Sales, María, con tus parientes, para hablarles

 

Emma-Margarita R.A. -Valdés

 

 

Por toda la región de Galilea
anda tu hijo, el Mesías, predicando
la palabra salvífica y curando,
haciendo dignamente su tarea.
Vigilas asomada a tu azotea,
acechas el futuro, escudriñando
los rumores, que infames van lanzando,
y un peligro en el cierzo merodea.

Sales, con tus parientes, para hablarle.
Pero Él está sentado entre la gente,
que le escucha enfervorizadamente,
amontonada, a punto de aplastarle.
Aguardas fuera, absorta al contemplarle.
Le avisan que su madre está presente
con su familia y, sosegadamente,
permanecen allí para esperarle.

Cuando a Jesús le dicen que María
le reclama, en unión de sus hermanos,
sus parientes, discípulos, paisanos,
oculta su emoción y su alegría
para dar su esencial teología:
¿Quién es mi madre y quienes mis hermanos?,
los hijos de mi Padre, los humanos
que hacen su voluntad con valentía.








Tú entiendes su postura, es su misión,
Él es el Salvador, el Rey enviado
a indultar al confeso de pecado,
y tu ofrenda también es redención.
Eres regia en tu libre humillación,
viviendo para Él, a su costado,
en tu puesto cercano y retirado,
participando en la obra del perdón.

El escéptico afirma que esta escena
es negación de tu virginidad.
Satanás, tu enemigo, con maldad
la tergiversa, él odia tu patena.
Son parientes, no hermanos, la cadena
de la sangre y la auténtica amistad
en la fe, que unifica, y la heredad
que Jesús les dará en la última cena.

Ni Lot era el hermano de Abraham,
ni Santiago, José, Simón y Judas
lo fueron del Mesías, y sin dudas
Jacob no era el hermano de Labán.
Cuando en Pascua le buscas con afán
no hay otros hijos a los que tú acudas.
Porque estás sola, sin tener ayudas,
desde la Cruz, Jesús te entrega a Juan.