Los dolores de la Virgen

Andrés Pardo

 

El Viernes Santo celebraremos la muerte del Señor, veneraremos la cruz redentora, proclamaremos el Evangelio de su dolorosa Pasión, recordaremos su Vía Crucis. Pero también se puede celebrar el Vía Matris, contemplando en la cumbre del Calvario, junto a la cruz del Hijo, a la Madre dolorosa.

Al dolor de Cristo, que es el gran mártir del Gólgota, se asocia el dolor de María, su sufrimiento denso y agudo, que la constituye ya para siempre en la Reina de los mártires. Nadie como Ella ha podido exclamar: ¡Mirad a ver si hay dolor semejante al mío!

La Virgen de la Pasión y del Calvario es verdaderamente la dolorosa, la desolada, la mujer del gran dolor, la que ha sido probada en la gran tribulación. Por eso la acompañamos en su soledad y la veneramos en sus angustias y la invocamos en su compasión.

Del mismo modo que decimos: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito, podemos decir de la madre Virgen: de tal modo amó a los hombres, que no se separó de los tormentos y de la muerte de su Hijo.

Son conmovedoras e interpelantes las siete estaciones de su Vía Matris, las siete espadas invisibles, que llevó siempre clavadas en el corazón. Es verdad que en el cuerpo virginal de María no hubo desgarro de su carne, ni flagelación; ni la lanza del soldado atravesó su costado, ni los clavos la cosieron a la cruz. Pero también es verdad que la Virgen María estuvo clavada de pie, junto a la Cruz del Hijo, aceptando para sí el martirio del Redentor. Por eso es corredentora. Los dolores de la redención se dan en el Hijo y en la Madre. Ese es el martirio de María, tormento de misericordia que desgarra en el amor.

La Hora de María es de honda pena, de gran aflicción, de densa soledad, de infinito dolor. La piedad de unos discípulos del Nazareno escaló la Cruz y amorosamente bajó de ella el cuerpo muerto de Jesús, el Hijo, que vino a caer como fruto sazonado y precioso en el regazo de su afligida Madre. El cuerpo muerto de Jesús no podía tener mejor catafalco para ser depositado que el regazo purísimo de su Madre. ¿Quién no recuerda en este momento esta escena interpelante en La Piedad, de Miguel Ángel? El Jesús florecido con sus besos de madre en Nazaret, es ahora un lirio tronchado en sus brazos virginales, junto a la Cruz desnuda que se recorta en el Calvario.

Contemplemos a la Madre del Señor, sola en su luto, sentada sobre su dolor, desamparada sin el Hijo y constituida desde ese momento en Madre de todos los hombres.

Fuente: Arquidiócesis de Madrid, España