La « Reina de los Predicadores » 

Guy Bedouelle

 

Cómo Nuestra Señora obtuvo de su Hijo la Orden de Predicadores»: tal es el título del primer capítulo de las Vidas de los Hermanos, de Gerardo de Frachet (Vidas 1, l). La Virgen de misericordia, como «piadosísima mediadora», temía, añade el texto, que perecieran los pecadores, arrojados de la presencia de Dios; entonces suscitó esta Orden de predicación «para la salvación del género humano». ¿Acaso no tenemos aquí la oración misma de Domingo, piadosa y bellamente transformada a gusto de las Florecillas dominicanas? María presenta a su Hijo los que vendrán a ser «compañeros de armas», Domingo y Francisco. 

Así, pues, la Virgen ya no podrá abandonar la Orden cuya creación obtuvo; la asiste, la protege e incluso la preside en los menores detalles. Cuando curó a Reginaldo de Orleáns, «le mostró, además, el hábito completo de nuestra Orden» (Orígenes 57). La tradición dominicana conservó a partir de ahí la idea de que la misma Madre de Dios se dignó «inventar» el hábito de luz y sombra, haciendo que los frailes abandonaran la sobrepelliz canonical que hasta entonces llevaban, para sustituirla por un escapulario (1).

No es, pues, de extrañar que la Virgen pueble con una sonriente discreción los sueños y las visiones de los primeros frailes: los bendice, haciendo sobre ellos la señal de la cruz (Vidas 1, VI, VII), y comparte verdaderamente su vida cotidiana, sirviendo en el refectorio (l, VI, XIIa), dictándole el sermón a un fraile algo escaso de ideas (1, VI, XIV), visitando a los moribundos (1, VI, XX-XXI). El autor de las Vidas de los Frailes resume así esta presencia amorosa: «De estos ejemplos se desprende claramente cuántos y extraordinarios cuidados tiene la bienaventurada Virgen de los frailes de la Orden, lo mismo cuando predican que cuando van de camino, cuando trabajan y mientras están enfermos, al comer y al morir, en las tribulaciones y congojas, y cuando rezan» (Vidas 1, VI, XXIlb). Hasta cuando se dirigen a ella reza con ellos, sobre todo en el momento de la procesión solemne de la Salve Regina con la que se termina el día después de las Completas y que fue instituida primeramente en Bolonia en tiempos de tribulación (2). Posteriormente se adoptó la costumbre de cantar esa antífona en el momento de la agonía de los frailes.

Por su parte, Domingo, cuando al ir de camino se encontraba con alguna dificultad, gustaba de entonar el Ave maris stella (Bolonia IV, 2). Decidió igualmente conservar la costumbre de la recitación del Oficio litúrgico -hoy diríamos mejor, en términos modernos, paralitúrgico- de la santísima Virgen, como en el Císter y en Premontré. Le procuró, sin embargo, una nota peculiar. Para no hacer pesada la liturgia, sino más bien para prepararla y ponerla bajo la invocación de la Madre de Dios, prescribió a los frailes que dijeran las «Horas de la Virgen María» antes del oficio canonical propiamente dicho: así, se recitarán los Maitines de la Virgen en el dormitorio, al levantarse (Constituciones primitivas, Distinción 1, 1), y las demás horas al ir al oficio.

María se hace así constantemente presente en la vida de los frailes. Las letanías de la Virgen que se cantan al final de Completas los sábados son una devoción que los frailes tomaron de las hermandades laicales del Rosario en el siglo XVI. Durante la primera mitad del siglo siguiente los dominicos le añadieron la invocación: «Reina de los Predicadores, rogad por nosotros» (3). Por un prurito de uniformidad, un capítulo general instó a atenerse al texto común, pero esta oración dice mucho sobre el patronazgo familiar que la Orden de santo Domingo creía recibir de la Virgen, contemplándolo dentro de una visión profundamente teológica.

Madre de misericordia

En sus comienzos la Orden dominicana utilizó uno de los símbolos más profundos y más elocuentes para expresar el papel de María en el mundo: la Virgen de misericordia, la Madre con el manto protector. Esta figura simbólica, de origen cisterciense, es empleada por sor Cecilia, del monasterio de San Sixto, para ilustrar la compasión de Domingo. Arrebatado en una visión, se encuentra delante del Señor y una multitud de bienaventurados: percibe a religiosos de todas las Ordenes y de todos los colores, pero de la suya, no, no ve ninguno. Entonces comienza a llorar tan amargamente que Cristo lo consuela y le señala a la Virgen María que está a su derecha. La Virgen de piedad entreabre la capa, de «color de zafiro», tan grande que «podía dar cabida a toda la patria celeste»: allí vio Domingo «una gran muchedumbre de hermanos». Postrándose, dio gracias a Dios y a la bienaventurada Virgen María, y la visión desapareció. Vuelto en sí, tocó acto seguido a Maitines y, una vez que hubo acabado el oficio nocturno, convocó a los frailes a capítulo y «les predicó un magnífico y bellísimo sermón, exhortándolos al amor y devoción hacia la Santísima Virgen María» (4).

El cuadro más antiguo de la Cofradía del Rosario, de Colonia, de principios del siglo XVI, representa este episodio. Este tema típico de la piedad de finales de la Edad Media será eclipsado más tarde por una representación que se hará clásica: la Virgen presenta a Domingo y a algunos otros grandes santos de su Orden un rosario para que difundan su devoción. 

(Fuentes : Bedouelle, Guy. La Fuerza de la Palabra. Domingo de Guzman. Editorial San Esteban, 1987.)
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1. Cfr. A. DuvAL, La dévotion mariale dans l'Ordre des Fréres Précheurs, en: H. DU MANOIR (Dir.), Maria. Etudes sur la sainte Vierge, II (París 1952) 741-742, n. 11. 
2. Cfr. Orígenes 120; Vidas 1, VII. Sobre la Salve Regina, W. H. BONNIWELL, A History..., 164-165, 188.
3. Cfr. W. R. BONNIWELL, A History..., 328, n. 9.
4. Cfr. Relación de los milagros.... 7, en: Santo Domingo, 675-677. En las Vidas 1, VI la Virgen protege a los frailes por su juventud.