El silencio de María

Jorge Siles Salinas

 

El “fiat” de María en la Anunciación es el más alto testimonio de la voluntad humana entregada confiadamente a los designios divinos; con el “sí” de su respuesta a la salutación angélica, muéstrase ella dispuesta a servir de instrumento, de vaso de elección, a fin de que la Palabra venida de lo alto floreciese en su seno virginal, el cual fue escogido para el cumplimiento de la promesa de redención desde el momento mismo en que la humanidad inició su largo peregrinaje de prueba y de esperanza, de purificación y de ansiedad. “Hágase en mí según tu palabra”: es la respuesta inmediata de la humildad y de la obediencia. Es la frase en que se cifra, según Gertrudis Von Le Fort, el contenido esencial de la vocación femenina. La pasividad fecunda del ser que se recoge en sí mismo, guardando la palabra de Dios, en espera que ella germine, como en el surco la semilla, es la forma en que se manifiesta, desde el alba de la Encarnación, el poder creador del Verbo en el espíritu humano, cuando éste se muestra receptivo a su mensaje.
La más hermosa de las oraciones, después del Pater Noster, el Ave María, nació con la salutación del ángel: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre todas las mujeres”. A Isabel, madre del Bautista, le corresponderá agregar la segunda parte, en la respuesta gozosa del día de la Visitación: “... y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.
María guarda, junto al Dios–Hombre oculto en su seno estas palabras de bendición y esperanza. Ella acepta y espera. Nada hay tan sublime como el silencio de María en tanto deja que actúe en su vida la acción de la gracia, el destino de salvación aposentado en sus entrañas. Es ella, gran silenciosa, la Madre, que, antes de Belén, aguarda, con infinita humildad, el cumplimiento del gran misterio que abrirá a los hombres las puertas del cielo, y luego, en el tiempo de la Pasión, asiste, con gesto de callado sufrimiento, al instante supremo en que Cristo es ofrenda y sacrificio en la primera Misa, la que tiene como altar el Calvario, en la tarde del Viernes Santo. “Stabat Mater”: “estaba” es el verbo que basta a mostrar, con un trazo sobrio, la callada presencia de la Madre doliente ante la inmolación de su Hijo.
La antigua literatura cristiana veía en el silencio de la Madre de Dios uno de sus atributos más salientes: “Tarda ad loquendum”; en efecto, parca en palabras, dispuesta siempre a extinguir su personalidad ante la excelsitud de la obra divina, vive ella en actitud de espera, escuchando la voz de lo alto. Puesto que pocos son, en verdad, los que saben escuchar, es María la gran maestra de este difícil aprendizaje. Sobreabundante de vida interior, María, en su actitud de recogimiento y silencio muestra el valor altísimo de la intimidad expectante, de la vida serena orientada hacia la plenitud del espíritu en la presencia de Dios.
El autor sagrado ve que en la santidad de María la palabra del Señor ha sido guardada en el mismo depósito virginal en que fructificó la carne del Redentor: “Y su madre conservaba todo esto en su corazón”. (Lc., 2, 51).
El gozo de María, al igual que su dolor, son inefables. La expresión humana exhibe a cada momento sus limitaciones ante la riqueza de los sentimientos y ante la infinita variedad de matices que presenta la vida del espíritu. La experiencia de la vida nos muestra, una y otra vez, al lado del poder altísimo de la palabra, la impresión de vacío que ella nos deja al no ser capaz de modelar con precisión las confusas e inexpresables impresiones que emergen, misteriosas, del fondo de nuestras almas. El silencio de María es por ello una lección —la más alta— acerca de cuál habría de ser la actitud humana ante el inefable misterio de Dios. In–fante significa, etimológicamente, el que no habla; ante Dios inefable, la humanidad está siempre en actitud de in–fancia, aniñándose, descendiendo a la raíz de su inocencia, como María al acatar la elección divina: Ecce ancilla Domini, He aquí la esclava del Señor.