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La oración a María
José Rivera, José María Iraburu
Al
paso de los siglos, los cristianos cumplimos la profecía que María hizo
sobre sí misma: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada»
(Lc 1,48). Tanto en Oriente como en Occidente, los hijos de la Iglesia han
crecido siempre en un ambiente de culto y devoción a la Gloriosa, la
Inmaculada, la Reina y Señora nuestra, la Virgen María, la santa Madre de
Dios. En la oración privada, en los rezos familiares, en los claustros monásticos,
en las devociones populares y en el esplendor de la liturgia, se alza un
clamor secular de alabanza y de súplica a la Madre de Jesús. Y esto tiene
que ser cosa del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Jesús, que en
el corazón de los fieles, canta la dulzura bondadosa de la Virgen Madre.
La
más antigua oración a la Virgen dice así: «Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras
necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen
gloriosa y bendita». Esta bellísima oración (Sub tuum præsidium,
en la liturgia latina) procede de una antífona litúrgica griega no
posterior al siglo III. En ella se invoca a María como «Madre de Dios», título
reconocido como dogma bastante más tarde, en el concilio de Efeso (a.431).
María aparece ahí, literalmente, como «la única limpia, la única
bendita», y a su regazo maternal nos acogemos, rezando en plural, los
fieles cristianos, que, en las angustias y peligros, confiamos en el gran
poder de su intercesión ante el Señor. La consagración a María realizada
por Juan Pablo II en Fátima (13-V-1982) estuvo inspirada precisamente en
esta oración.
El
Ave María, compuesta con las palabras del ángel Gabriel y de Isabel (Lc
1,28s.42), así como otras oraciones latinas hoy recogidas al final de las Completas,
en la Liturgia de las Horas (Dios te salve, Reina y Madre; Madre del
Redentor, virgen fecunda; Salve, Reina de los cielos; Reina del cielo, alégrate)
son de origen medieval, lo mismo que el Rosario y el Angelus,
esas oraciones que tanto arraigo han tenido y tienen en la piedad de los
fieles, y que la Iglesia tantas veces ha recomendado (Marialis cultus
40-55).
El
canto que Cristo, con su Cuerpo, a lo largo de los siglos, ha dedicado a la
Virgen Madre, tiene siempre rasgos de una belleza muy singular... San Agustín
(+430) la saluda: «Oh bienaventurada María, verdaderamente dignísima de
toda alabanza, oh Virgen gloriosa, madre de Dios, oh Madre sublime, en cuyo
vientre estuvo el Autor del cielo y de la tierra»... Y Sedulio, por los
mismos años: «Salve, Madre santa, tú que has dado a luz al Rey que
sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra»... Y el
gran San Cirilo de Alejandría, en ocasión solemnísima, cuando el concilio
de Efeso confesó a María como Madre de Dios: «Te saludamos, oh María,
Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se
puede extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo
incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado
Aquel que es llamado bendito por excelencia»... Y el grandioso Himno
Acatistos de la liturgia griega, quizá compuesto por San Germán, que
fue patriarca de Constantinopla (del 715 al 729): «Oh Guía victoriosa,
nosotros, tus servidores, liberados de nuestros enemigos, te cantamos
nuestras acciones de gracias... Ave, Esposa inmaculada. Ave, resplandor de
alegría. Ave, destructora de la maldición. Ave, cumbre inaccesible al
pensamiento humano»...
Es
el canto enamorado que el Cristo total ofrece a María, y que se prolonga en
la Edad Media con nuevas melodías... En Canterbury, San Anselmo (+1109): «Santa
y entre los santos de Dios especialmente santa María, madre de admirable
virginidad, virgen de amable fecundidad, que engendraste al Hijo del Altísimo»...
Y en la abadía de Steinfeld, cerca de Colonia, el premonstratense Herman
(+1233): «Yo querría sentirte, hazme conocer tu presencia. Atiéndeme,
dulce Reina del cielo, todo yo me ofrezco a ti. Alégrate tú, la misma
belleza. Yo te digo: Rosa, rosa. Eres bella, eres totalmente bella, y amas más
que nadie»... Y en el monasterio cisterciense de Helfta, Santa Gertrudis
(+1301): «Salve, blanco lirio de la refulgente y siempre serena Trinidad,
deslumbrante Rosa celestial»...
No
se cansa la Iglesia de bendecir a la gloriosa siempre Virgen María.
Sólo siente la pena de no poder hacerlo convenientemente, porque todas las
alabanzas a la Gloriosa se quedan cortas. Y es que, como dice San Bernardo,
de tal modo es excelsa su condición, que resulta «inefable; así
como nadie la puede alcanzar, así tampoco nadie la puede explicar como se
merece. ¿Qué lengua será capaz, aunque sea angélica, de ensalzar con
dignas alabanzas a la Virgen Madre, y madre no de cualquiera, sino del mismo
Dios?» (Serm. Asunción 4,5). Por eso nosotros, con el versículo
final de la oración Ave Regina cælorum, le pedimos la gracia de
saber alabarla, y que nos dé fuerza contra sus enemigos, que son los
nuestros:
Dignare me
laudare te Virgo sacrata.
Da mihi
virtutem contra hostes tuos
Fuente: gratisdate.org
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