En el templo de Jerusalén

 

Emma-Margarita R.A. -Valdés

 

 

Pasas desde Caná a Cafarnaúm.
El péndulo incesante,
que irisa en tus latidos los colores
del tiempo navegante de luceros,
acuna alegres horas
con la presencia viva de tu hijo
en su dócil reposo.
Olvidas los enigmas
y los contrarios vuelos de tu mente
por abrojos, cerezos y amarantos.

Ha empezado la Fiesta,
la Pascua del cordero y de su sangre,
anual florecimiento del pasado,
símbolo del indulto para el éxodo.
Vais a Jerusalén,
al templo de oración, hogar del Padre.
Vibra en tu lejanía
el rumor excitado del escándalo:
latigazos y gritos,
la tromba huracanada de Jesús
derribando los muros
que cierran el asilo del Amor.

Mercaderes de aceite, sal y vino,
de corderos y vacas, 
cambistas de monedas extranjeras
por los siclos hebreos,
ahuyentan con su ruido a los devotos.

Él fustiga la usura y la avaricia,
desaloja el sonido de la plata
y aposenta el silencio.
Le aturden expresiones que en sus labios 
emergen de la altura.
¡La sinagoga es casa de oración
y ellos la han convertido
en una sucia cueva de ladrones!.
El celo le consume.
Rompe su indignación, la santa ira,
y expulsa el chalaneo
que impide oír la música inviolable.

Temes las flechas negras 
clavándose en el tronco del laurel,
lanzadas con preguntas
acerca de señales misteriosas.
¡Y tu hijo vaticina destrucción!.
Ha caído la noche,
llama a la puerta el sabio Nicodemo,
persona principal, y tú te asustas.
Se alarga la entrevista,
te agarrota el horror a las espadas.
Llega la despedida del extraño
y la calma a tu mar,
en los ojos del visitante oscuro
ves el rayo del Sol que tú conoces.