"Nacido de una mujer"

 

Padre Guillermo Juan Morado

 

"Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción" (Gálatas 4, 4-5). El contenido del misterio de la Navidad queda expresado sintéticamente en este texto de San Pablo. Por la Encarnación, el tiempo ha llegado a su plenitud y Dios ha visitado a su pueblo, enviando a su Hijo amado, que "se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios" (San León Magno, Serm. 6 in Nativ. 2).

El Hijo de Dios se ha hecho verdaderamente hombre, "nacido de una mujer", sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre; inseparablemente nuestro hermano y nuestro Señor (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 469). La celebración de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, en la Octava de la Natividad del Señor, ilumina el misterio de la verdadera encarnación del Hijo de Dios. En la medida en que avanzamos en el conocimiento de Cristo, progresamos en el conocimiento de María. Pero también, conforme conocemos más a María, más se esclarece para nosotros el misterio de Jesucristo.

La Virgen María es la "Theotokos", la Madre de Dios, porque "aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad" (Catecismo de la Iglesia Católica, 495). En la plenitud del tiempo, cuando la historia queda, por la Encarnación, definitivamente orientada hacia Dios encontramos a María. Ella forma parte integrante del núcleo de la fe cristiana, la profesión de que el Verbo se hizo carne, nacido de una mujer, nacido de Santa María Virgen.

San Pablo anota que el Hijo de Dios "nació bajo la Ley". El divino Legislador cumple perfectamente la Ley, al nacer sometiéndose a ella en la persona del Hijo (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 580). Como cualquier judío observante, el Señor es circuncidado a los ocho días de su nacimiento, y se le pone por nombre Jesús. Esta obediencia transforma la antigua Ley en una Ley nueva: la ley del amor, la ley de la gracia, la ley de la libertad (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1972). Una ley que ya no es una ley de los siervos, sino de los hijos.

El envío del Hijo de Dios al mundo va unido a la misión del Espíritu Santo. El Espíritu de Dios, que santificó el seno de la Virgen María y la fecundó por obra divina (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 485), haciendo posible el misterio de la Encarnación, es el mismo Espíritu que obra en nosotros el misterio de la justificación y de la filiación adoptiva: "Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: '¡Abba!' (Padre)".

Fruto del Espíritu Santo, que nos hace hijos uniéndonos a Cristo, es la paz. La paz es, como recuerda el Papa Benedicto XVI en su "Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz", un camino que el hombre emprende casi de modo natural cuando se deja iluminar por el resplandor de la Verdad. La Verdad ha brillado entre nosotros en el Niño nacido en Belén. Como nos pide el Papa: "Dirijamos con confianza y filial abandono la mirada hacia María, la Madre del Príncipe de la Paz. Al principio de este nuevo año le pedimos que ayude a todo el Pueblo de Dios a ser en toda situación agente de paz, dejándose iluminar por la Verdad que nos hace libres (cf Juan 8,32). Que por su intercesión la humanidad incremente su aprecio por este bien fundamental y se comprometa a consolidar su presencia en el mundo, para legar un futuro más sereno y más seguro a las generaciones venideras". Amén.