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María, Madre de los creyentes
Cardenal
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Plática
en la Catedral de Nuestra Señora, de Munich, el 31-V-79, con ocasión del
Mayo Mariano
«Sucedió
que mientras Él estaba diciendo todo esto, una mujer de en medio de la
multitud, alzando la voz, le dijo: Bienaventurado el vientre que te llevó y
los pechos que te criaron. Pero el replicó: Bienaventurados más bien los
que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lucas, 11, 27y s.).
En
un primer momento, las palabras de Jesús en el pasaje del Evangelio que
acabamos de escuchar parecen ser contrarias a la idea de homenaje a María.
Se diría que quiere comunicarnos lo siguiente: que no alabemos a los
hombres; que lo que importa no es el parentesco de la sangre, sino sólo el
seguimiento en unidad de corazones y espíritus. Pero cuando situamos esas
palabras en el contexto total del Evangelio, descubrimos aspectos
sorprendentes que nos llevan a comprender en lo profundo las razones de la
veneración hacia María y las enseñanzas consiguientes. En San Lucas, la
frase de Jesús cuando declara «dichosos los que escuchan la palabra de
Dios» (Lucas 11, 28) concuerda exactamente con el saludo de Isabel: «Dichosa
tú, que has creído» (Lucas 1, 45). Y el enlace de sentido se corrobora en
esos dos pasajes donde leemos que «María guardaba todo esto en su corazón»
(Lucas 2, 19 y 51) relacionando las cosas, ponderándolas y ahondando en su
significación. Así evidencia San Lucas que el encomio dedicado a los que
escuchan la palabra de Dios y la practican corresponde por excelencia a la
persona que, por serle más cercana de corazón, y por llevar en sí misma
esa palabra de Dios, fue la elegida por El para encarnarse.
Como
escribió San Agustín, antes de ser la Madre según el cuerpo, lo había
sido ya según el espíritu. Guardaba las palabras de Dios en el corazón;
las asociaba, las meditaba, y penetraba en su sentido. Al decir esto, San
Lucas considera a María como fuente de tradición; pero nos dice igualmente
que en Ella se ha hecho sensible lo que fuera durante siglos el misterio de
Israel, y lo que en el futuro habría de ser la Iglesia: mansión de la
Palabra de Dios; hogar que la custodia entre los altibajos de la Historia,
con tormentas, vicisitudes, inanidades y fracasos interiores y exteriores. A
pesar de tales altibajos, en los que a veces parece haberse perdido todo,
primero es Israel, y posteriormente la Iglesia de los cristianos,
representada en María, quien guarda la Palabra y la preserva, quien le
sirve de residencia y la transmite por el boscaje de los tiempos para que
vivifique con su savia y rinda frutos incesantes.
Por
todo ello, según el Evangelio de San Lucas, María es una viva plasmación
de la parábola del sembrador (Lucas 8, 4 y ss.). Su corazón es campo fértil,
hondamente removido para que haya enraizamiento. Ella es lo más contrario
de la peña saliente en la que casi todo resbala o se desvía, y sólo se
detiene lo superfluo. Ella no es como tantos en quienes los gorriones de la
inconsciencia devoran esos granos que buscaban lo profundo del corazón; ni
lleva dentro los espinos de los cuidados cotidianos, las riquezas y el apego
a las cosas, que impiden igualmente a la semilla penetrar en los estratos más
profundos del corazón y de la existencia. Ella es el campo bueno donde
puede la semilla descender, ser alojada, echar raíces y fructificar. En su
persona, las fuerzas de la vida operan en cierto modo como jugo y nutrimento
para la Palabra; y de este modo, al identificarse ella misma con la semilla,
se convierte poco a poco en Palabra, Icono vivo, Imagen luminosa de Dios,
hasta configurarse plenamente conforme a su misión. Y la Palabra, por su
parte, adquiere en Ella fuerza nueva para hacerse visible en toda su riqueza
y su multiformidad.
María
guardaba la Palabra, y por ello es nuestra Guía. Vivimos en un tiempo de
corazones empedernidos que sofocan la voz de lo profundo, y en el que los pájaros
del tráfago cotidiano picotean cualquier cosa que pudiese buscar nuestro
interior, y los espinos de las ansias posesorias nos tapan como losas las
honduras. Vivimos en un tiempo dominado -sin que la Iglesia sea una excepción-
por una mentalidad de corto plazo, que aprecia únicamente lo factible y
cuantificable, y ha perdido de vista que las cosas que cuentan no son únicamente
las que pueden ser contadas. La eficiencia profunda, las energías que hacen
realmente la Historia y sus mudanzas, provienen solamente de lo que ha ido
madurando con el tiempo; lo que tiene raíces hondas; lo que ha sido probado
y repensado; lo que ha permanecido irremovible y aún resiste. La fuerza de
la Iglesia, su poder de cambiar el mundo, no puede consistir en sus
posibilidades inmediatas de hacer esto o aquello, sino en ser ese espacio al
que podamos regresar en todo tiempo a recogernos en silencio para crecer,
desarrollarnos y dar los frutos que podamos. Los Padres de la Iglesia, en
relación con todo esto, han asignado a María el título de Profetisa. Esto
no significa, en su caso, hacer obras prodigiosas y predecir el futuro, sino
estar embebida del Espíritu divino, y gracias a ello hacerse sembradora y
propiciar una cosecha.
Se
aprecia entre nosotros, y en todo el Occidente, un ansia vehemente de
meditación, y un interés consiguiente por lo asiático, porque la condición
cristiana parece reducirse al activismo. Pero advirtamos lo siguiente: que
imitar por unas horas un par de técnicas tomadas de religiones asiáticas
no cambia nuestra vida en profundidad, sino que sirve solamente para cebar
en nosotros un egoísmo que no busca sino una sensación de poderío
superior. También el Cristianismo está dotado de vías de meditación, que
nos ayudan a moderar nuestro activismo. Esa meditación está ejemplificada
en la Madre del Señor con su reacción a las palabras escuchadas. Por ello
es nuestra Guía, la Guía que nos enseña a meditar como cristianos recogiéndonos
en ese provechoso silencio del que vienen las verdaderas energías.
Y
por ello los obispos de nuestra tierra hemos querido, en este mes de mayo,
predicar sobre María. Nos parece importante reavivar la devoción mariana
en nuestra vida de cristianos: esa fuente de energías que consiste en
escuchar en el recogimiento para que la palabra pueda germinar. Por tal
motivo, hemos recomendado que se vuelva a las oraciones dirigidas a María,
y entre ellas el Rosario, que ha sido tan denigrado. Rezarlo significa lo
siguiente: deponer el activismo y relajar el pensamiento imaginativo, de
manera que, acomodándonos quieta y serenamente a la cadencia de las
palabras, concuerde y nos resuene el corazón en armonía con ellas, y nos
sintamos suavemente reducidos al silencio, contentos y mejorados.
Pero
hay en las palabras del Evangelio que leíamos un segundo aspecto mariológico.
Me refiero a esa frase en la que Jesús parece reprender a la Madre: ¿Acaso
no sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lucas 2, 49).
Concuerdan con aquéllas posteriores en las bodas de Caná (Mujer:¿qué
tengo yo que ver contigo?: Juan 2, 4), las que pronuncia cuando sus
familiares acuden a buscarlo (Mi madre y mis hermanos son éstos que me
escuchan: Marcos 3, 34 y s.), y las finales del momento de la Cruz en que se
aparta de Ella por completo y la hace Madre de otro (Juan 19, 26). Pero en
ninguna existe algo que vaya en contra de María. Justamente tras la
apariencia negativa de las últimas desde la Cruz, se nos descubre y
ratifica en toda su grandeza el sí que significa la maternidad. Porque ser
madre es, ante todo, atender y custodiar, dar acogida y ofrecer un recinto
de intimidad y recogimiento. Pero hay más. Así como a la concepción sigue
el alumbramiento, también tras el acogimiento y la custodia ha de venir el
desprendimiento de quien deja libre al otro para ser por sí mismo, en vez
de sujetarlo y pretender conservarlo cual si fuera una propiedad. Tal es la
prueba del amor consumado: la actitud de quien permite al amado que sea por
sí solo, en lugar de retenerlo, y que, al dejarlo en libertad, se
desvincula a sí mismo mediante la renuncia. En ello está la plenitud de la
maternidad y del amor.
María
supo hacerlo. Consintió en ser privada de su Hijo, y, al quererse relegada,
reafirmó plenamente aquel sí que pronunciara inicialmente en la mañana de
la Anunciación. Esta culminación de la respuesta positiva significa
convertirse en madre de otro, si bien para acoger de nuevo al Señor en
condición de Madre de todos los creyentes. Considero necesario que volvamos
a ver claro este segundo aspecto. Los problemas generacionales de nuestro
tiempo, que en el Año Internacional del Niño percibimos en todo su
dramatismo, son debidos en parte a que nos desagrada que la ajena libertad
se nos escape de las manos. Al vernos ante el hijo, deseamos que en él se
verifiquen nuestros gustos sobre el decurso de la vida; que la suya sea una
réplica de la nuestra, la perfecta realización del propio yo. De modo que
nos incapacitamos para ejercer el amor en la emancipación, que es
justamente la manera más grande y pura de cuidar a otra persona, y la única
de la que nace la unidad verdadera.
Tal
es para nosotros María: la que dio el sí perfecto al mostrarse disponible
sin reservas; la que supo acoger, y la que supo desprenderse para
experimentar el triunfo del Amor, que es la Verdad. Nuestros predecesores,
al dedicar esta Iglesia Catedral a Nuestra Señora, hicieron de ella como un
símbolo mariológico: un lugar que significa recogimiento y libertad en el
transcurso turbulento de los tiempos. Por tanto, decidámonos a amar en
ella: y, respondiendo con plenitud a la íntima llamada que nos dirige,
procuremos desde ella que se cumpla en nosotros la enseñanza del Evangelio:
Me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí
cosas grandes el Todopoderoso (Lucas 1, 48 y ss).
Fuente:
Almudi.org "De
la mano de Cristo", Eunsa, 1985
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