María y la mujer en la Iglesia 

 

Eduardo Rodríguez

 


Somos un pueblo mariano (se dice que los latinoamericanos tenemos una "fe mariana"). María tiene un lugar privilegiado en nuestras devociones, rezos, peticiones; ella ocupa muchos de los altares de nuestros templos y a ella remite buena parte de la bibliografía de "vida edificante". El rosario, antigua oración contemplativa preferida por muchos hombres y mujeres de nuestra iglesia, es un camino para llegar a Cristo y al Padre. 

Las letanías, que brotan rítmicamente de los labios de los fieles, en sus casas o en las iglesias, evocan sus virtudes y maravillas: madre dulcísima, madre admirable, virgen fiel, espejo de justicia, torre de marfil, torre de David, rosa mística... Otras, más recientes, la nombran: madre de los trabajadores, madre de nuestras madres, educadora de nuestros niños, madre de los enfermos, etc. etc.

Pero, que yo haya escuchado o al menos que recuerde, nadie la llama a María mujer y ella, antes que nada, es esto: MUJER. Una mujer de Nazareth, una aldea pequeña e insignificante en tiempos de Jesús. Una mujer de pueblo, que haría lo que cualquier otra en una sociedad patriarcal, donde lo femenino era secundario y sinónimo de impureza. Una mujer de su tiempo, que con su fe y valentía trascendió los límites de la Iglesia católica y del cristianismo todo, para convertirse en emblema de una femineidad que necesita aún hoy ser reivindicada. María es símbolo de la plenitud de lo femenino..., o sea, símbolo de lo humano sin más.

El Documento de Puebla, en su número 839, describe una situación que aún no ha sido superada: "En la misma Iglesia a veces se ha dado una insuficiente valorización de la mujer y una escasa participación suya a nivel de las iniciativas pastorales". 

También Juan Pablo II dice: "Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente" (Carta a las Mujeres, nº 2, 1995).

Y es necesario asumir en nuestra Iglesia esa "historia de enormes condicionamientos", que se explican, en parte, porque la Iglesia no es ajena a las corrientes de pensamiento, ni a las visiones, más o menos prejuiciosas, que conforman los modelos culturales de cada época. Son evidentes las influencias de antropologías y cosmovisiones que han condicionado la situación de la mujer. Se echa una luz sobre el tema si comprendemos que la imagen del hombre sexuado se elabora partiendo, por un lado, de las distintas investigaciones antropológicas y filosóficas (nunca "desinteresadas") que se desarrollan en torno a la sexualidad, y por otro, de las costumbres sexuales ambientales, que más que todo estudio "objetivo", imponen subrepticiamente una visión del hombre y de la mujer.

Una interpretación androcéntrica (o sea, centrada en el varón) de la Sagrada Escritura y una tradición patriarcal de la Iglesia (que va desde la patrística de los primeros siglos de cristianismo, pasa por la escolástica medieval y llega prácticamente hasta nosotros) ocultan y enmascaran la riqueza y la maravilla de lo femenino.


Afortunadamente, la antropología teológica de las últimas décadas ha superado (al menos en la teoría) estas visiones que alimentaron durante tantos siglos la subordinación de la mujer al varón, y pone hoy el acento en la complementariedad de los sexos. Pero es una complementariedad que debe interpretarse dinámicamente, que supone un dar y un recibir enriquecedor, que no diluye las diferencias, sino que las integra en una tensión dialéctica creadora y fecunda. 

De cualquier manera, perdura hoy en esta complementariedad la tentación de reducir a la mujer, y en consecuencia al varón, a roles o funciones exclusivos y excluyentes. Así, por ejemplo, ella queda "fijada" en el rol de engendrar o amamantar, tarea sin duda hermosa y maravillosa, pero que puede convertirse en peligroso encasillamiento y buena excusa para que no haga otra cosa. Por este camino se puede llegar a justificar solapadamente un modelo de participación en la sociedad y en la Iglesia, en el que lo privado (e irrelevante) sea propio de la mujer y lo público (y relevante) del varón, particularmente del "ministro". Con este reparto de "funciones", y más allá de cualquier alabanza retórica de la femineidad, se justifica que la mujer siga teniendo dentro de la Iglesia tareas absolutamente secundarias.

Una colega me comentó en estos días que había escuchado acerca de una propuesta motorizada por algunas mujeres católicas que consistiría en boicotear la asistencia de la feligresía femenina al culto dominical durante un fin de semana, para que "se tomara en serio" cuál es su peso en nuestras comunidades. Los hombres (en especial los ministros) pueden quedarse tranquilos; estoy seguro de que tal convocatoria no tendría mayor adhesión, porque falta aún para que madure en nuestra Iglesia y en las mismas mujeres lo significativo de su presencia. Pero -¡atención!- que no nos sorprendan los "signos de los tiempos"..., lo que hoy está verde, mañana madurará. ¿Sabremos -o mejor- estaremos dispuestos los varones a compartir espacios reales de la Iglesia con las mujeres, más allá de las palabras edulcorantes o las promesas? 

Un teólogo español citó una vez esta frase que siempre recuerdo: "alguien ha dicho que la Iglesia perdió en el siglo XVIII a los intelectuales, en el XIX a los trabajadores y podría perder en el XX a las mujeres, si no fuera capaz de comprender sus reivindicaciones legítimas." Esta afirmación parece hoy un tanto prematura..., pero el siglo XXI recién empieza y es tan largo...

Fuente: san-pablo.com.ar