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María
deja huella
Padre Tomás Rodríguez Carbajo
El
hombre va dejando su rastro por donde pasa, así nos lo muestran las
culturas, que la historia nos presenta.
El
deseo de supervivencia que lleva el hombre en sí, algunos lo explican por
lo que ha dejado en este mundo como fruto de su trabajo. Por las huellas o
rastro, que encontramos en el camino, deducimos quien ha pasado por allí
antes que nosotros, y siguiéndolas nos acercamos al
lugar a donde se dirigía.
Lo
que el hombre deja marcado con pisadas en el mundo material sirve para
detectar una presencia anterior, no menos real es la profunda huella que en
nuestro interior dejan acontecimientos, maneras de pensar de ciertas
personas, experiencias provocadas en momentos y circunstancias especiales,
etc...
Toda
relación interpersonal vivida en profundidad deja una huella profunda en
nuestro ser, como podemos confrontar en una auténtica amistas. Nosotros
actuamos en la vida siguiendo las huellas de quienes nos han precedido,
pues, con razón dice la sentencia: “No hay nada nuevo bajo el sol”.
Estamos marcados intelectualmente por ideas de nuestros maestros o guías
con quienes sintonizamos; nuestra conducta se siente arrastrada por
personas, que admiramos; en el plano espiritual se distinguen las personas
que van por un camino seguro hacia Jesús de Nazaret, son aquellas que
siguen las huellas, que en su vida nos ha dejado María, la que “guardaba
todo en su corazón” y la que lo traslucía en su conducta ordinaria, que
no por eso deja de ser sublime. Nadie mejor que Ella siguió de cerca en su
conducta a su Hijo, por eso, siguiendo sus huellas, nos llevan a Jesús,
como término de nuestro caminar hacia la felicidad.
A
María la encontramos siempre como medio para llegar a Jesús, como trampolín
para lanzarnos a la conquista de Dios, como norma a la que acomodarnos para
cristificarnos; siempre como lugar de encuentro y paso, nunca como fin y
reposo definitivo.
La
huella, que el amor a María deja en nosotros, es inconfundible, pues, nos
lleva siempre a Jesús; es segura, porque tiene una única dirección, Dios;
sin rodeos nos lleva a Cristo pues, siempre lo encontramos en el regazo de
su Madre.
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