El Silencio de María

Pbro. Dr. José Manuel Fernández

 

El Sábado Santo es en la Iglesia, el día del gran silencio. No se prevén, de hecho, liturgias particulares en esta jornada. En los templos todo calla, mientras que los fieles, imitando a María se preparan para el gran acontecimiento de la Resurrección. Silencio, esperanza y plegaria marcan hondamente esta jornada. Contemplamos a la Mujer que ayer nos fuera donada por Jesús en su testamento declarado desde la Cruz: “Junto a la cruz, estaba su madre, con la mujer de Cleofás y María Magdalena. Al ver a su madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,25-27). María es el penúltimo don que Jesús ofrece a su Iglesia, antes de entregar su espíritu. No se olvidó de nada porque lo entregó todo. Su vida fue una constante y fiel donación de todo lo que poseía. Por eso vivió y murió absolutamente libre.

Quisiéramos recordar hoy aquellos célebres versos del poeta español José María Pemán: “Estaba la Dolorosa, junto al leño de la Cruz. ¡Qué alta palabra de luz1 ¡Qué manera tan graciosa, de enseñarnos la preciosa, lección del callar doliente! Tronaba el cielo rugiente. La tierra se estremecía. Bramaba el agua...María, estaba sencillamente”. La función de la Madre fue sufrir en silencio. Ella “estaba” no derrumbada por el dolor, sino “de pie” por la gracia. Sin gritos de desesperación, sino con la fortaleza propia de la presencia maternal, acompañante y serena. Cuando en “Los hermanos Karamazov”, de Dostoiewski, el “staretz” Zósima se postra de rodillas ante Dimitri, porque percibe que un gran dolor va a caer sobre él, hace lo que realmente debe hacerse: reverenciar el dolor, confesar ante él la impotencia de quienes no sabemos detenerlo. También en el “Diario de un cura de campaña” el escritor francés Bernanos presenta muy bien al sacerdote, el cual afirma: “A mi entender, el auténtico dolor que brota de un hombre, pertenece en primer lugar a Dios. Intento aceptarlo con corazón humilde, tal como es; me esfuerzo por hacerlo mío y amarlo”. Esa fue la postura de María. Ante el dolor lo primero y fundamental es callar, adorar, pero acompañar. No malgastar palabras. Al menos no decir una sola expresión que no se sienta completamente. Ante el dolor todo suena a falso; cuánto más lo que ya es falso de por sí. Estar junto al que sufre es lo mejor. Tratar de asumir interiormente su sufrimiento. Y amarle sin palabras. 

La presencia y el silencio revelan la intimidad de Dios, el que es, era y será. El “totalmente Otro” es Palabra, pero también es Silencio. “La verdad de Dios está en el silencio”, afirma el escritor hebreo-egipcio Edmond Jabès. Por eso es que en la ausencia de palabras del simple pero fecundo “estar” junto al que sufre, se puede respirar la presencia trascendente del Absoluto. Sólo así se descubre que al dolor hay que llenarlo de sentido: algo que sólo se puede lograr con Dios. Con su presencia materna junto al dolor de su Hijo y del nuestro, María se revela sin pretenderlo, en la “experta” del consuelo y en el “arte” de la calma. Es que “saber callar” es un verdadero arte, siguiendo las palabras de Voltaire en su obra “El indiscreto”. 

Pero hoy es también el día de la esperanza. María miraba a su Hijo, Divino sufriente, con una mirada dolorida pero esperanzada, reconociendo que quien colgaba de la cruz muerto, era la resurrección y la vida. En cierto sentido es la mirada de la parturienta, ya que ella no se limitará a compartir la pasión y muerte del Unigénito, sino que va a recibir al nuevo hijo en el discípulo amado que dará a luz a la sombra del madero: “Madre, he ahí a tu Hijo”. También nosotros Jesús, queremos recordar en este Sábado Santo a nuestras madres, que como la tuya han estado o están junto a nuestra cruz o nuestras cruces: en singular o en plural, es dolor lo mismo. Por las que están, te pedimos para ellas, que reciban de ti la fuerza, no de soportar, sino de acompañar nuestro dolor. Éste nunca se soporta. A lo máximo se sobrelleva. 

También en este día de luto queremos orar por las madres que no están con nosotros, pero que están contigo. Que en la cercanía de sus almas con la tuya, oren desde el cielo por sus hijos que quedamos aquí en la tierra. Oren para que los que aún permanecemos en el mundo, trabajemos para que éste no sea un valle de lágrimas sino un remanso de esperanza. Gracias Jesús, porque ayer desde la cruz nos quisiste dejar como Madre a esa Mujer que nunca pensó en sí misma, sino en Ti y en los otros que somos nosotros. Y para concluir, terminemos con esos versos que el historiador español Joaquín Luis Ortega dirige a la Virgen Santísima con el nombre de Soledad: 
“Déjame, Soledad, que tu agonía, 
sea yo quien la viva y la padezca; 
que, junto a ti, mi soledad merezca, 
el dulce alivio de tu compañía. 
Recuerda, Soledad de soledades, 
que fuiste confiada a mi cuidado, 
por tu Hijo en el trance de su muerte. 
Él me fió también a tus bondades. 
Toma mis manos, Soledad doliente. 
Yo, me quedo en las tuyas cobijado”.