“La Virgen de la Visitación”

Don Luciano Alimandi

 

Uno de los más hermosos acontecimientos de la vida de Jesús y de María es sin duda el que el Evangelio de Lucas narra en los capítulos dedicados a la infancia de Cristo: la Visitación (cf. Lc 1, 39-56). Es conmovedor contemplar este viaje que, para visitar a Isabel, realiza la Virgen María, que llevaba al Niño Jesús “bajo su corazón”, como se canta en lengua alemana en un célebre motivo de Adviento.
Aquel viaje ha sido memorable en la historia de las primeras comunidades cristianas y, en el curso de los siglos, sigue siéndolo para la Iglesia. Mirando a la Visitación de María, descubrimos siempre nuevas visitaciones que Ella realiza para llevar a todos la Presencia de Cristo y dirigir hacia el bien, el Sumo Bien, a todo el que se encuentra a lo largo de su camino.
¡Cómo hubiera podido Juan Bautista convertirse en Precursor sin aquella Visitación! Cristo, llevado por María, ha visitado y santificado a su primo. La Virgen, como un Ostensorio, no retiene el Esplendor de la Verdad y del Amor del Salvador sino que, al contrario, lo muestra, lo dona como solamente una Madre sabe hacer. Así aquellas dos madres, María e Isabel, tan semejantes y sin embargo tan distintas la una de la otra, encontrándose hicieron encontrarse a sus hijos. En esta explosión de alegría, envuelta en el Misterio, Isabel exclamó a grandes voces: “¡A que debo que la Madre de mi Señor venga a mi!” (Lc. 1, 43).
“La Madre de mi Señor”: ¡que título tan excepcional viene puesto por el Espíritu Santo en los labios de Isabel! No hay rivalidad entre la Madre y el Hijo. Isabel lo comprende tan bien que alaba al Hijo junto con la Madre.
La Virgen de la Visitación es la Madre de la Misericordia divina: misericordia que más que todos nosotros Ella ha experimentado. Sí, donde va, a quien visita, María lleva el don inefable del Amor incondicional del Dios: no condicionado ni disminuido por nuestros pecados, porque siempre Dios “hace salir el sol sobre buenos y malos” (Mt 5, 45).
Podemos decir que el “seno materno” - aquel físico de nuestra madre y aquel inmaculado de María y de la Iglesia -, son el lugar por excelencia de la misericordia, donde tenemos la experiencia vital de la máxima y más personal solicitud; aquí estamos protegidos y seguros, “tranquilos y serenos como un niño en brazos de su madre” (Sal 131, 2); nada nos turba, porque estamos inmersos totalmente en la vida.
El evangélico mandato de “hacerse niños” (Mt 18, 3), que es camino obligatorio para nuestra conversión a Dios, no puede realizarse sino a través de María y de la Iglesia: sólo este seno nos custodia y nos hace experimentar el encuentro salvífico con el Señor Jesús. Esta Mujer, hecha seno para el Señor Jesús, siempre por el mismo Señor es hecha capaz de “visitar” para “acoger” en su seno a cada uno de nosotros. Con Isabel repetimos por tanto, agradecidos y exultantes: “¿A que debo que la Madre de mi Señor venga a mi?”
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Fuente:Agencia Fides 5/6/2006