concebido, como suele suceder en las otras mujeres; más bien fue aliviada, hecha más ágil y gozosa. Y no es de admirar esto, pues el que llevaba en su seno se llevaba a sí mismo: Cristo, que como atestigua el Apóstol (Heb. 1, 3), es el esplendor de la gloria, que con su palabra lleva todas las cosas por su poder. Continúa diciendo sin demora, porque según S. Ambrosio, no estaba mucho tiempo en público de buena gana, y no le agradaba dejarse ver con frecuencia por muchos. Y como ya estuvo llena del gozo espiritual y del fervor de una Santa devoción y del ardor del amor, se movió presurosamente; además, a causa del amor que tenía hacia su santa parienta, con la cual quiso alegrarse y a la que ayudó, tanto en ella como en el hijo que aún llevaba en su seno quiso derramar más abundante gracia de dones por la presencia de su Hijo Jesucristo, como así sucedió. En una ciudad de Judá, o sea una ciudad perteneciente al reino y a la tribu de Judá. Algunos piensan que se trata de Jerusalén, que fue la metrópolis en Judea: por esta ciudad dicen que pasó Santa María hacia la ciudad en que habitaba Isabel, que estaba unos cuatro o cinco kilómetros más allá de Jerusalén viniendo de Nazaret, que es de donde venía la Virgen María. Sin embargo, la ciudad de Judá puede ser la ciudad en donde vivían los padres de S. Juan.

Y entró en la casa de Zacarías, y saludó a Isabel, como dice el Eclesiástico (22, 31): no me avergonzaré de saludar a mi amigo. En primer lugar (dice S. Ambrosio) saludó a su parienta. Fue humildísima; pues corresponde que una virgen sea tanto más humilde cuanto más casta, no sea que por el demérito de su arrogancia merezca ser tentada, y sea abandonada por Dios y al final caiga.

Y sucedió que cuando Isabel escuchó el saludo de María, exultó el niño (Juan) en su seno. De esta exultación ya hemos hablado mucho en otro sermón sobre S. Juan Bautista. Debemos creer que conoció de modo milagroso la encarnación del Hijo de Dios y su presencia, y a la vista de tanto bien se alegró verdadera e inmensamente, incluso tan fuertemente que el gozo de la mente redundó en el cuerpo, y el movimiento del cuerpo mostró su alegría y honró la presencia de Cristo. Dice S. Ambrosio que así como Isabel sintió la venida de María, así Juan la de Cristo.

Isabel quedó llena del Espíritu Santo; dotada de mayor gracia y gozo que antes, cuando a ella vino la Madre de Cristo llevando en su vientre al Salvador, sobre todo porque sintió que su pequeño infante, en su vientre, exultara ante la presencia de la Virgen Santa y de Cristo. Antes de este momento Sta. Isabel había estado llena del Espíritu Santo, según cierto grado de plenitud. Pues esta mujer fue santa y perfecta desde antes, puesto que S. Lucas dice que ambos (Zacarías y ella) eran justos ante Dios, caminando en toda justicia por la observancia de los mandamientos, sin quejarse. Pero es costumbre en la Escritura el decir que un hombre está lleno del Espíritu Santo, cuando está lleno de la gracia de un modo notablemente exuberante. Por eso dice en los Hechos (4, 31): Después de haber orado, tembló el lugar donde estaban, y todos fueron llenados por el Espíritu Santo; lo que fue dicho de los primeros cristianos que en el día de Pentecostés fueron llenos del Espíritu Santo.

Santa Isabel, advirtiendo la venerada presencia de Cristo y de su Santísima Madre a causa de la milagrosa exultación de su hijo en el vientre, se gloriaba en Dios con todo su corazón, y quedó más llena que antes con el Espíritu Santo, y recibió el espíritu de profecía. Y exclamó con gran voz, o sea devota y afectuosa; pues de la plenitud de devoción y gozo interior prorrumpió con voz ingente, como dijo el Salvador: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt. 12, 34). Dijo Isabel: Bendita tú entre las mujeres, entre todas la más bendecida por Dios, porque fuiste llena con mayores dones de gracia, virgen y madre, y hecha Madre del Hijo de Dios, madre de tu propio Creador: y así eres madre junto a Dios Padre, teniendo con El un solo y el mismo Hijo. Y bendito es el fruto de tu vientre, Cristo, a quien concebiste, quien es esencialmente bendito (santo) en cuanto Dios, dignísimo de toda bendición y alabanza, que reúne en sí toda gracia y bendición. También es bendito Cristo en su humanidad, o sea lleno plenamente de todo don de la gracia y la gloria, en cuanto que en El toda la capacidad de la mente creada fue llena de la gracia. De este fruto se habla en Isaías (4, 2). En aquel día será el germen del Señor, el Hijo de Dios, en gloria y magnificencia, y el fruto de la tierra será sublime; y en el Salmo 117, 26: Bendito el que viene en nombre del Señor.

¿De dónde a mí ?, ¿qué méritos tengo para que me suceda esto?, ¿que venga la Madre de mi Señor ?, Jesucristo, que es verdadero Dios; como si dijera: soy indigna de tanta dignación y visitación de mi Señora, la madre de mi Señor. Y esto es verdad, principalmente si consideramos la excelencia de dignidad y de gracia que fue puesta en María; y lo que fue Isabel en su naturaleza, o en cuanto fue menos santa que la Virgen Santa, e inferior a Ella. He aquí, oh María, en cuanto sonó la voz de tu saludo en mis oídos, apenas oí tu saludo, exultó de gozo, gozó inmensamente, el niño en mi seno. Por el saludo de María, escuchado por la madre de Juan, se iluminó milagrosamente la razón de Juan con un conocimiento actual de la encarnación y la presencia de Cristo. Por eso, según San Ambrosio, exultó sin duda por razón del misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Respecto de esto dice el doctísimo Nicolás de Gorra: Ved cuánta fuerza tiene el saludo de la Virgen Santa, que da gozo y trae al Espíritu Santo, y da la revelación de los divinos secretos y el acto de la profecía. Pienso que esto debe entenderse en cuanto que María entrega esos dones por modo de causa meritoria; porque María con su humilde visita, con su afectuoso saludo, mereció para Isabel dichos bienes.

Además, como enseña S. Beda, solo por revelación del Espíritu Santo conoció Isabel que María Virgen concibió al Hijo de Dios, como lo anunciara el ángel, y que creyó al ángel, y que exultó en su seno por la presencia de Cristo. Dice S. Gregorio (comentando a Ezequiel): Santa Isabel, tocada por el espíritu de profecía, a la vez conoció sobre el pasado, el presente y el futuro, que María creyó la promesa del ángel, y la llamó Madre del Señor y comprendió que llevaba en el seno al Redentor; y como predijo que se cumpliría todo lo que le fue dicho, expresó lo que seguiría en lo futuro.

Luego agrega: Bienaventurada porque creíste; pues creyendo tan inefable e incomprensible misterio (que el Hijo de Dios verdadero se encarnaría en ti) mereciste la eterna bienaventuranza, ya que en esperanza y en incoación eres bienaventurada con la felicidad del viador, ya que tan alta contemplación y profunda fe tienes de Dios y de los misterios de Cristo. También dice S. Agustín que María fue más feliz concibiendo espiritualmente a Cristo por la fe, creyendo, que concibiéndolo corporalmente en su vientre. Porque se cumplirá lo que te fue dicho de parte del Señor.

Y dijo María: Mi alma magnifica al Señor. Como si dijera: Tú, Isabel, me magnificas mucho, pero mi alma magnifica al Señor, o sea que reconoce como grande, glorioso, omnipotente, piadosísimo al Señor, del cual me viene todo bien, que El me ha dado en su piedad; por eso le agradezco, y con la mente, los labios y las obras venero su grandeza, su infinita dignidad y perfección. Y no dijo Magnifico, sino mi alma magnifica al Señor, para insinuar que lo hace con afecto de corazón, como dice el Eclesiástico (51, 8): mi alma alaba al Señor hasta morir; y en el Salmo 102, 1-2: Bendice alma mía al Señor.

Y exulta mi espíritu, mi mente o mi alma en cuanto racional, en Dios mi salvador, objeto y causa de mi salvación. Ahora bien, alma y espíritu son realmente lo mismo, pero difieren con distinción de razón: pues se dice ‘alma’ en cuanto anima al cuerpo, lo informa y lo vivifica; se dice ‘espíritu’ por la sutileza de su naturaleza, y porque contempla las cosas celestiales. En fin, el gozo espiritual del cual habla aquí la Virgen María, procede del conocimiento y amor de la verdad y del bien, o sea de Dios y de sus beneficios y promesas. Cuanto más sublime era esta gloriosísima Virgen en la contemplación de Dios, y más ferviente en su amor, tanto más conoció que el Señor le hacía beneficios más preclaros, y que le había preparado una bienaventuranza mayor; por eso se gloriaba con más fuerzas en Dios como en su causa, objeto y fin.

Fuente: Movimiento Misionero del Milagro