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María, Nuestra Madre
José Rivera, José María Iraburu
Jesús
en la cruz «dijo
a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu
madre» (Jn 19,26-27). Dice el Señor significativamente «la
Madre» y «el discípulo», con artículos determinados que expresan
a María y a Juan como representantes de una realidad transcendente y
misteriosa. Y sigue: «Desde aquella hora el discípulo la recibió en su
casa»; o como podría traducirse más literalmente: «el discípulo la
acogió entre los bienes propios». Así pues, María, la Virgen Madre,
pertenece a los bienes de gracia propios de todo discípulo de Jesucristo
(+Juan Pablo II, Redemptoris Mater 23-24.44-45).
El
concilio Vaticano II afirma que María «es nuestra madre en el orden
de la gracia» (LG 61). Y precisa más: «Esta maternidad de María en la
economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento
que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie
de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues
asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple
intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con
su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y
se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada» (62). Esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia.
En
la encarnación. Enseña San Pío X que «en el casto seno de la Virgen,
donde tomó Jesús carne mortal, adquirió también un cuerpo espiritual,
formado por todos aquellos que debían creer en él. Y se puede decir que,
teniendo a Jesús en su seno, María llevaba en él también a todos
aquellos para quienes la vida del Salvador encerraba la vida. Debemos, pues,
decirnos originarios del seno de la Virgen, de donde salimos un día a
semejanza de un cuerpo unido a su cabeza. Por esto somos llamados, en un
sentido espiritual y místico, hijos de María, y ella, por su parte,
nuestra Madre común. «Madre espiritual, sí, pero madre realmente de los
miembros de Cristo, que somos nosotros» (San Agustín)» (enc. Ad diem
illum 2-II-1904: DM 487).
En
la cruz. La
Virgen María, al pie de la cruz, nos dio a luz con dolores de parto. Pío
XII dice que «ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención
humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con
Jesucristo; tanto que nuestra salvación es fruto de la caridad de
Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos
el amor y los dolores de la Madre» (enc. Haurietis aquas 15-V-1956,
n.36).
En
pentecostés.
Vino el Espíritu Santo cuando los apóstoles «perseveraban unanimes en la
oración, con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los
hermanos de éste» (Hch 1,14).
En
el cielo.
Pablo VI, en ocasión muy solemne, enseña que María «continúa en el
cielo ejercitando su oficio maternal con respecto a los miembros de Cristo,
por el que contribuye a engendrar y aumentar la vida divina de cada una de
las almas de los hombres redimidos» (Credo del Pueblo de Dios
30-VI-1968, 15).
Por
todo ello, ya desde antiguo los Padres dieron a María el nombre de nueva
Eva, pues ella, como la primera, y mucho mejor, es «la madre de todos
los vivientes» (Gen 3,20). No es posible tener a Dios por Padre, sin tener
a María por Madre. Al terminar la tercera etapa del concilio Vaticano II,
el Pablo VI proclamó a María como «Madre de la Iglesia, es decir,
Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores»
(21-XI-1964).
Fuente: gratisdate.org
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