El protoevangelio de Santiago

Pie Regamey

 

El Protoevangelio de Santiago es un apócrifo de mediados o finales del siglo II, que pretende llenar los vacíos de los Evangelios canónicos con relación a María. Esto es señal de una piedad mariana muy exigente. Es tributario, por una parte, de tradiciones auténticas, pero aún aquello que procede de una imaginación que inventa todos los pasajes, es precioso, y atestigua la certeza instintiva de esta piedad: María es una privilegiada insigne, a la que se le deben atribuir mayores gracias que todas aquellas con las que vemos honrados a los santos.

María es completamente pura, preservada del pecado. Pero esta certeza es recibida por un alma dotada de una imaginación pintoresca y dramática. Y la conmoción produce un relato. Las bellas historias del Protoevangelio han deleitado a la antigüedad y a la Edad Media; después causaron durante mucho tiempo molestias, ya que eran demasiado legendarias y parecían desacreditar la verdad; ahora no vemos en ellas más que el amor y la veneración por María, que es por lo que nacieron.

Joaquín y Ana son estériles y de edad. Joaquín va a llorar su desgracia al desierto. Durante este tiempo, Ana también se lamenta.

Y he aquí que se presentó un ángel de Dios, diciéndole: «Ana, Ana, el Señor ha escuchado tu ruego: concebirás y darás a luz y de tu prole se hablará en todo el mundo.» Ana respondió: «Vive el Señor, mi Dios, que, si llego a tener algún fruto de bendición, sea niño o niña, lo llevaré como ofrenda al Señor y estará a su servicio todos los días de su vida.»

Entonces vinieron dos mensajeros con este recado para ella: «Joaquín, tu marido, está de vuelta con sus rebaños, pues el ángel de Dios ha descendido hasta él y le ha dicho: Joaquín, Joaquín, el Señor ha escuchado tu ruego; baja de aquí, que Ana, tu mujer, va a concebir en su seno.»

Y habiendo bajado Joaquín, mandó a sus pastores que le trajeran diez corderas sin mancha: «Y éstas, dijo, serán para el Señor», y doce terneras de leche: «Y éstas, dijo, serán para los sacerdotes y el sanedrín»; y, finalmente, cien cabritos para todo el pueblo.

Y al llegar Joaquín con sus rebaños, estaba Ana a la puerta. Esta, al verlo venir, echó a correr y se abalanzó sobre su cuello, diciendo: «Ahora veo que Dios me ha bendecido copiosamente, pues, siendo viuda, dejo de serlo, y estéril, voy a concebir en mi seno.» Y Joaquín reposó aquel día en su casa.

 

Es el famoso «encuentro en la Puerta Dorada», tan utilizado por los artistas de la Edad Media. La intención del autor no es insinuar que Ana concibió sin la intervención de Joaquín: el dngel le anuncia que su mujer concebird si él vuelve a ella. El pseudo Santiago quiere manifestar la intervención extraordinaria de Dios y la consagración de María desde antes de su concepción.

Es también en este Protoavangelio donde aparece la presentación de María en el templo, y luego la elección de José como esposo de María:

Al llegar la niña a los tres años, dijo Joaquín: «Llamad a las doncellas hebreas que están sin mancilla y que tomen sendas candelas encendidas (para que la acompañen), no sea que la niña se vuelva atrás y su corazón sea cautivado por alguna cosa fuera del templo de Dios.» Y así lo hicieron mientras iban subiendo al templo de Dios. Y la recibió el sacerdote, quien, después de haberla besado, la bendijo y exclamó: «El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel.»

Entonces la hizo sentar sobre la tercera grada del altar. El Señor derramó gracia sobre la niña, quien danzó, haciéndose querer de toda la casa de Israel.

Bajaron sus padres, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás. Y María permaneció en el templo como una paloma, recibiendo alimento de manos de un ángel.

Pero, al llegar a los doce años, los sacerdotes se reunieron para deliberar, diciendo: «He aquí que María ha cumplido sus doce años en el templo del Señor, ¿qué habremos de hacer con ella para que no llegue a mancillar el santuario?» Y dijeron al sumo sacerdote: «Tú, que tienes el altar a tu cargo, entra y ora por ella, y lo que te dé a entender el Señor, eso será lo que hagamos.»

Y el sumo sacerdote, poniéndose el manto de las doce campanillas, entró en el sancta sanctorum y oró por ella. Mas he aquí que un ángel del Señor se apareció, diciéndole: Zacarías,Zacarías, sal y reúne a todos los hombres del pueblo. Que venga cada cual con una vara, y de aquel sobre quien el Señor haga una señal portentosa, de ese será mujer.» Salieron los heraldos por toda la región de Judea, y, al sonar la trompeta del Señor, todos acudieron.

José, dejando su hacha, se unió a ellos, y, una vez se juntaron todos, tomaron cada uno su vara y se pusieron en camino en busca del sumo sacerdote. Este tomó todas las varas, penetró en el templo y se puso a orar. Terminada su plegaria, tomó de nuevo las varas, salió y se las entregó, pero no apareció señal ninguna en ellas. Mas al coger José la última, he aquí que salió una paloma de ella y se puso a volar sobre su cabeza. Entonces el sacerdote le dijo: «A ti te ha cabido en suerte recibir bajo tu custodia a la Virgen del Señor.»

 

En la noche de Navidad, José conduce a la gruta de Belén a una comadrona. José es quien se supone que cuenta la historia:

Una nube luminosa cubría la gruta. Y exclamó la partera: «Mi alma ha sido engrandecida hoy, porque han visto mis ojos cosas increibles, pues ha nacido la salvación para Israel.» De repente, la nube empezó a retirarse de la gruta y brilló dentro una luz tan grande, que nuestros ojos no podían resistirla. Esta por un momento comenzó a disminuir hasta tanto que apareció el niño y vino a tomar el pecho de su madre, María.

 

Este maravilloso relato se vuelve grosero, con el fin de afirmar mejor la virginidad de María en su alumbramiento.

Así, pues, el período que procede al Concilio de Nicea nos ofrece lo esencial de las afirmaciones doctrinales sobre la Virgen María, las primeras intuiciones de la fe amorosa, y las leyendas que iban a tener una gran difusión. Sin duda, desde esta época María comenzó también a aparecerse a los que la querían, mostrándoles de un modo perceptible su solicitud, acudiendo maternalmente a sus necesidades. La más antigua de estas apariciones parece que fue hecha al obispo de Neo-Cesárea, San Gregorio el Taumaturgo, que murió en el año 270. Desgraciadamente, es difícil separar la parte de leyenda de la de realidad en la Vida del Taumaturgo, que fue escrita en el siglo IV por San Gregorio de Niza. He aquí, no obstante, el episodio, que está muy en el tono de María. No sería extraño que la primera de las muchas apariciones de la Virgen María haya tenido por objeto asegurar la pureza de la fe.

Una noche que Gregorio meditaba sobre la doctrina de la fe... lleno de atención y de solicitud, apareció ante é1 un personaje que tenía los rasgos de un anciano, vestido con gravedad religiosa. La virtud se descubría en su semblante y en su porte. Atemorizado por esta visión, se levantó de su cama y preguntó: «¿Quién sois y qué queréis?» .El desconocido calmó la turbación de sus pensamientos hablándole dulcemente, y le dijo que se le aparecía por orden de Dios para aclarar sus dudas descubriéndole la verdad de la fe segura. Tranquilizado por estas palabras, Gregorio le miraba, entre alegre y temeroso; entonces el anciano extendió la mano como para mostrarle la dirección opuesta. Volviendo Gregorio la vista en esa dirección, vio a otra persona, de rasgos femeninos, llena de una

majestad sobrenatural. Asustado de nuevo, se volvió, y bajó la mirada, suspenso ante esta visión, no pudiendo soportar su luz... Y escuchó a las dos personas que se le habían aparecido, dialogar sobre el punto que le ocupaba: por ello no sólo adquirió la verdadera ciencia de la fe, sino que además supo el nombre de las dos personas que se hablaban entre sí, llamándose por sus nombres. Escuchó a la mujer exhortar al evangelista Juan a descubrir al joven Gregorio el misterio de la piedad. Y Juan respondió que estaba pronto a hacerlo por la Madre de Dios, ya que ése era su deseo. Después de un discurso claro y preciso, desaparecieron. Gregorio se apresuró a poner por escrito la enseñanza divina, para así hacer partícipe a su Iglesia y legar a la posteridad, como una herencia, la lección venida del cielo.