¿Quieres imitar a la Virgen María?

Silvia Latorre de Pachón

Si observamos la vida de la Virgen María con los ojos del mundo, tendríamos que considerarla como una existencia simple y ordinaria. Una mujer más como tantas que habitan los suburbios pobres de nuestras ciudades y que diariamente se desgastan por su familia.

Pero mirando esta misma existencia con los ojos de la fe y en actitud de contemplación, descubrimos en ella un manantial de virtudes. Una vida para imitar.

Acordémonos de aquella ocasión en la cual Jesús se perdió. Después de una fatigosa búsqueda, de desandar una larga jornada, José y María encuentran al niño en medio de los maestros de la ley, hablando con la frescura de un preadolescente. María no hace escándalos, no se queja, no pierde la compostura. Lo menos que merece el niño era una reprimenda, pensaríamos nosotros. Ella escucha los argumentos de su hijo, seguramente sin entenderlos y guarda estas palabras en su corazón para meditarlos luego con el Padre.

Años más tarde, la Virgen es invitada con su hijo y algunos discípulos a un banquete de bodas. Con su característica sensibilidad femenina, en algún momento, se da cuenta que los anfitriones tienen problemas; quiere que su Hijo intervenga y les preste ayuda. Pero El la corta, en apariencia, bruscamente.

En esta oportunidad, María no guarda una actitud pasiva, no se queda en silencio. Les dice a los sirvientes: "Hagan los que El les dice" y obliga, por así decirlo y con su habitual dulzura, a que su Hijo actúe.

Estos incidentes destacan dos aspectos de una virtud propia de la Virgen: la Prudencia.

La prudencia, tristemente, es una virtud subvalorada. Se le identifica como la tendencia a no comprometerse por si acaso el asunto sale mal, concepto totalmente equivocado.

La persona prudente toma su tiempo para reflexionar antes de enjuiciar cada situación y, en consecuencia, toma decisiones acertadas de acuerdo a criterios rectos y verdaderos. Santo Tomás de Aquino la consideraba "La Madre de las Virtudes". 

La virtud de la Prudencia tiene dos facetas, una cognoscitiva y otra imperativa: "Se aprende la realidad para luego a su vez, "ordenar" el querer y el obrar" (Pieper, J. "Las virtudes fundamentales").

Cuantas veces, el actuar o hablar atolondradamente, sin pensar, con negligencia, nos ha acarreado consecuencias nefastas.

La verdadera madurez se logra cuando somos capaces de disponer del tiempo para discernir, revisar, tener criterios correctos, enjuiciar y decidir lo que vamos a hacer o decir. A la larga, actuaremos y hablaremos menos pero lo haremos mejor.

Para crecer en esta virtud o enseñarla a nuestros hijos, es necesario desarrollar una serie de capacidades. Como por ejemplo, aprender a observar el entorno, a distinguir entre hechos y opiniones y entre lo importante y lo secundario; la capacidad de reconocer los propios prejuicios y saber analizar críticamente las situaciones. Pero sobretodo, imitar a María: tratar de no reaccionar intempestivamente ante los problemas sino llevar nuestras inquietudes para meditarlas al pie del Padre