Mujer del Silencio 

Mater Unitatis

 

Entre los diversos títulos que la imaginación de los poetas y la ternura de la piedad popular le han dado a María, hay uno que me ha impresionado a mí en especial: María, catedral del silencio. 

Es cierto, no siempre se puede hallar silencio en una catedral metropolitana. Sin embargo, quien va con la intención de orar, siempre encontrará un rincón tranquilo. Una vez sentado, uno puede alzar la vista hacia el techo elevado en forma de bóveda y hallar el silencio escondido allá arriba, en la sombra de los extensos arcos. 

María es en verdad como una catedral gótica que cuida el silencio celosamente. No lo rompe ni siquiera al hablar. Arriba en lo alto, el silencio se recrea en las luces multicolores de los vitrales, y con los grabados de los capiteles y las curvas del ápside. El sonido del órgano y el canto de himnos en la parte de abajo no rompen el silencio, sino que lo exaltan. 

María es una mujer de silencio, porque mide sus palabras. En el Evangelio habla sólo en cuatro ocasiones: en la anunciación, cuando visita a Isabel y entona el Magnificat, cuando encuentra a Jesús en el templo, y en Caná de Galilea. Luego, tras decirle a los sirvientes de la boda que oyeran la única voz que contaba, guarda silencio para siempre. 

No obstante, el silencio de María no es sólo la ausencia de voces o la falta de sonido. No proviene de un ascetismo sobrio. Más bien, es la cubierta teológica de una presencia, la caparazón que rodea la plenitud, el vientre que cuida a la Palabra. 

Uno de los últimos versículos de la Carta a los romanos nos ofrece una llave interpretativa al silencio de María. Habla de Jesucristo como la “revelación del misterio, mantenido en secreto en los tiempos eternos (Rom. 16, 25)”. Cristo es el misterio que se mantuvo en secreto, escondido y literalmente en vuelto en silencio. 

El silencio rodeaba a la Palabra de Dios en el seno de la eternidad. Al entrar en el seno de la historia, no pudo tener otra cubierta que el silencio. María la aportó con su propia persona. Así, ella prolongó en la tierra ese oculto silencio del cielo, enseñándonos la manera de mantener los secretos del amor. Para todos nosotros, perturbados por tanto ruido, ella se ha convertido en el cofre silencioso del Verbo: ella “atesoró todas estas cosas en su corazón” (Lc. 2, 51). 

María, mujer del silencio, tráenos las fuentes de la paz. Líbranos del diluvio de palabras, las de otros, pero sobre todo las de nosotros. Como hijos del ruido que somos, creemos que nuestra interminable conversación puede ocultar la inseguridad que nos atormenta. Ayúdanos a entender que sólo podremos escuchar a Dios cuando guardemos silencio. Viviendo en medio de un ruido incesante, pensamos que podremos ahuyentar nuestros miedos si alzamos el volumen de nuestros televisores. Haz que comprendamos que Dios se nos comunica sólo a través del silencio, y que nuestro barullo puede silenciar su voz. 

Explícanos el significado profundo de ese texto de la Sabiduría que nos llena de asombro: “Un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu palabra omnipotente de los cielos, de tu trono real, se lanzó en medio de la tierra” (Sap. 18, 14-15). Llévanos, te pedimos, al prodigio de ensueño del primer pesebre, y restaura en nuestros corazones la nostalgia por esa “noche de paz”. 

Santa María, mujer del silencio, háblanos de tus encuentros con Dios. ¿ qué prados fuiste en las tardes de primavera, lejos del bullicio de Nazaret, para oír su voz? ¿En qué hendeduras de roca te escondiste de adolescente, para que la violencia del ruido humano no profanara tu encuentro con Él? 

¿Qué conversaciones mantuviste con tus amigas junto a la fuente de la aldea? ¿Qué compartiste con José cuándo te tomaba de la mano al anochecer y te llevaba hacia las planicies de Esdrelón, o caminaba contigo hacia el mar de Tiberiades en los días de sol? ¿Le confiaste tu secreto con palabras o con lágrimas de felicidad sobre el misterio oculto en tu vientre? Además de las oraciones recitadas y del murmullo de la lluvia en el tejado, ¿qué oras voces resonaban en el taller de carpintería durante las tardes de invierno? Aparte del tesoro de tu corazón, ¿tuviste también un diario al que le confiabas las palabras de Jesús? ¿De qué hablaron en esos treinta años alrededor de su pobre mesa? 

Santa María, admítenos en tu escuela. Apártanos del mercado del ruido, donde corremos el riesgo de quedar sordos. Aléjanos de esa ociosa curiosidad por conoces noticias sin importancia, que ensordecen la “Buena Nueva”. Ayúdanos a apreciar el silencio que nos devuelve el entusiasmo por la contemplación, incluso en medio del bullicio de las grandes ciudades. Que entendamos que las grandes cosas de la vida: conversión, amor, sacrificio y muerte, maduran sólo en el silencio. 

Fuente: materunitatis.org