Reina asunta al Cielo

 

Padre Antonio Orozco-Delclós

 

Subió al cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación (S. BERNARDO).

La asociación de María al misterio del Verbo encarnado y Redentor no podía acabar en la tierra, debía tener su plenitud en el cielo, desde donde la Madre junto al Hijo ejerce sin cesar su influjo salvífico sobre el mundo. Unida por su maternidad divina al Salvador en el misterio de su Encarnación, asociada maternalmente al Redentor en la obra misma de la Redención junto a la Cruz, tenía que ser partícipe del triunfo del Resucitado que ejerce su señorío sobre toda la creación.


Esta asociación de María al triunfo de su Hijo resucitado contiene tres maravillas complementarias: 

1) la Asunción o glorificación personal, mediante la transformación anticipada de su cuerpo; 

2) la Realeza o participación en el señorío de su Hijo sobre la creación; 

3) la Mediación celeste o intervención continua ininterrumpida de María en la obra salvadora de su Hijo. 

Veamos en este capítulo el misterio de la Asunción, índice y compendio de todas las maravillas con que Dios quiso honrar a su Madre en el Cielo. 

El término «Asunción»

La Sagrada Escritura, la Liturgia y la Teología usan la palabra «asunción» para expresar acontecimientos diversos: la Ascensión del Señor, la Encarnación, la entrada del alma santa en el Cielo y, en fin, el traslado de la Santísima Virgen en cuerpo y alma a los cielos.

El término usado por San Marcos para significar la Ascensión del Señor Jesús es «elevación»: «fue elevado al Cielo y está sentado a la derecha de Dios» ([1]). La expresión tiene aquí un sentido pasivo, pero impropio al ser dicha de Cristo, pues la humanidad de Cristo subió al Cielo no por propia virtud, sino por virtud divina. Era Dios quien la subía, y ella era la que ascendida. Pero Dios, que la subía, estaba unido con unión personal a la naturaleza humana de Cristo, y Cristo‑hombre, cuando subía al Cielo, tenía personalidad divina. Por tanto, debe afirmarse que se subía a sí mismo, no con fuerzas humanas sino con el poder de su persona divina. Así pues, mejor que el término «asunción» que tiene un claro sentido pasivo, se usa para Jesús el de «ascensión».

La Cristología define la Encarnación como la asunción que el Verbo hizo de la naturaleza humana para comunicarle su propia personalidad; y la Liturgia dice que el Verbo «siguió siendo lo que era y asumió lo que no era». Como se puede observar, se habla de la asunción hecha por el Verbo y de la asunción de la naturaleza humana; dicho con otras palabras, la asunción, aunque en distinto sentido, se afirma del Verbo que se encarna y del hombre en quien se encarna. El Verbo obra esta asunción, y la humanidad la recibe.

En Mariología la palabra asunción tiene un significado exclusivamente pasivo y se dice sólo de María, que es la asunta, y no así de Dios, que es el asumente. Es verdad que dicho término puede decirse sin error en un sentido activo de María, puesto que Ella es asunta al Cielo en virtud del alma gloriosa unida a su cuerpo. Pero no es menos cierto que la virtud o vigor del alma gloriosa de María y la gloria que poseía eran donación y gracia de Dios. En cambio, la virtud y gloria del cuerpo y el alma de Cristo era de su propia persona divina. Por eso, es más exacto ‑ y evita confusiones ‑ afirmar que el cuerpo de María fue asumido por virtud de Dios, mientras que la humanidad de Cristo fue elevada al Cielo por la propia virtud de Cristo (perfecto Dios y perfecto hombre).

Conviene precisar todavía más el sentido de la palabra asunción. Por el momento hemos visto que dicho término significa la subida al Cielo por virtud de Dios y se aplica al cuerpo glorioso de la Virgen. Corrientemente se habla de la asunción, por parte de Dios, de las personas que mueren en estado de gracia. Y se suele decir: «Dios lo ha llevado al cielo», «Dios se lo ha llevado», «Dios lo ha tomado para sí». El término tiene aquí un claro sentido pasivo como cuando se aplica a la asunción de María. Pero nadie pretende significar con las frases referidas a las personas que mueren en gracia, que se trata de una asunción en sentido psicosomático, es decir, en cuerpo y alma. Es sólo el alma la que va al cielo.

En cambio, cuando la palabra asunción se aplica a María tiene un significado pasivo, pero psicosomático, total, es decir, de su cuerpo y de su alma. Más aún, se trata de la Asunción o del traslado del cuerpo de María, unido al alma, pero del cuerpo. Y esto precisamente porque el cuerpo de María fue al Cielo inmediatamente al fin de sus días sobre la tierra.

Contenido del dogma

El día 1 de noviembre de 1950, Pío Xll definía como dogma de fe la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celeste. Las palabras solemnes y definitorias son estas: «Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste» ([2])

El Romano Pontífice no define simplemente que el alma de María se encuentra en el Cielo gozando de gloria inmensa y superior a la de los ángeles y santos. Para esto no se precisaba una definición, siendo como son verdades dogmáticas las siguientes: 

1 ) que María estuvo exenta de todo pecado, aun de la falta leve más ligera; 

2) que la Santísima Virgen tuvo la plenitud de gracia y santidad correspondientes a su condición de Madre de Dios; 

3) que la gloria del Cielo es proporcional a la gracia y al mérito de la persona; 

4) y finalmente, que la suerte eterna de todo hombre es inmediata, es decir, que se decide en el momento mismo en que el hombre muere. Todas estas verdades, enseñadas por la Iglesia, hacían superflua una definición sobre la gloria del alma de María.

Tampoco son objeto de la definición dogmática ni el modo de la Asunción, ni el término de la misma, es decir, la entrada de la Virgen en cuerpo y alma en los Cielos. La definición estrictamente dicha, tampoco incide sobre la bienaventuranza de María y su exaltación sobre los ángeles, último momento de la Asunción, aunque hay que reconocer que ambas son un título que lleva consigo la glorificación corporal de María, y que, en este mismo sentido, las haya tratado Pío XII en diversos pasajes de la Bula.

¿Cuál ha sido, pues, el elemento esencial y primario de la Asunción de María sobre el que se pronunció solemnemente Pío Xll y que enseñó, como objeto de revelación divina? La glorificación celeste del cuerpo de Santa María. Dicho con otras palabras: la Santísima Virgen, desde que terminó el curso de su vida en este mundo, está en el Cielo en cuerpo y alma con todas las dotes propias del alma bienaventurada y del cuerpo glorioso. Por tanto, la Asunción de María consiste formal y esencialmente en la glorificación celeste del cuerpo de María, tanto si la incorrupción y la inmortalidad le hubiesen sobrevenido a María sin una muerte previa, como si le hubiesen sobrevenido después de la muerte mediante la resurrección.

No se define el fundamento último de la Asunción, aunque en la fórmula definitoria, el nombre de María va precedido de un apuesto: «La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen». Con estas palabras se afirma directa y llanamente que María (que es Inmaculada, Madre de Dios y siempre Virgen) es asunta; pero no se dice que lo es porque es Inmaculada, Madre de Dios y siempre Virgen.

Se define en cambio que la Asunción de María tuvo lugar «cumplido el curso de su vida terrena». Respecto de esta frase que, en principio, podría parecer oscura, hay que determinar, al menos tres cuestiones: 

1 ) el significado de la fórmula;

2) la intención del Papa al usar dicha fórmula; 

3) las posibles conclusiones.

La fórmula como tal significa que la Asunción o, lo que es lo mismo, la glorificación celeste del cuerpo de María no se aplaza hasta el fin de los tiempos, como sucederá en nosotros, y que el cuerpo de la Santísima Virgen no sufrió la injuria más leve de las leyes naturales que producen la descomposición cadavérica. 

La unión entre la frase «cumplido el curso de su vida terrena» y el verbo «fue asunta» da a entender que la Asunción se realizó pronto después de la vida terrena de María. Pablo Vl interpreta autorizadamente el texto diciendo que la Virgen «recibió anticipadamente la suerte de todos los justos» ([3]). Por cierto que, al decir «anticipadamente» se da por supuesto que la resurrección de cada fiel no acontece en el momento de morir. Pío XII, en el punto álgido de su razonamiento en favor de la Asunción, había enseñado que el cuidado con que Dios asistió siempre la integridad del cuerpo de María no permitió en él la más pequeña alteración, manteniendo la armonía y unidad del mismo con su divino poder. María, en efecto, «consiguió, finalmente, como supremo coronamiento de sus prerrogativas, verse exenta de la corrupción del sepulcro, y venciendo a la muerte como antes la había vencido su Hijo, ser elevada en alma y cuerpo a la gloria celestial» ([4]).

Es claro pues, que María alcanzó en el momento de la Asunción la bienaventuranza eterna en su plenitud “escatológica”, en el espíritu y en la carne. Lo que en los santos será culminación final, con la resurrección de los cuerpos, en María se ha cumplido ya “enteramente y totalmente en la culminación escatológica” ([5])

El tránsito de María al cielo

El Papa Pío Xll quiso prescindir de la cuestión sobre la muerte de María en la fórmula definitoria de la Asunción. Por ello la expresión «cumplido el curso de su vida terrena» es igualmente válida tanto si se entiende que el término de la vida terrenal de la Virgen fue la muerte, cuanto si se piensa que fue la glorificación del cuerpo mediante la definitiva donación de la inmortalidad gloriosa sin pasar por la muerte. No obstante a lo largo de la Bula aparece repetidas veces el tema de la muerte de María. 

Pío Xll, que no recoge en la Bula ningún documento apócrifo, ofrece una serie de testimonios que afirman positivamente la muerte de María. Así, por ejemplo, hablando del consentimiento unánime de la Iglesia en favor de la Asunción, afirma que los fieles «no encontraron dificultad en que María muriese, como murió su Hijo; pero esto no les impidió creer y profesar abiertamente que no estuvo sujeta a la corrupción del sepulcro». El Papa descubre la misma creencia en la liturgia: «Señor, es dignísima de veneración para nosotros la festividad del presente día, cuando la Madre de Dios sufrió la muerte temporal, pero sin que quedase presa de la muerte Aquella que había engendrado a tu Hijo y Señor nuestro encarnado en Ella» (Sacramentario Gregoriano). Al tratar de los Santos Padres y grandes Doctores, el Papa sintetiza sus enseñanzas diciendo cómo, según ellos, «el objeto de la fiesta (de la Asunción) no era solamente la incorrupción del cuerpo muerto de la bienaventurada Virgen María, sino también su triunfo sobre la muerte»; con esto se desechan las creencias de algunos apócrifos que imaginaron el cadáver de María trasladado incorrupto al paraíso. 

Del hecho de que el Papa usase la frase «cumplido el curso de su vida terrena» en la misma fórmula definitoria, y precisamente para no definir si María murió o no, sería falso concluir que la fórmula definitoria favorece o la negación o la afirmación de la muerte de María. Con la fórmula definitoria, usada para la Asunción, no se zanja la cuestión, más bien se deja en el estado en que se encontraba antes de la definición. 

La admisión de la muerte prevalece hasta el siglo XIX, cuando Pío IX define el dogma de la Inmaculada. Entonces surgen multitud de peticiones en favor de la definición de la Asunción y los “inmortalistas” insisten en que, si María -como quedaba definido - no contrajo el pecado original, cuya pena es la muerte, no debía morir. Pero a esta razón, ciertamente poderosa, siguió oponiéndose la que insiste en la íntima asociación de la Madre de Dios con su Hijo, al extremo de seguir cada uno de sus pasos, incluido el de la muerte.

En cualquier caso, queda claro que el cuerpo santísimo de la Madre de Dios no sufrió la más mínima corrupción y el tenor de la definición dogmática permite concluir con certeza que, si de hecho el alma de María se separó algún momento de su cuerpo, fue para reunirse inmediatamente con él. No es pues aventurado pensar la muerte de la Virgen ‑ del todo singular ‑ en términos de dulcísimo sueño o éxtasis inmediato a la Asunción. Es indudable que el amor de Dios por su Madre dispondría con su omnipotencia todos los detalles para que el tránsito de que la que había ya “casi muerto” ([6]) místicamente, en el Calvario, corredimiendo con Cristo, fuese exento de cualquier dolor y vivido con toda felicidad.

John Newman imagina con agudeza lo que posiblemente sucedió. Dice que «aunque (la Virgen) murió igual que todos, no murió como los demás hombres, pues en virtud de los mé­ritos y la gracia de su Hijo, que en ella se habían anticipado al pecado y la habían llenado de luz y pureza, fue librada de todo lo que marchita y des­truye la figura corporal. No había en ella pecado original que mediante el desgaste de los sentidos, la erosión del cuerpo y la decrepitud causada por los años preparara la muerte. La Virgen murió, pero su muerte fue un simple hecho, no el efecto de un proceso; y una vez ocurrida, dejó de ser. Murió para vivir. Murió como una cuestión de forma o una ceremonia en orden a pasar lo que se llama el débito de la naturaleza: no por ella misma o a cau­sa del pecado, sino para someterse a su condición, glorificar a Dios, y hacer lo mismo que había hecho su Hijo. No murió, sin embargo, como su Hijo y Salvador, con sufrimiento físico en orden a un fin especial. No murió la muerte de un mártir, pues su martirio se realizó en vida. No murió como una víctima expiatoria, pues la criatura no podía desem­peñar ese papel que sólo Uno podía cumplir por todos. Murió para terminar su curso mortal y re­cibir su corona.

«Por eso murió privadamente. Convenía que Aquel que murió por el mundo lo hiciera a la vista del mun­do. Pero ella, flor del Edén, que vivió siempre escon­dida, murió en la sombra del jardín, entre las flores donde había vivido. Su tránsito no causó ruido al­guno. La Iglesia continuó con sus tareas cotidianas de predicar, convertir y sufrir. Había persecuciones, huidas de una ciudad a otra, y mártires. Poco a poco se extendió el rumor de que la Madre del Se­ñor no estaba ya en la tierra. Peregrinos comenza­ron a moverse en busca de sus reliquias, pero nada encontraron. ¿Murió en Éfeso o en Jerusalén? Las opiniones no coincidían, pero en cualquier caso su tumba no fue hallada, y si se halló, estaba abierta. Los que buscaban volvieron a casa sorprendidos y como en espera de más luces. Pronto comenzó a decirse que cuando el tránsito de María se aproximaba y su alma iba a dirigirse al encuentro de su Hijo, los Apóstoles se reunieron en un determinado lugar, quizás en la Ciudad Santa, para asistir al go­zoso acontecimiento, y que poco después de ente­rrarla con los ritos adecuados repararon en que su cuerpo no estaba en la tumba, mientras ángeles can­taban día y noche con voces alegres las glorias de su Reina asunta al Cielo.

»Pero aparte de nuestros sentimientos sobre los detalles de esta historia, no hemos de dudar que, de acuerdo con el sentir de todo el orbe católico y las revelaciones hechas a almas santas, María se encuen­tra en cuerpo y alma con su Hijo y Dios en el cielo, y que nosotros podemos celebrar no sólo su tránsito sino también su Asunción» ([7]).

Razones de este dogma

Pío Xll, para proceder a la definición dogmática de la Asunción, se apoya en una serie de razones o fundamentos que nos limitamos a subrayar brevemente.

1. La creencia universal de la lglesia Católica. Es un dogma de fe que el sentir común de la Iglesia de los pastores y de los fieles dirigida por el Espíritu Santo, en cuestiones dogmáticas no puede caer en el error. Así pues, como toda la Iglesia creyese en la Asunción corporal de María a la gloria celeste, tal creencia no podía ser falsa, sino que había de pertenecer al depósito de la revelación en la cual, aunque de manera implícita, creyó siempre la Iglesia.

Evidentemente éste es nuestro caso. Hay innumerables testimonios de la fe cristiana desde los tiempos más antiguos. Cabe destacar el Panarion de San Epifanio (s. IV), que es un testimonio precioso del ambiente que se respiraba entre los fieles de los siglos III y IV sobre la Asunción. San Juan Damasceno en el siglo VIII, escribe tres Panegíricos en los que asienta inequívocamente la fe en el misterio. Los escolásticos son más extensos en razones: San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, etc.

En fin, la unanimidad del pueblo cristiano en la fe se manifiesta en la respuesta afirmativa casi unánime de los obispos, consultados por Pío Xll sobre la definibilidad de la Asunción. Este era el argumento cierto y seguro y el fundamento más firme para definir que la Asunción corporal de María era una verdad revelada por Dios y que todos los fieles debíamos creer.

2. La plena asociación de la Madre de Dios con su Hijo. Tal como la presenta la Sagrada Escritura constituye el argumento basilar en el que el sentido cristiano ha intuido la verdad del nuevo dogma. «Hay que tener en cuenta, sobre todo, que desde el siglo ll, María Virgen es presentada por los Santos Padres como nueva Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien subordinada a El, en aquella lucha contra el enemigo infernal que, como fue preanunciado en el Protoevangelio ([8]), terminaría con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte, unidos siempre en los escritos del Apóstol ([9]). Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal». En efecto, la unión y participación tan íntima de María en el misterio de la Encarnación y de la Redención, implica una unión y una participación plena en la victoria de Cristo, en su resurrección. Y esta participación de la Virgen en la victoria de Cristo no podría considerarse plena sin la glorificación corporal anticipada de María. Todo invita a llevar la asociación de María con Cristo hasta las últimas consecuencias posibles. Así como no quedaron restos mortales de Cristo en su resurrección, tampoco quedaron restos mortales de María en su Asunción. Por lo demás, afirmar que el cuerpo terreno de María habría sido dejado en este mundo (como ha hecho algún autor) es inconciliable con el dogma de la Asunción.

3 . La armonía entre los grandes privilegios marianos. La plena asociación de María a la Persona y a la obra de su Hijo, que implica la Asunción corporal, ha servido a la teología de base para reflexionar sobre las relaciones que pudieran establecerse entre este privilegio y otras verdades marianas profesadas por la Iglesia. Tres de ellas sirven de fundamento para argumentar en la Bula definitoria: Concepción Inmaculada, Virginidad y Maternidad Divina.

a) Fundamento en el misterio de la Inmaculada Concepción

El privilegio de la Asunción de María brilló con nuevo resplandor desde que Pío IX definiera solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción. Como ha dicho Pío Xll, son dos privilegios estrechamente unidos entre sí. Y de tal modo que se puede percibir en la glorificación de María un eco lejano de su concepción primera, y que se pueden armonizar en un mismo plan divino la Asunción corporal y la Concepción Inmaculada. Y todo ello, porque la redención preservativa, mediante la cual María fue Inmaculada, nos hace ver la ley de privilegio y anticipación que Dios se impone respecto de su Madre. Así pues, si la resurrección es el triunfo y el trofeo de la redención, a una redención preventiva y anticipada corresponderá una anticipada resurrección.

b) La Maternidad Divina 

Como ya sabemos, la maternidad divina es el primer principio de la Mariología y el núcleo germinal de todos los privilegios marianos. A ella se ha recurrido y se recurre siempre cuando se trata de afianzar la verdad de cualquier privilegio de María. El misterio de la Asunción también se ha considerado en su relación con la maternidad divina, aunque no se ha llegado a una solución definitiva. En la Bula definitoria el Papa encara el tema y lo enlaza con la Sagrada Escritura. Pero, ¿cuál es la imagen que la Escritura nos transmite de María?

La Sagrada Escritura nos presenta a la Santa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y siempre partícipe de su suerte. De donde parece imposible imaginarse separada de Cristo, siquiera con el cuerpo, después de esta vida, a Aquella que lo concibió, lo dio a luz, lo nutrió con su leche, lo llevó en sus brazos y lo apretó a su pecho.

Tanto ama Dios a María que la elige para hacerla su Madre. Por esta maternidad, María está, en su ser y en su obrar, ordenada al ser y obrar del Verbo encarnado. ordenada aunque subordinada a Jesucristo; estrechamente unida a El y por tanto elevada a ser coprincipio de vida para toda la descendencia de Adán. Pero esta vida total y plena no debe quedar restringida a la santificación del alma que, regenerada en Cristo, debería gozar de aquella vida que él vino a darnos en abundancia; esta vida debe llegar hasta santificar el cuerpo. La gracia es una semilla de resurrección, de vida inmortal y eterna; y la glorificación del cuerpo humano al final de los tiempos no es algo arbitrario, sino, más bien, algo debido al cuerpo separado de un alma poseída por la gracia de Cristo.

Si Adán y Eva introdujeron en el mundo la muerte del alma (pecado) y la muerte del cuerpo, Cristo y María, principio eficacísimo de redención total, fueron causa de vida para el alma (gracia) y para el cuerpo (resurrección). Y es lógico que lo que es causa de vida y antídoto contra la muerte no permanezca en el sepulcro presa de la misma muerte. La glorificación del cuerpo de María se ha adelantado. Y es que, como dice Aldama, la incomparable gracia de María ha dado de una vez la flor y el fruto: la santificación del alma y la glorificación del cuerpo. El alma sola de María no podía contener tanta abundancia.

C) El amor de Cristo por su Madre

Finalmente, la glorificación anticipada de María parece ser exigida por la disposición psicológico afectiva que la maternidad divina supone en el Hijo. Desde el momento en que nuestro Redentor es Hijo de María, no podía menos de honrar, como observador perfectísimo que era de la divina ley, además de al Eterno Padre, también a su Madre queridísima. Pudiendo, pues, darle tanto honor y gloria de eternidad al preservarla inmune de la corrupción, es lógico concluir que lo hizo. Lo contrario, dice San Alfonso María de Ligorio, que fuese sometida a corrupción aquella carne virginal de la que El se había vestido, hubiese redundado en deshonor del mismo Hijo.

d) La Maternidad Virginal

La maternidad divina de María tiene una característica que toda la tradición patrística nos ha presentado como esencial: es una maternidad virginal. No es posible una maternidad divina que no sea virginal, como no es posible una maternidad virginal que no sea divina.

La maternidad virginal, y más concretamente la virginidad en el parto, nos conduce por la senda de la incorrupción cuando pensamos en el cuerpo santísimo de María. ¿Por qué no seguir este principio que nos conduce a la incorrupción del cuerpo virginal en el sepulcro, hasta concluir en la glorificación anticipada? Hasta el final han ido, entre otros, San Efrén, San Germán de Constantinopla, San Andrés de Creta, San Juan Damasceno. El mismo recorrido hacen la venerable liturgia bizantina y nuestra liturgia hispana. El cuerpo de María tan graciosa y divinamente poseído no puede ser presa de la corrupción. Podría afirmarse que exige los esplendores de la glorificación.

Alcance salvífico del misterio

Si María juega un papel, si tiene un sentido positivo en la economía de la salvación, sus privilegios no carecen de relación con esa economía, ni le han sido concedidos sin tener en cuenta su misión en ella.

Concretamente, en cuanto al privilegio de la Asunción se refiere, el Magisterio de la Iglesia ha enseñado el sentido positivo que dicho privilegio tiene en la economía de la salvación. «Sobre los hombres de la presente generación, decía Pío Xll el mismo día de la definición dogmática, tan trabajada y dolorida, descarriada y desilusionada, pero también saludablemente inquieta en la búsqueda de un gran bien perdido, se abre un halo luminoso del cielo, fulgurante de candor de esperanza, de vida feliz» . Y Pablo VI: «Nuestra aspiración a la vida eterna parece cobrar alas y remontarse a cimas maravillosas, al reflexionar que nuestra Madre celeste está allá arriba, nos ve y nos contempla con su mirada llena de ternura» ([10]).

La idea de que María Asunta es imagen y anticipo de la Iglesia en su estadio escatológico y, por eso, foco de esperanza y de consuelo para la Iglesia que peregrina en la Tierra, la expone el Vaticano ll: «La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor» ([11])

Así pues, la Asunción de María es el argumento o prueba de que todos los fieles de su raza, de la cual Ella es Madre, estarán un día con sus cuerpos glorificados junto a Cristo glorioso. María Asunta es la señal que nos abre visiones más altas y nos anima a contemplar el destino y la obra a que fue ensalzada Aquélla que, elegida por Dios para ser Madre del Verbo Encarnado, acogió dócil la palabra del Señor. Es la esperanza, ya realizada, de todo hombre con una plenitud que sólo podremos obtener en el último día del mundo. María Asunta es nuestro consuelo. Nuestros ojos deben dirigirse hacia Aquélla que, antes que nosotros, recorrió los caminos de la pobreza, del desprecio, del destierro, del dolor y que ahora fija sin titubeos sus ojos en la luz eterna.

Finalmente, la Asunción de María nos recuerda su poder de intercesión y nos invita a un culto de plegaria. Al igual que Cristo resucitado «vive siempre para interceder por nosotros» ([12]), María, glorificada anticipadamente, vive con una solicitud intercesora por cada uno de sus hijos. 

La piedad popular y el arte mariano han representado el misterio de la Asunción en el que aparece la Virgen llevada por los ángeles y aureolada de nube. Aunque no es necesaria dicha intervención angélica, el Doctor Angélico ve en ella la manifestación de reverencia que los ángeles y todas las criaturas tributan a los cuerpos gloriosos ([13]).



[1] Mc 16, 19.
[2] MS, DS 3900-3904.
[3] cfr. Profesio fidei n. 15, AAS 6O (1968), pp. 438-439.
[4] cfr. Munificentissimus Deus: AAS 42 (1950), pp. 767‑770.
[5] JOSEPH RATZINGER, cit. FERNANDO OCÁRIZ, Scripta Th., l.c., 3, d.
[6] BENEDICTO XIV, Carta Inter sodalicia, 22-III-1918: “juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió”.
[7] JOHN H. NEWMAN, Discursos sobre la fe, Madrid 1981, pp. 361-362.
[8] Gen 3,15.
[9] cfr. Rom 5 y 6.
[10] PABLO VL, Discurso del 15-VIII-1963.
[11] LG n. 68; cfr. Vat II, Sacrosantum Concilium. n. 103: «La Santa Iglesia... admira y ensalza en Ella el fruto más espléndido de la Redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansia y espera ser».
[12] Hebr. 7, 25.
[13] S. Th. Supl., q. 84, a. 1, ad 1