Vuelas por las calles del infierno

 

Emma-Margarita R.A. -Valdés

 

 

Como un mazazo,
como una enorme piedra contra el pecho,
recibes la noticia:
Han cogido a Jesús. Ha caído prisionero.

Te tambaleas.
Helado escalofrío atraviesa tu centro.
Estremecida,
casi sin voz, exclamas que es voluntad del cielo,
lo sospechabas
desde que Simeón te lo anunció en el templo,
su advertencia llenaba tus vacíos,
esperabas vencer ante su asedio,
pero no conocías el impacto
del dolor, del tormento.

Un cúmulo de lágrimas maduras
resbalan por tu légamo,
desalentada
habitas en las sierras inhóspitas del duelo,
un insalubre páramo
donde mueren los pájaros, se marchitan los pétalos,
revientan las semillas en la tierra,
anida el cuervo.
Los telares telúricos,
urdimbre de la estrella y el lucero,
entretejen locura y fanatismo
en un sudario etéreo,
el manto sepulcral que te amordaza
inclemente, violento.

El pensamiento vuela hacia tu hijo,
lánguida oscuridad, letal desvelo.
Tus ojos han perdido la tenue claridad 
de los recuerdos
cegados por su imagen dolorosa
sufriendo retirada, en duro cautiverio,
y se inundan de rojo tus pupilas,
con llamas de tu fuego.

Un sabor ácido
se extiende por tu boca y tus labios resecos,
el estómago ardiente se rebela, se encoge
con náuseas de amargura, de recelos.
Y vuelas, vuelas.
¿A dónde vas, mujer, que pasas con el viento?.
¡A su lado! ¡con mi hijo! ¡a su lado! ¡con mi hijo!,
martillea incansable tu cerebro.

No puedes más.
Te alarma derrumbarte, caer muerta en el suelo
y desaparecer debajo de la tierra,
porque has de endurecerte, ser de acero,
y proteger la herencia, el Tabernáculo
de un mundo nuevo.

Aguantas, desviviéndote,
y vuelas por las calles del infierno
y en tu mente golpea,
como en la fragua es golpeado el hierro:
¡a su lado! ¡con mi hijo! ¡a su lado! ¡con mi hijo!.
No hallas sosiego,
no cesa tu penar
desde que te contaron su oración en el huerto.

Te pesa la impotencia
que separa tus alas de su cuerpo.
En la noche callada
tus suspiros son lúgubres, funestos.
ajenos pasos
parecen de asesinos salvajes, gigantescos.
Avaricioso
conspira el corifeo.

La luna reverbera
en las rocas del muro carcelero,
riela por tu lívida ceniza
erguida por el miedo.
Y pretendes subir como la yedra
por las losas grisáceas hincadas en tu aliento,
y alcanzar el azul luminiscente, 
traspasar la negrura del trayecto.
Un vendaval 
cruza los callejones como agudo escalpelo,
es una mano fría en tu garganta
ahogando tus lamentos.

Caen los segundos
por el perfil de trágicos espectros
que pálidos se asoman tras la afilada esquina, 
fatídicos, siniestros.
En la noche doliente
acechas, anhelante, los acontecimientos,
y vislumbrar,
sin el infausto velo,
el fruto de tu amor, que por amor te hiere.
Mas tienes tus raíces en el cielo
y reflexionas
sobre lo que pasó en su oración del huerto.