Mujer de la Gente 

Antonio Bello

 

El Señor escogió a María de entre la gente. Encontró a María en el laberinto de los callejones, fragrantes con el aroma de la sopa de medio día, y animados por los gritos de vendedores de frutas. Fue elegida de entre las jóvenes que permanecían en el descanso de las escaleras lleno de flores, y hablando de amor. 

María fue elegida de entre sus vecinas que se sentaban en el patio a contar historias, alargando la noche hasta el último bostezo, antes de que se extinguiera el aceite en las lámparas, y las llaves sonaran en las cerraduras, y los cerrojos aseguraran las puertas. 

Él la descubrió ahí. No la encontró en las grandes avenidas de la capital, sino en un pueblo de pastores, no mencionado en las escrituras. Incluso los habitantes de pueblos vecinos hablaban de él con sarcasmo: “¿...Acaso puede salir algo bueno de Nazaret? “(Jn 1:46) 

Dios la descubrió ahí, en medio de la gente común, y la hizo suya. Ella no posee ninguna dinastía ancestral especial. La heráldica de su familia no se gloriaba de grandes antepasados, como la de José. Aunque trabajaba como carpintero, él provenía de la ilustre casa de David. María, sin embargo, fue una mujer común. Absorbió el idioma y la cultura de la gente, las estrofas de sus canciones y el secreto de su lamento, la costumbre de guardar silencio y el estigma de la pobreza. 

Antes de convertirse en madre, María fue hija de la gente. Perteneció a los anawin, el rango de los pobres; perteneció al remanente de Israel, que había sobrevivido a la devastación de tragedias nacionales. Perteneció a ese núcleo que mantuvo vivas las promesas de los patriarcas y las esperanzas de los profetas, como Sofonías profetizó: “Pues dejaré en medio de ustedes gente humilde y sencilla. Buscarán refugio en el nombre del Señor, el remanente de Israel” (Sof. 3, 12-13). 

Una mujer de la gente. María se mezcló con los peregrinos que subían al templo, uniéndose al canto de sus salmos. Si en uno de estos viajes perdió a su hijo, Jesús, de doce años, fue porque, al suponer que venía con el resto de los viajeros (Lc. 2, 44), ella sabía que su Hijo entendía la forma de ser de la gente común. 

El Evangelio de Marcos posee un icono incomparablemente hermoso que retrata la naturaleza, vocación y destino de María entre la gente. Un día, mientras Jesús hablaba a la multitud, sentada a su alrededor en forma de círculo, María llegó con algunos parientes. Cuando alguien le dijo a Jesús que estaban ahí, Él señaló a la multitud y exclamó: “Aquí está mi madre...” A simple vista, esto parece una descortesía; pero más bien la respuesta de Jesús, que identifica a su madre con la multitud, es el monumento más grande hecho a María, una mujer de la gente. 

Santa María, mujer de la gente, gracias por compartir tu vida con las personas, antes y después del anuncio del ángel, y por no pedirle a Gabriel que se quedara de guardián de tu casa. Gracias, porque, aunque eras la Madre de Dios, no te retiraste a la morada de tu aristocracia espiritual, sino que experimentaste la pobreza y la ansiedad de toda mujer de Nazaret. 

Gracias, porque en el verano te unías a las demás mujeres para recoger el trigo, bajo el sol abrasador de los campos. En los días de invierno, cuando la tormenta rugía por las montañas de Galilea, tú te refugiaste en las casas de tus vecinos. En el sábado, para alabar al Señor, tú participaste con tus amigas en los servicios de la sinagoga. Cuando la muerte visitaba tu aldea, empapabas de lágrimas tu pañuelo. En los días de fiesta, cuando una procesión de boda pasaba por tu casa, tú también esperabas en la calle, y te ponías de puntillas para ver al novio y a la novia. 

Santa María, te necesitamos hoy más que nunca. En nuestros tiempos difíciles, intereses especiales se anteponen con frecuencia al bien común, creando facciones que sustituyen a la solidaridad. El partido prevalece sobre el bien público, la asociación sobre la nación. 

Danos una mayor conciencia que lo que representa ser gente. Nosotros creyentes, que nos llamamos gente de Dios, sentimos el deber de ofrecer un fuerte testimonio de comunión. Tú, “el gran orgullo de nuestra nación” (Jud. 15, 9), permanece a nuestro lado en esta difícil empresa. 

Santa María, enséñanos a compartir con las demás personas los gozos y las esperanzas, las penas y el dolor que han marcado el camino de nuestra civilización. Danos el deseo de permanecer en medio de ellas, como tú hiciste en el Cenáculo. Líbranos de la autosuficiencia y sácanos de nuestras cuevas de aislamiento. 

Tú, que te invocan en las favelas de Latinoamérica y en los rascacielos de Nueva York, hazle justicia a las personas destruidas por la miseria, dales paz interior a los que están agobiados por la riqueza. Devuélveles el verdadero significado de la vida, para que al fin puedan cantar todos juntos salmos de libertad. 

Fuente: materunitatis.org