A la Patrona de mi pueblo

 

Ramón López Velarde

 

 

Señora: llego a Ti 
desde las tenebrosas anarquías 
del pensamiento y la conducta, para 
aspirar los naranjos 
de elección, que florecen 
en tu atrio, con una 
nieve nupcial... Y entro 
a tu Santuario, como un herido 
a las hondas quietudes hospicianas 
en que sólo se escucha 
el toque saludable de una esquila. 

Vestida de luto eres, 
Nuestra Señora de la Soledad, 
un triángulo sombrío 
que preside la lúcida neblina 
del valle; la arboleda que se arropa 
de las cocinas en el humo lento; 
la familiaridad de las montañas; 
el caserío de estallante cal; 
el bienestar oscuro del rebaño, 
y la dicha radiante de los hombres. 

Señora: cuando ingreso a la comarca 
que riges con tus lágrimas benévolas, 
y va la diligencia fatigosa 
sobre la sierra, y van los postillones 
cantando bienandanza o desamor, 
súbita surge la lección esbelta 
y firme de tus torres, y saludo 
desde lejos tu altar. 

Tú me tienes comprado en alma y cuerpo. 
Cuando la pesarosa 
dueña ideal de mi primer suspiro, 
recurre desolada 
a tus plantas, y llora mansamente, 
nunca has dejado de envolverla en el 
descanso de tus hijas predilectas. 
Me acuerdo de una tarde 
en que, como una reina 
que acaba de abdicar, 
salía por el atrio de naranjos 
y llevaba en la frente 
el lucero novísimo 
de tu consolación. 

Confortándola a Ella, Tú me obligas 
como si con la orla 
dorada de tu manto, 
agitases un soplo 
del Paraíso a flor de mi conciencia. 
Porque siempre un lucero 
va a nacer de tus manos 
para la hora en que Ella 
te implore, Tú me tienes 
comprado en cuerpo y alma. 

En las noches profanas 
de novenario (orquestas 
difusas, y cohetes 
vívidos, y tertulias 
de los viejos, y estrados 
de señoritas sobre 
la regada banqueta) 
hay en tus torres ágiles 
una policromía de faroles 
de papel, que simulan 
en la tiniebla comarcana un tenue 
y vertical incendio. 

Y yo anhelo, Señora, 
que en mi tiniebla pongas para siempre 
una rojiza aspiración, hermana 
del inmóvil incendio de tus torres, 
y que me dejes ir 
en mi última década 
a tu nave, cardíaco 
o gotoso, y ya trémulo, 
para elevarte mi oración asmática 
junto al mismo cancel 
que oyó mi prez valiente, 
en aquella alborada en que soñé 
prender a un blanco pecho 
una fecunda rama de azahar.