|
La devoción a la Virgen
José Rivera, José María Iraburu
A
la luz de las verdades recordadas, fácilmente se ve que la devoción
mariana no es una dimensión optativa o accesoria de la espiritualidad
cristiana, sino algo esencial.
La
enseñanza de San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), cada vez más
vigente y recibida por la Iglesia, expresa esta devoción de modo muy
perfecto, en obras como El secreto de María y el Tratado de la
verdadera devoción a la Santísima Virgen (BAC 451, 1984).
Veamos,
pues, los aspectos principales de esta devoción cristiana a la Santa Madre
de Dios.
El
amor a la Virgen María
es, evidentemente, el rasgo primero de tal devoción. ¿Cómo
habremos de amar los cristianos a María? Algunos temen en este punto caer
en ciertos excesos. Pues bien, en esto, como en todo, tomando como modelo a
Jesucristo, hallaremos la norma exacta: tratemos de amar a María como
Cristo la amó y la ama. Nosotros, los cristianos, estamos llamados a
participar de todo lo que está en el Corazón de Cristo: hemos de tener «los
mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), hemos de hacer
nuestro su amor al Padre, su obediencia, su amor a los hombres, su oración,
su alegría, sus trabajos y su cruz, todo. Pues bien, igualmente hemos de hacer
nuestro su amor a su Madre, María, que es nuestra Madre. ¡Ése es el límite
de nuestro amor a la Virgen, que no debemos sobrepasar!... No hay, por
tanto, peligro alguno de exceso en nuestro amor a la Virgen. Podría
haberlo en sus manifestaciones devocionales externas; pero tal peligro viene
a ser superado fácilmente por los cristianos cuando en la piedad mariana se
atienen a la norma universal de la liturgia y a las devociones populares
aconsejadas por la Iglesia.
Amar
a María con el amor encendido de Cristo es amarla con el amor que le
han tenido los santos. Algo de ese apasionado amor se expresa en esta oración
de Santa Catalina de Siena:
«¡Oh
María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María, portadora del Fuego! María,
que ofreces misericordia, que germinas el fruto, que redimes el género
humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido
el mundo.
«¡Oh
María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante
flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue
sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de
fuego! Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu
humanidad.
«¡Oh
María! vaso de humildad en el que está y arde la luz del verdadero
conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al
Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con singular amor.
«¡Oh
María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos
la doctrina de la vida... ¡Oh María! Bendita tú entre las mujeres por los
siglos de los siglos» (Or. en la Anunciación extracto).
La
devoción mariana implica también
la admiración gozosa de la Virgen. «Llena-de-gracia», ése es su
nombre propio (Lc 1,28). No hay en ella oscuridad alguna de pecado: toda
ella es luminosa, Purísima, no-manchada, ella es la Inmaculada. En ella se
nos revela el poder y la misericordia del Padre, la santidad redentora de
Cristo, la fuerza deificante del Espíritu Santo. En ella conocemos la
gratuidad de la gracia, pues, desde su misma Concepción sagrada, Dios
santifica a la que va a ser su Madre, preservándola de toda complicidad con
el pecado. En Jesús no vemos el fruto de la gracia, sino la raíz de toda
gracia; pero en María contemplamos con admiración y gozo el fruto más
perfecto de la gracia de Cristo.
Los
santos se han admirado de la hermosura de María porque han mirado,
han contemplado con amor su rostro. San Juan evangelista, que la recibió en
su casa, es el primer admirador de su belleza celestial: «Apareció en el
cielo una señal grandiosa, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo
de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1: esa
mujer simboliza, sí, a la Iglesia, pero por eso mismo María se ve
significada en ella). Uno de los santos más sensibles a la belleza de María
es San Juan de Avila: «Viendo su hermosura, su donaire, su dorada cara, sus
resplandecientes ojos y, sobre todo, la hermosura de su alma, dicen: "¿Quién
es ésta que sale como graciosa mañana? ¿quién es ésta que no nace en
noche de pecado ni fue concebida en él, sino que así resplandece como alba
sin nubes y como sol de mediodía? ¿Quién es ésta, cuya vista alegra,
cuyo mirar consuela y cuyo nombre es fuerza? ¿Quién es ésta, para
nosotros tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan
terrible y espantosa?" ¡Gran cosa es, señores, esta Niña!» (Serm.
61, Nativ. de la Virgen).
El
cristiano ha de tener hacia María una conciencia filial. Si ella es
nuestra madre, y nosotros somos sus hijos, lo mejor será que nos demos
cuenta de ello y que vivamos las consecuencias de esa feliz relación
nuestra con ella. Las madres de la tierra ofrecen analogías, aunque pobres,
para ayudar a conocer la maternidad espiritual de María. Una madre da la
vida a su hijo de una vez, en el parto, y luego fomenta esa vida con sus
cuidados durante unos años, hasta que el hijo se hace independiente de
ella. Pero María nos está dando constantemente la vida divina, y su
solicitud por nosotros, a medida que vamos creciendo en la vida de la
gracia, es creciente: ella es para nosotros cada vez más madre, y nosotros
somos cada vez más hijos suyos.
((Algunos
eliminan prácticamente la maternidad espiritual de María, alegando que
en el orden de la gracia les basta con Dios y con su enviado Jesucristo. Tal
eliminación, aunque muchas veces inconsciente, es sumamente grave.
Si un niño mirase a su madre como si ésta fuese la fuente primaria de la
vida, haría de ella un ídolo y llegaría a ignorar a Dios. Pero si un niño,
afirmando que la vida viene de Dios, prescindiera de su madre, con toda
seguridad se moriría o al menos no se desarrollaría convenientemente. Pues
bien, Dios ha querido que María fuera para nosotros la Madre de la divina
gracia, y nosotros en esto -como en todo- debemos tomar las cosas como son,
como Dios las ha querido y las ha hecho. Sin María no podemos crecer
debidamente como hijos de Dios: la misma Virgen Madre que crió y educó a
Jesús, debe criarnos y educarnos a nosotros. San Pío X decía: «Bien
evidente es la prueba que nos proporcionan con su conducta aquellos hombres
que, seducidos por los engaños del demonio o extraviados por falsas
doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados
los que abandonan a María bajo pretexto de rendir honor a Jesucristo»
(enc. Ad diem illum: DM 489)).
Grande
debe ser nuestro agradecimiento hacia María, distribuidora de todas las
gracias. Nótese
que en la Comunión de los santos hay sin duda muchas personas, y que en
cada una de ellas hay hacia las otras un influjo de gracia mayor o menor.
Este influjo benéfico nos viene con especial frecuencia e intensidad de los
santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre» la ayuda de Dios
(Plegaria euc.III). Pues bien, en la Iglesia sólamente hay una
persona humana, María, cuyo influjo de gracia es sobre los fieles
continuo y universal: es decir, ella influye maternalmente en todas y
cada una de las gracias que reciben todos y cada uno de los cristianos. Lo
mismo que Jesucristo no hace nada sin la Iglesia (SC 7b), nada hace sin la
bienaventurada Virgen María.
Por
eso escribe San Juan de Avila: «Ésta es la ganancia de la Virgen: vernos
aprovechados en el servicio de Dios por su intercesión. Si te viste en
pecado y te ves fuera de él, por intercesión de la Virgen fue; si no caíste
en pecado, por ruego suyo fue. Agradécelo, hombre, y dale gracias. Si
tuvieres devoción para con ella, cuando vieses que se te acordaba de ella,
habías de llorar por haberla enojado. Si en tu corazón tienes arraigado el
amor suyo, es señal de predestinado. Este premio le dio nuestro Señor: que
los que su Majestad tiene escogidos, tengan a su Madre gran devoción
arraigada en sus corazones. Sírvele con buena vida: séle agradecido con
buenas obras. ¿Pues tanto le debes? Ni lo conocemos enteramente ni lo
podemos contar. Mediante ella, el pecador se levanta, el bueno no peca, y
otros innumerables beneficios recibimos por medio suyo» (Serm. 72, en
Asunción).
Se
comprende que en los cristianos sin devoción a la Virgen María haya
temores y ansiedades interminables, pues son como hijos que se sienten sin
madre. Por el contrario, el que se hace como niño y se toma de su mano, vive
siempre confiado en la solicitud maternal de la Virgen. La más antigua
oración conocida a María expresa ya esa confianza filial ilimitada: «Bajo
tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».
La
llamada oración de San Bernardo, inspirada en sus escritos, y que ha
recibido formas distintas, viene a decir así: «Acuérdate, oh piadosísima
Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a
tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido
abandonado de ti. Animado por esta confianza, a ti también acudo, yo
pecador, que lloro delante de ti. No quieras, oh Madre del Verbo eterno,
despreciar mis súplicas, antes bien escúchalas favorablemente, y haz lo
que te suplico».
La
confianza que los cristianos debemos tener en Santa María inspira muchas y
preciosas leyendas medievales. Pero sobre este tema quizá una de las más
bellas páginas la encontramos en los diálogos entre la Virgen de Guadalupe
y el Beato Juan Diego. Concretamente, el 12 de diciembre de 1531, en la
cuarta de las apariciones, Juan Diego, preocupado por la grave enfermedad de
su tío, comienza diciéndole a la Virgen: «Niña mía, la más pequeña de
mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás
bien de salud, Señora y Niña mía?»; y en seguida le cuenta su pena. «Después
de oir la plática de Juan Diego, respondió la piadosisima Virgen:
"Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te
asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra
alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no
estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi
regazo? ¿qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te
aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro
de que ya sanó". (Y entonces sanó su tío, según después se supo)».
Otro
rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana es la imitación de
María. Ella es la plenitud del Evangelio. Ella es la Virgen Fiel, que
oye la palabra de Dios y la cumple (Lc 11,28). Por eso con mucha más razón
que San Pablo, María nos dice: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de
Cristo» (1Cor 11,1). La Iglesia, «imitando a la Madre de su Señor, por la
virtud del Espíritu Santo» (LG 64), guarda y desarrolla todas las
virtudes. En efecto, «mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima
Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef
5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo
enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece
como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (65).
Niños
y ancianos, activos y contemplativos, laicos y sacerdotes, vírgenes y
casados, todos hallan en María, Espejo de Justicia, el modelo perfecto del
Evangelio, la matriz en la que se formó Jesús y en la que Jesús ha de
formarse en nosotros. Es modelo de Esposa y de Madre. Pero también es
modelo para sacerdotes, monjes y misioneros: «La Virgen fue en su vida
ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos
aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la
regeneración de los hombres» (LG 65).
Por
otra parte, es claro que imitar a María es imitar a Jesús, pues lo único
que ella nos dice es: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). En este sentido
«la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la
voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse
para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías» (Redemptoris
Mater 21).
Adviértase
también que la imitación de María y la de los santos no es de idéntica
naturaleza. Para un cristiano la imitación de un santo viene a ser -valga
la expresión- extrínseca: ve su buen ejemplo y, con la gracia de
Dios, lo pone por obra. En cambio, la imitación de la Virgen María es
siempre para un cristiano algo intrínseco, en el sentido de que esa
vida de María que trata de imitar, ella misma, como madre de la divina
gracia, se la comunica desde Dios.
Fuente: gratisdate.org
|
|