Madre Dolorosa

Padre  Francisco Escobar Mireles

 

Virgen Santísima, Madre de Dios y madre nuestra, María. En este viernes santo estamos aquí para acompañante en tu dolor. Te damos el pésame por la muerte de tu Hijo. Era tu Hijo único, tu único apoyo; te has quedado sola. Estamos contigo, María.
Un día lo aceptaste en tus entrañas y lo llevaste nueve meses; hoy lo aceptas muerto y lo llevas al sepulcro. En Belén lo acariciaste niño, y su ternura te embelesaba; hoy lo acaricias muerto, hinchado por los golpes, sucio por el sudor, el polvo, la sangre y los escupitajos, y con el hedor de sangre en descomposición. Un día, en la pobreza del sepulcro, lo envolviste en pañales y lo acostaste en un pesebre para la adoración de los ángeles y los pastores; hoy lo envuelves en la síndone y las vendas y lo llevas a la fría loza del sepulcro prestado custodiado por soldados ante el terror de sus amigos. ¡Qué contraste!
No murió de muerte natural, a larga edad, como era la promesa para los justos; sino que te lo mataron, en una vergonzosa ejecución de esclavo o criminal político, que no tenía nada que lo hiciera aparecer como héroe o como mártir. Ese vulgar asesinato había sido proyectado desde hacía tiempo, precisamente por las autoridades religiosas y políticas. Será de esos crímenes que nunca se esclarezcan, porque se hacen para acallar tanta corrupción. Tu Hijo nunca quiso ceder, y acabó crucificado, cuando apenas comenzaba a redondear su proyecto de evangelización mundial para el establecimiento del Reino de Dios.
Madre, no pudiste cerrarle los ojos, ni limpiarle el sudor de la agonía, ni darle de beber un trago de agua, ni decirle al oído la última oración. Entre los gritos e insultos de la plebe morbosa, hambrienta de sangre, te llamaron "la madre del condenado". Con dificultades y entre controversias, estuviste cerca de la Cruz, frente a frente, en diálogo. Cuánto sufrías, Madre tierna e inocente. Aunque toda tu vida estuviste preparada, esperando la espada de dolor que traspasaría tu alma, eso no menguaba tu dolor moral. Pero sufrías con gran esperanza, valerosamente, pues estabas de pie, uniendo tu dolor a su dolor redentor en favor del mundo. Estuviste de pie, postura sacerdotal, del hombre libre, que se ha levantado de la postración.
Te quedaste sola, María. Ya eras viuda, y ahora pierdes a tu único Hijo, para sentir el dolor del Padre celestial. Jesús era tu único apoyo. Un día también habías devuelto a Dios al esposo que te había dado. En tu casita de Nazaret, ya hace tiempo que vivías sola; pero de vez en cuando llegaba tu Hijo Jesús, para que lavaras su ropa, orar juntos, platicar de las cosas que otros no comprendían, preparar el futuro. Por culpa de Jesús, habías tenido rupturas con tu familia, pues no aceptaban el curso que tomaba su misión. Ahora ya no tienes a nadie. Ahora entregas también a Jesús al Dios de los vivientes, y su cuerpo al polvo del cual salimos, en castigo del pecado.
Madre: estás completamente sola, abandonada, pobre, mujer de carne y hueso, enmedio un pueblo subdesarrollado y dependiente, sometido por un imperio que margina a quienes no son competitivos y productivos, que juega con la dignidad de las personas, sacrificándolas en aras del consumismo o de los caprichos de los magnates. Entras a formar parte del contingente de los miles de gentes que pasan desapercibidos, excluidos de los procesos de cambio y desarrollo.
Madre: ni modo, es imposible callarlo: somos los asesinos. Nosotros matamos a tu Hijo. En nuestras manos chorrea su Sangre caliente. Nuestro pecado lo clavó a la Cruz descuartizado.
Era muy molesto para nosotros. No echaba en cara nuestras incongruencias. Nos pedía perdonar, reconciliarnos, ser castos, respetar el honor y los bienes ajenos, vivir como hermanos, defender la verdad, desterrar los sentimientos negativos, poner a Dios por encima de nuestros negocios. Apelaba a nuestra conciencia, en lugar de seguir la opinión pública o las pasiones.
No podíamos tolerarlo. Sería capaz de derrumbar todo el mundo que habíamos construido. Parecía querer amargar nuestra felicidad a toda costa. Porque nos hemos convencido que sólo pecando se puede ser feliz. Y era preciso deshacernos de El. Taparle la boca para que no hable; desaparecerlo para que no nos siga cuestionando; ridiculizarlo, para que siga poniendo en crisis nuestros valores y tradiciones.
Nuestros pecados lo llevaron a la Cruz. El que no ama, es un asesino. Han pasado los años y los siglos; sabemos que es el Salvador que murió por nosotros, pero no nos tentamos el corazón para seguir pecando. Y con el pecado, volvemos a crucificar al Señor de la gloria. Somos los asesinos, Madre. Los homicidas que buscan refugio, y lo intentan junto a tí, la madre del ajusticiado.
Sabemos que tú nos recibes, pues eres nuestra Madre. Jesús te confió esa nueva misión en la Cruz. En realidad no estás sola, pues somos tus hijos y estamos contigo. No importa que seamos unos monstruos de maldad, tú nos aceptaste como tus hijos, y nos cuidarás como lo hiciste con Jesús. No nos odias, porque tu corazón se purificó en el crisol del dolor, y sólo sabe amar como tu jesús, y perdonar como El.
Por eso venimos a hundirnos en tu regazo. Somos nosotros los que nos hemos quedado solos. Somos nosotros los que sufrimos sin esperanza. Somos nosotros los que sentimos que nos queman las treinta monedas en las manos y estamos al borde de la desesperación. Somos nosotros los que nos sentimos perseguidos por el fantasma de tu Hijo y los remordimientos de nuestros pecados. Somos nosotros los que necesitamos consuelo y compañía, porque el mal nos hunde en el aislamiento y la más cruel soledad. Evitando ser heridos por la Palabra de Dios, nos expusimos a los misiles del pecado, y que denigrante esclavitud nos han impuesto.
Madre: ten misericordia de estos asesinos. No nos entregues a la justicia, pues tu Hijo ha ofrecido la satisfacción suficiente por nosotros. No supliques castigo ni escarmiento para nosotros, sino conversión. Como tú, queremos seguir las huellas de tu Hijo. Y acompañarte en tu vivencia de la calle de la amargura y del calvario, para soportar nuestras pequeñas pero pesadas cruces.
Madre de amplio regazo que abarca a toda la humanidad, Virgen Santísima, Madre de Dios y madre nuestra, María. En este viernes santo estamos aquí para acompañante en tu dolor. Te damos el pésame por la muerte de tu Hijo. Y no queremos que sigas llorando por tus hijos perdidos, muertos sin ilusión ni esperanza.
Que no llores junto al accidentado por imprudencia; junto al muerto por sobredosis; junto al suicida que creyó escapar de sus problemas; junto a la muchacha fácil que se desligó de sus padres para hacerse juguete de cualquier tirano aprovechado; junto al sidoso que frustró su juventud; junto al apático que despedició sus capacidades; junto al hijo engendrado que nunca nació; junto al ratero que pasa en prisión sus mejores años; junto al que sufre porque le falta techo, escuela y amor. Son tus hijos nuevos, María.
Perdiste un Hijo muy bueno, adquiriste unos hijos que te causan preocupación. Pero los quieres como tu hijo único, como tu único apoyo; y los acompañas en su via dolorosa. Te has quedado sola, pero no queremos que te sigas quedando sola. Estamos contigo, María. Te acompañamos en tu pesar. Te acompañamos en tus cuidados. Cuenta con nosotros.

Fuente:  apostoloteca.org