María, modelo de vida cristiana

 

Fr. Valerio Maccagnan, O.S.M.

 

 

 En los ambientes culturales surgen frecuentemente personas con propuestas y teorías sobre el hombre, la historia y el mundo. En la sociedad de hoy la gente es muy sensible a mensajes que promuevan la paz, el servicio, la solidaridad, la generosidad. Los medios de comunicación alcanzan cada día un mayor protagonismo en la relación entre personas y los pueblos. Son autopistas por donde se abre paso la información. Pero no son una garantía de una verdadera comunicación. No es lo mismo informar que comunicar. Para que haya comunicación se necesita apertura y confianza en el otro. Pero siempre estamos a nivel humano. Para pasar a un nivel cristiano necesitamos situarnos en la fe, descubrir a Jesús en nuestro prójimo, estar dispuestos en dar la vida por Él. No es nada fácil. 

Jesús en medio es la clave para resolver todos nuestros conflictos y cristalizar todas nuestras esperanzas. «Donde están dos o más unidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). María no sólo nos da mensajes, ella nos da a Jesús. Pero ¿cómo imitar a María en este sentido? La respuesta la tenemos en el mismo Evangelio, que nos lleva a una relación de fe, espiritual. Predicando a sus discípulos, Jesús dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 34-35). Cumpliendo la voluntad de Dios con fidelidad y transparencia podemos generar espiritualmente a Jesús en el corazón del mundo.

Precisamente porque cumplió con fidelidad y entrega total la voluntad de Dios (Lc 1, 38); porque acogió la Palabra de Dios y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: es decir, porque fue la primera y más perfecta discípula de Cristo, Mujer nueva y perfecta cristiana, lo cual tiene un valor universal y permanente (Paulo VI, Marialis Cultus, -MC- nn. 35-36). Al «sí» gozoso de la Anunciación corresponde el «sí» doloroso de la Cruz. María al pie de la Cruz se asocia a Cristo en la obra de redención con fe y diaconía. Ella fecunda la Iglesia con sus lágrimas y nos genera a la vida de la gracia con su amor materno. Como primera creyente actúa en nosotros y nos hace avanzar en el camino de la fe y el testimonio evangélico (Redemptoris Mater -RMat- n. 46). La vocación de María es la vocación de la Iglesia.

Ella nos conduce hasta la meta del Reino

Imitándola con fidelidad, coherencia y constancia encontraremos el sentido de nuestra vida, de nuestro ideal y de nuestro destino. La humilde Sierva del Señor es testigo de las maravillas de Dios, del Misterio de la Encarnación, del Misterio Pascual, de su ofrenda amorosa al Padre. María es como un espejo puro, terso, donde se reflejan las maravillas de Dios. Mirando a María como modelo de vida cristiana, la Iglesia día a día se va purificando y convirtiendo hasta ser como Ella: pura, inmaculada, santa, gloriosa, hasta el retorno del Señor. «Pues María, que por su íntima participación en la historia de la salvación reune en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su Sacrificio y al amor del Padre» (Lumen Gentium -LG- n. 65). Este testimonio preeminente del amor de Dios en María se convierte para el cristiano en camino. Es la senda de la peregrinación de fe que se abre con la historia de salvación. 

María como Madre nos toma de las manos, camina con nosotros, nos conduce por los caminos del Evangelio, sendas de justicia y santidad hasta llegar a la meta del Reino (cfr. LG n. 62). La Virgen orante en el Magnificat con espíritu profético y liberador, proclama las maravillas del Señor: exultación, fe y esperanza de María y de la Iglesia. Virgen orante en Caná, donde consigue el primer milagro de Jesús, Ella con este gesto nos enseña a salir al encuentro de todos los necesitados, de todos los que sufren. María persevera en oración junto a la primera comunidad cristiana aguardando la venida del Espíritu y dio a la Iglesia el testimonio más vivo y elocuente de cómo el creyente ha de esperar el retorno del Señor (Hech 1, 14). Cómo a través del Espíritu y de María, Cristo nace en Belén, así, a través del Espíritu y de María, la Iglesia nace en Pentecostés. La Virgen es modelo de amor cristiano, amor universal y eterno: Ella asociada íntimamente al Misterio de Cristo no cesa de engendrar nuevos hijos juntamente con la Iglesia, a los que estimula con amor y atrae con su ejemplo para conducirlos a la caridad perfecta.

María es garantía de la grandeza femenina

Ella es modelo de vida evangélica, de ella nosotros aprendemos: con su inspiración nos enseña a amar a Dios sobre todas las cosas, con su actitud nos invita a contemplar y vivir la Palabra de Dios (Lc 2, 19.51), con su corazón nos mueve a servir a los hermanos. El amor materno de la Virgen se hace explícito, concreto, familiar en la Cruz, al acogernos en la persona de Juan. Cristo nos entrega a su Madre. María nos acoge como hijos. Entrega y acogida muestran las dimensiones del amor de su maternidad espiritual y se convierten en ejemplo para los cristianos (RMat n. 45). Inspirándonos en la Virgen debemos estar a los pies de las infinitas cruces donde el Hijo del hombre sigue crucificado, para llevar allí consuelo y redención. En María, la mujer puede descubrir el modelo para vivir su feminidad. «María es garantía de la grandeza femenina... con esa vocación de ser alma, entrega que espiritualice la carne y encarne el espíritu (Puebla n. 299). La vida cristiana en su dimensión Mariana alcanza un relieve especial en todas aquellas personas que imitando la vida de María, hacen de su existencia una entrega generosa a la voluntad de Dios y al servicio de los demás. «La múltiple misión de María hacia el pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda en el organismo eclesial: reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo primogénito» (MC n. 57).

Prácticamente la intercesión de la Virgen, su santidad ejemplar y la gracia divina van tejiendo en nuestra vida el modelo cristiano. Esto es maravilloso y consolador, pero nuestra respuesta debe ser dócil, auténtica, generosa, responsable. «La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos: virtudes sólidas y evangélicas. La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral» (MC n. 57).