Qué pensamientos cruzarían por tu afligida mente,
cuántos recuerdos arrancaría a tu alma de
madre cada lágrima que te rasgaba el rostro
al recibir entre tus brazos
al hijo muerto.
Qué dolor, mi Señora, te acarrearía cada
espina
cuando una a una las ibas desprendiendo de Su frente, del cráneo
frío, del rostro yerto.
Lo habías
ponderado en tu apenado corazón, aún antes del pesebre,
antes de que el
anciano Simeón te lo anunciara;
con anterioridad al ángel sabías lo que
significaba ser madre del Mesías:
lo habían sentenciado los profetas:
el Niño que cargarías en tu bendito
vientre sería el siervo del Yahvé, el de Isaías.
No había misterio para ti acerca de la
suerte del Ungido,
tu aceptación de darLe de tu carne al
Varón de Dolores lo incluía.
Se habían hecho
realidad las profecías:
ahora Le tenías en tus brazos;
en tu seno descansaba aquel cuerpo de
helados huesos
al que no podrías transmitirLe, sobraban
las cobijas, tu calor;
indiferente a todo caía como fardo,
vaciadas las pupilas.
¡Era tu hijo y ya no estaba!
Eras la madre de aquel pedazo
ensangrentado que no te respondía.
Se había ido,
Se había alejado;
Te Le habían
arrancado el alma, y ya no se movía, no respiraba;
no se enteraba de que tú Le arrancabas las
espinas, ya no Le hincaban.
Hace unos días te habría mirado
agradecido, hurgando en el fondo de tu ser el lugar más delicado
para depositar Su beso;
ahora Sus labios están serenos, pero no
pueden ya besar,
enmudecidos, ausente la tierna autoritaria
voz de pastor, de hijo, de señor;
extrañas Su modo de llamarte, el modo de
poner Su mano en tu cabeza y atraerte hacia Él
ondulando el acento para que se
reconociera como único ese título tuyo de nueva y única Eva:
tú sintetizas y compendias, venerada
Señora, el ser Mujer.
Pronto tendrías
que dejarLe y volver a tu casa;
Le enterrarían donde estaba oscuro, sobre
la piedra dura.
Te molestaba y te dolía, desde el primer
instante en que Le viste traspasado, esa corona
y ya no la tenía: tan solo huecos.
Al menos -- te había parecido --, si
lograbas quitarle las espinas, descansaría la cabeza
y no te dolería
saber que Se le hincaban hondo...
algo era algo,
un poco menos,
de algo
serviría...
Apretaban tus manos los montones de
espinas,
mezclada Su sangre con la tuya:
mismo el color, de ti la había tomado,
la de Él
coagulada,
la tuya adolorida.